Todos ya nos fuimos de aquí,
todos ya nos fuimos de casa.
Para tocar rock’n roll.
Fito Páez, La rueda mágica, El amor después del amor, 1992.
En este momento de mi vida me empiezo a preguntar si una película que vi a los 20 la puedo dar por vista o ya no, o si hay que empezar todo de nuevo. Juraba, por ejemplo, que había visto El amigo americano, de Wim Wenders. Y sin embargo ahora vuelvo a verla y me digo: “Yo esto no vi nunca”. Tengo un vago recuerdo de haberla visto dormitando desde la cama sillón en la habitación de Aranguren, mi primera casa de adultez. Lo mismo con Alicia en las ciudades, que sí creía tener más presente, porque fue en el cine que la vi, muy probablemente en la Lugones, junto a tantas otras y, sin embargo, no. Por supuesto que cuando la vi a los veintis no me identificaba ya con la niña pero estaba más cerca de eso que de identificarme con el protagonista que ahora es, claramente, más joven que yo, y cuyo drama de quedar a cargo de una niña, de este lado de la maternidad, me interpela de un modo que antes para nada. ¿Es, entonces, la misma película? Diría que no. ¿Es, entonces, volver a empezar, con todo lo que uno creyó haber dado por visto y leído? Muy probablemente. Así que nada de acumulación. Sí veo y sin dudar, esta por primera vez, En el curso del tiempo, de Wim Wenders también, película de la misma época y en blanco y negro y releo (como si fuera la primera vez) un compilado de textos que tengo escritos por él, y ahí Wenders dice algo así como que prefiere filmar en blanco y negro porque le parece más real o realista que el color. ¿A qué se parece más la realidad? Dice, también, que eso le permitió, por ejemplo, usar ese camión de mudanzas que era naranja y habría llevado la película a un territorio completamente distinto de haber filmado en color. Este dato del naranja me hace estallar la cabeza, después de haber visto la película: es cierto que habría mandado todo el relato a otro registro, el camión naranja.
Es un sábado de abril, a media mañana, y cruzo la ciudad en taxi con mi hijo Ramón. Son los últimos días cálidos de un otoño templado y amarillo, con su tan preciosa luz. Vamos con las ventanillas semi bajas y el conductor escucha una radio de hits. Entonces presentan la versión de Juanes de El amor después del amor de Fito Páez. Es una versión más rockera, por llamarla de alguna manera. La escuchamos. Miro a Ramón, va con la mirada baja hacia el asiento del auto, sobre el que reposan los dos sables de plástico que pidió para su cumpleaños. Tiene algo de solemnidad su impronta. Realmente debe apreciar mucho esos sables. Su gesto dura y no puedo dejar de mirar, hasta que entiendo que está llorando. Llora pero sin mueca, me doy cuenta por las lágrimas que le veo correr. Le pregunto si está llorando. Asiente con la cabeza. Dice que la canción es muy triste. No me parece tanto en general y mucho menos en la versión de Juanes. Dice entonces que se puso triste porque pensó que no iba a poder vivir ese momento en el futuro. Se me mezcla todo. Me entra una emoción tremenda porque entiendo para mí que eso que le está pasando es algo muy parecido a la felicidad, la conciencia de ese momento sublime, porque a su modo, claro, lo es: la música, el sábado, nosotros, el aire, el sol. También me emociona algo así como su angustia existencial y la conciencia de la finitud. Agrega algo como que en algún momento yo ya no voy a estar, y que esto así él no lo va a poder vivir. No sé que le digo yo, cosas que no lo reconfortan seguro, algo como que el momento es eterno porque lo va a tener siempre en el corazón, pero creo que esa idea le hace aún peor.
No fui fanática de Fito Páez, nunca lo fui a ver, aunque podría haberlo hecho. Fanática suena más a lunática que a cualquier otra cosa. Pero sí sé que Giros, Tercer mundo, Del 63 y ni qué decir que sí claro que sí a El amor después del amor estuvieron imbricados en mi vida, en el tejido profundo de los acontecimientos. Eso, claro, es mucho más que fanatizar.
