“Es un silencio impresionante, solo se quiebra con el ruido de estos pesados elementos de guerra”, reporta en la mañana del martes 11 de setiembre de 1973 el periodista de la televisión nacional, Jaime Vargas. Hablar del “silencio impresionante” era un contrasentido y mucho más cuando, aquel día, la “guerra” estaba en el aire, lo atravesaba. Se cumplen 50 años del derrocamiento de Salvador Allende. Acaba de salir a luz un registro fílmico inédito del momento en que los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea disparan cuatro veces sus cohetes Sura P3 contra el Palacio de la Moneda. No se sabe quién fue el camarógrafo. El material había sido llevado a Alemania inmediatamente después del golpe militar. Lo cierto es que su toma, de escasos segundos, ofrece una nueva perspectiva del ataque que no se conocía. Las imágenes son silentes. Sin embargo, podemos (si existe la predisposición) escuchar esas explosiones. Ya estaban adosadas en nuestra memoria sonora. Vienen de otras películas que incluyen el soundtrack de esa espeluznante embestida desde el cielo.
Allende se había acostado el lunes 10 con las peores intuiciones. Le habían informado que ninguno de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas contestaba las llamadas telefónicas El anticipo del rugir de los Hawker Hunter.
Aquel martes 11, llegó a la Moneda, protegido por el Grupo de Amigos del Presidente (GAP), como se llamaba la escolta cuyos integrantes provenían del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Allende llevaba consigo una AK soviética. Se la había regalado Fidel Castro. A esa hora, los militares seguían sin reportarse. Allende se dirigió al país a través de las radios Corporación, Portales y Magallanes. Habló de “un levantamiento” de la Marina “en contra del Gobierno, del Gobierno legítimamente constituido”. Eran las 7:55 y todavía se aferraba a una última e ilusoria esperanza: el Ejército, o al menos sus unidades principales y el comandante en Jefe, Augusto Pinochet, los “soldados de la patria”, estarían del lado de la legalidad.
A la par se ocupa otra zona del espectro radiofónico. “Augusto escuchando, Augusto escuchando”. Pinochet, el general supuestamente “legalista” que se suma a la conjura apenas horas antes, se comunica con el vicealmirante José Toribio Merino. El asedio está en marcha. “A la Moneda es más fácil asaltarla”, le dice el marino. No se sabe la hora exacta de esa conversación matinal que funciona en contrapunto con Allende. El presidente vuelve a llamar a Radio Corporación a las 8:15 para confirmar la insurrección naval. Califica al golpe de “fascista” y pide a los chilenos que “estén atentos” en sus sitios de trabajo “escuchando” las instrucciones “que les dé el compañero presidente de la República”.
Quince minutos más tarde, el Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea y Carabineros, la policía militarizada, muestran sus verdaderos rostros. Ya no hay más incógnitas sobre Pinochet. Decidieron deponerlo por destruir la unidad nacional al fomentar “artificialmente una lucha de clases estéril”. Allende responde a las 8:45. El tono de su voz no se modifica. Habla pausado. La ciudad todavía se espabila y comienza a dibujar la curva dramática del adiós. “Que lo oigan, que se les grabe profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera”. Dice no tener otra alternativa. “Solo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo”.
Las direcciones de los partidos de la Unidad Popular escucharon juntas esa alocución en el cordón industrial de Santiago. Estuvo ahí también Miguel Enríquez, el líder del MIR. El encuentro puso en escena la impotencia de la izquierda. Presagiaba un Vietnam, en palabras del dirigente socialista Carlos Altamirano, y apenas pudieron resistir a los conjurados. Las tentativas en algunas poblaciones y universidades fueron testimoniales.
La historia registrará cinco intervenciones de Allende, hasta que lo callan. Cada una, un capítulo de la tragedia que se manifiesta de manera creciente. Son las 9:03 y el “compañero presidente” advierte algo sobre su cabeza. Se lo informan los oídos. “Pasan los aviones”. Sabe que dispararán. Asume no obstante su holocausto. Cree que, más allá de su inmolación, la derrota no será definitiva. “La historia no se detiene ni con la represión ni con el crimen”.
