En una entrevista con Tomas Rebord, el humorista Guille Aquino comenta que, cuando se encuentra a trabajar con su equipo, conversan sobre cuestiones que los angustian, a veces lloran. De ahí, salen los mejores chistes.
Desde hace más de cincuenta años, las viñetas de humor gráfico retratan nuestra desazón y perplejidad ante la inflación. Corre 1975 y un almacenero le anuncia a su clienta que le debe 1300 pesos. –“¿necesita que le envíe un cadete?”- pregunta. La señora resignada le contesta que no, que no es necesario: le alcanza una sola mano para llevar todo lo que acaba de comprar. Llegados a 1981, dos amigos conversan. “’¡Qué curioso!”- dice uno- “A medida que el dinero pierde valor, la gente tiene que armarse de coraje”. Poquito después, en 1982, un deudor se acerca a un mostrador con una pila infinita de billetes. El empleado bancario lo previene: “Lo siento. No creo que le alcance para pagar la cuota de su departamento”.
Y es que, aunque los billetes abundan, la gente está cada vez más desconcertada. En noviembre de 1985, una señora le pide un kilo de lomo al carnicero. “¿Lomo oficial o paralelo?” le pregunta el comerciante. Con tipos de cambio desdoblados o mercados negros, la confusión va en aumento. En 1989, una persona vacila: “¿Qué subió más? ¿La carne o el dólar?” Su interlocutor responde: “No sé... en casa esas cosas no se conocen”.
La inflación es una experiencia ecuménica que alcanza ya a varias generaciones de argentinos. Con la socióloga Claudia Daniel, un grupo generoso de estudiantes y los auspicios de la Agencia I + D + i, nos dedicamos a rastrear en la prensa gráfica la manera en que, desde hace décadas, la sociedad ha dejado pequeñas huellas de su experiencia ante la inflación. En años distantes en el tiempo, los argentinos podemos reconocernos ante la estampida de los precios, la pérdida del sentido de las equivalencias, el acarreo de billetes de valor irrisorio, la necesidad de postergar o cancelar varios gastos. Intuimos o sabemos que muchos de nuestros contemporáneos se enfrentan a dolorosas privaciones.
Estos momentos aciagos nos ofrecen una contrapartida: el singular privilegio de amonestar a las autoridades. Y, al hacerlo, de desestimar su capacidad para ayudarnos.
Un niño repasa, en septiembre de 1981, las conjugaciones de los verbos: “Yo aumento, tu aumentas, él aumenta”. El maestro le explica al padre que los observa: “De aquí van a salir los futuros gobernantes del país”. Un año más tarde, la Argentina se ubica como el país con mayores niveles de inflación del mundo. La historieta Pérez-Man subraya que somos “campeones mundiales” en incremento de precios y destaca “la excelencia de los directores técnicos” que han conducido al país a este dudoso podio.
Y es que esa incapacidad para protegernos se corresponde a su vez con un descrédito profundo por aquello que nos dicen. Ya a mediados de los setenta, un señor escucha en la radio: “No se modificará el precio de la nafta, dijo el ministro”. Se apresta entonces a salir inmediatamente a llenar el tanque. Hay tal vez en el pasado, mayor indulgencia frente a las autoridades. En un chiste de 1978, un empleado indica a un señor enojado que se ponga en la cola “para polemizar con Juan Alemann”. El 1 de enero de 1985, un personaje le escribe con premura una carta a los reyes: “Como todos los años -redacta- les dejo mis zapatitos junto con mi pedido: Reduzcan la inflación al 10% anual. Gracias. PD: ¿No son magos acaso?” Pero claro, a los magos a veces los trucos les salen mal. En noviembre de 1985, la caricatura de un apesadumbrado Juan Vital Sourrouille sostiene una bomba a punto de estallar. La bomba se llama Plan Austral.
No faltaron claro momentos de eufórica calma en esta larga lucha contra la inflación. Paradójicamente, el humor gráfico parece haber sido menos triunfalista que las autoridades. Cuando los ministros económicos de la posguerra lograban jalar la palanca correcta y detener la estampida, los personajes de las tiras diarias les recordaban que la estabilidad muchas veces se asentaba sobre el sacrificio de las mayorías. Desde 1975, con una inflación que trepó y se instaló en los tres dígitos, la tarea de estabilizar se hizo más difícil. Pero incluso entonces logró producirse el milagro. La Argentina consiguió pasar de casi 700% de inflación anual en 1985 a 90% al año siguiente, de 2300% en 1990 a menos del 25% en 1992; de 25% en 2002 al 6% en 2004. Los mismos termómetros que anunciaban el abismo -las estadísticas económicas y electorales-, señalaron en esos casos la maravilla. Los presidentes elegidos en democracia y capaces de doblegar la inflación gozaron, al menos por varios meses, de un respaldo casi unánime y, en el caso de Carlos Menem y Néstor Kirchner, de una suerte de cheque en blanco que le extendieron los medios de comunicación, los dirigentes empresarios y sindicales, los otros poderes del Estado.