En el taxi vuelvo a ese disco y a cuando salió. Y al igual que con las películas de Wim Wenders que son nuevas y son otras, esa misma frase, la del amor después del amor, no sé si quería decir algo en ese momento para mí, probablemente sí. Pero es claro que yo estaba muy antes del amor alguno a mis trece y ahora compruebo que Fito mismo tenía veintinueve años cuando sacó ese disco. Me preguntó cuánto “después del amor” podía tener encima y qué pensará él mismo de la resignificación de esa frase en el tiempo. Ahora que todos tenemos ya varios amores después del amor encima, de distinta calaña. Vuelvo al disco, sale en 1992. Por varias razones recuerdo ese año como uno muy importante para mí. Cumplí 13 años en 1992 y cursaba segundo año de la secundaria. Pasé gran parte del año completamente enamorada de Miliki, un muchacho de quinto año, pelilargo, renegado, reo. Ambos actuábamos en la comedia musical de la escuela y mi día a día giraba en torno a él y a lo imposible de nuestro amor porque yo tenía 13 y él 18 y tendría una vida sexual activa, mientras la mía estaba a años luz, no así en el mundo del deseo. El clímax de mi imaginería erótica era siempre el beso, ni siquiera sé si de lengua, el beso sí, el abrazo ceñido sí, el abrazo ceñido con pico en una pista de baile bajo algún lento de turno, eso sí. A él no llegué a besarlo pero sí que con artilugios minuciosos a lo largo de meses, conseguí arrastrarlo hasta mi habitación en el primer piso, a la cucheta. Puse una canción de Ricky Martin que tendría en cassette y casi casi que lo besé, si no fuera porque los pasos de mi papá en la escalera familiar interrumpieron por completo el momento que nunca se retomó.
Pocas semanas después de eso y de alguna que otra promesita sin asidero por teléfono, para futuros encuentros, se hizo fuerte en la escuela el rumor de que Miliki se había puesto de novio. Se me rompió el corazón. Miliki tenía novia, una real, una verdadera, una concreta, otra chica de la escuela, más grande que yo, más mujer o sencillamente mujer porque claramente yo no lo era aún.
Recuerdo muy particularmente un mediodía. Es la hora de la pausa larga del almuerzo, el aula está vacía, reviso mi mochila para sacar el táper, supongo, y entonces lo veo. Miliki camina por la vereda del colegio con su campera de cuero sobre el uniforme escolar y va hacia allá, hacia la casa de su -entonces sí confirmadísimo-, nueva novia que vive para ese lado del colegio. Va a almorzar como un novio formalizado, rebelde de pelo largo y barba. Me quedo de una pieza. Sigo todo el recorrido con la mirada, hasta que ya no lo puedo ver. Tomo esa imagen como símbolo, del amor después del amor, aunque tan antes fuera de todo, pero igual.
Me infiltro en esa casa en lo que queda de ese año. Soy un poco amiga de la hermana menor de la nueva novia de Miliki, varias veces voy a su casa, alguna vez me quedo a dormir. Con la novia intentamos tirarnos buena onda, aunque todo sea un poco tenso; de mi parte, sin duda, no sé cómo actuar. En el living de esa casa algo pasa con el disco El amor después del amor. ¿Lo escucho por primera vez ahí? ¿Lo grabo en cassette? ¿Me lo presta mi amiga y lo grabo en casa? ¿Lo escuchamos juntas y sigo las canciones con el cuadernito del cd para aprender las letras? ¿Ellas lo fueron a ver? ¿Habrá ido Miliki también?
Unas semanas después del episodio en el taxi pongo el disco entero en casa. Ramón reacciona. Dice que no, que no ponga eso, que es la música que lo pone triste. Le pasa particularmente con El amor después del amor y con Brillante sobre el mic. En estas últimas semanas escuché mucho a Spinetta. Nunca lo había escuchado con tanta atención y eso también puede pasar en este momento de la vida: escuchar por primera vez cosas que, sin embargo, siempre habían estado ahí. El milagro de la voz atrapada para siempre, el del presente eterno, el de la suspensión; del tiempo en el taxi, de una voz en un momento, en una grabación.
RP