Muchos creen hoy que, con un nuevo gobierno, una voluntad férrea y una creatividad técnica que lo habilite, el milagro puede volver a producirse. También aquí la historia y el humor gráfico tienen algunas experiencias que recordar. Los deseos de corte drástico y mano dura tienen muy poco de originales. La búsqueda desesperada de un conductor primero y de un buen piloto de tormenta después es una constante de la cultura política argentina. De Uriburu a Perón, de Perón a Frondizi, de Frondizi a Onganía, de Onganía otra vez a Perón y de él a Videla, se fueron renovando intactas las esperanzas de que una personalidad providencial sea capaz de ordenar al país y eliminar sus fracturas. Fastidiada por el bloqueo, la sociedad argentina llegó a admitir el uso creciente de la violencia. Nadie podría endilgarle a Videla tibieza en su voluntad de reprimir sindicatos y reducir salarios. Vale recordar que su ferocidad tampoco alcanzó. Toda esa sangre derramada, todo ese descalabro en la industria y las finanzas para que, en 1980 (el mejor momento del plan económico según sus defensores) la inflación anual apenas lograra bajar al 100%.
Si la violencia nunca es suficiente, pareciera que tampoco lo es una costumbre legada por la dictadura: la capitulación de las coaliciones partidarias a consensuar un programa económico y su preferencia por delegar el contenido de decisiones cruciales en superministros. Aún antes de adoptar peinados extravagantes y retórica virulenta, la intervención tecnocrática no escatimaba desmesuras. Un chiste de octubre de 1978, poco antes del lanzamiento de la tablita cambiaria, reproduce un diálogo entre dos personajes: “¿Sabe qué se me ha ocurrido Sherlock? Que los OVNI son los causantes de la inflación” El otro lo observa y le responde: “La idea es descabellada, Wattson, pero por las dudas paténtela antes de comentarla en el Ministerio de Economía.”
Y es que, en pos de doblegar la inflación o sostener la estabilidad, las autoridades argentinas no solo ensayaron la tablita cambiaria y una reforma financiera y comercial de consecuencias imprevistas, apelaron luego a varias semi-confiscaciones bancarias, instituyeron por ley del Congreso la paridad fija entre el dólar y la moneda nacional, habilitaron la existencia de múltiples signos monetarios provinciales, decretaron el déficit cero... La propuesta de dolarización es una receta extrema más, que evidencia la desconfianza de muchos argentinos frente a sus representantes. Tampoco aquí hay novedad. Pueden situarse en esta estela los delirios de establecer una banca off-shore, de pagar la deuda externa cediendo territorio nacional o de delegar en autoridades europeas la gestión del Banco Central argentino. Como nuestra comunidad política no parece capaz de producir sensatez, ¡importémosla!
Ni en los experimentos estrambóticos, ni en los planes de estabilización convencionales, ni en la espiral inflacionaria, los argentinos están igualmente expuestos al riesgo y la caída. Como lo saben bien los humoristas, algunos aprendieron a salir ganando. En 1982, un señor le comenta a otro “¡Y seguramente nadie piensa en que hay esforzados sectores de la sociedad que nunca, nunca se van de vacaciones!” El otro responde: “Los remarcadores de precios, por ejemplo”. Ellos claro y todos aquellos que, por su posición en el mercado, pueden poner condiciones mientras otros las padecen. La idea de una tira de septiembre de 1985 se repite una y otra vez. En ella, una liebre y una tortuga corren una carrera. La libre lleva en su pechera un cartel que dice precios, la tortuga, claro, avanza lenta y laboriosamente como los salarios.
Compasivas, inteligentes, renuentes a las soluciones milagrosas, las tiras que publicaron Carlos Basurto, Alberto Bróccoli, Crist, Jerry Marcus, Meléndez, Landrú, Bob Weber en Clarín y La Nación, me recuerdan las primeras estrofas de una canción de Luis Alberto Spinetta y Los Socios del Desierto: “Alguien debió conservar y cuidar con amor ese jardín de gente. Eso es lo que nunca será. Cómo harás para ver y aliviar el dolor en el jardín de gente. Algún recuerdo en tu alma tendrás”.
De todos estos chistes, hay uno de José Miguel de Heredia de marzo de 1982 que me resulta especialmente triste. Un personaje (un perro de hecho) va al médico y le relata sus males: “Me han despedido del empleo. No puedo expresar mis ideas. La inflación no baja. Los teléfonos no funcionan. La televisión es mala. Los precios suben. Los impuestos me abruman”. El médico circunspecto le responde: “Lo siento, amigo. La que yo trato es otra clase de impotencia”.
MH