Los aviones destruyen las torres de emisión de Radio Portales y Radio Corporación. Solo queda Radio Magallanes. Levanta el teléfono a las 9:20. Sabe que no habrá otro contacto. “El metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes”. Tremenda sonoridad de esa figura retórica. Dice no tener “amargura” sino “decepción”: los golpistas, está convencido, sufrirán el castigo “moral”. Acusa también “al imperialismo, el capital foráneo y la reacción” de llevar a Chile al abismo. “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente”. Agradece la lealtad y la confianza que le tuvieron. Se considera apenas el “intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra de que respetaría la Constitución y la ley y así lo hizo”. Son sus últimos instantes. “Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores”. Llama a “defenderse, pero no sacrificarse”, no “dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse”. Abriga la certeza de que “mucho más temprano que tarde de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.
A partir de las grabaciones capturadas por un radio operador aficionado sabemos que la Marina propone sacar a Allende del país en un avión, ofrecimiento que rechaza. “Rendición incondicional”, exige el converso Pinochet. “Bien, conforme. Rendición incondicional y se le toma preso, ofreciéndole nada más que respetarle la vida, digamos”, dice Carvajal. Y dice Pinochet: “enseguida se le va a despachar para otra parte”. “O sea – le dicen- que se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país”. Pinochet, con su voz aflautada, como la de Franco y López Rega -pruebas elocuentes de que el terror no puede ser asociado solo a los registros vocales graves- ofrece su primera muestra de extrema crueldad. “Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país…, pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”. Festejan una broma tan cierta.
Allende reúne a las 10 de la mañana a sus ministros y colaboradores. Les agradece el compromiso. Que se vayan de La Moneda, pide, los que no portan armas. La defensa del palacio presidencial es casi artesanal. Allende dispara. Los Hawker Hunter horadan los muros. Lanzan gases lacrimógenos. Los soldados comienzan a entrar a La Moneda. Muchos se rinden y salen en fila india. ¿Dónde está Allende? Allende se dispone a cumplir su palabra empeñada y se dispara en la sien. Una parte de su masa encefálica se pega sobre la pared. El general que lo encuentra reporta: “Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto”.
Algo más sobre el epílogo.
“Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha”, dijo también en su último llamado telefónico. La era de la UP estuvo atravesada por la música. Músicas. Víctor Jara fue uno de los autores que acompasaron el imposible tránsito pacífico al socialismo. Y pocas horas más tarde, sería llevado al Estadio Chile como prisionero. “¡Cuánta humanidad / con hambre, frío, pánico, dolor/ presión moral, terror, locura! / Seis de los nuestros se perdieron / en el espacio de las estrellas/ Un muerto, uno golpeado como jamás creí/ se podría golpear a un ser humano”. Jara escribió sobre un papelito ese texto. ¿Acaso pensaba que podría convertirlo en canción? El autor de “El derecho de vivir en paz” estuvo en las tribunas junto con otros miles. Allí lo torturaron. “Yo te enseñaré, hijo de puta, a cantar canciones chilenas, no comunistas”, le advirtió un verdugo. El 16 de setiembre encontraron su cuerpo en las inmediaciones del cementerio de Santiago: 44 impactos de bala. Jara era un rara avis por muchas razones. No solo por su relación con el teatro y la militancia, sino con el naciente rock chileno. “El derecho de vivir en paz” debe recuperarse a partir de ese vínculo. Lo acompañan Los Blops, una de las bandas más importantes de ese país a comienzos de los setenta. Lo que hacen tiene un trasfondo inequívoco. La canción termina con el sonido de la guitarra distorsionada, como si, en su leve torsión descendente, contradijera el mismo anhelo de la letra: paz.
El asesinato de un cantante popular no pudo sino estremecer al mundo. La muerte resuelve las tensiones entre el canto “socialmente comprometido” y el mercado que a la vez lo premia con aplausos y dinero. El mensaje amenazante -ciertos actos, ciertas enunciaciones frente al micrófono tienen su precio- se irradió más allá de la cordillera y, seguramente, tuvo sus efectos en Argentina. De otro lado, “El derecho de vivir….” es tan problemática en un sentido como la propia figura de Allende. Remite a un tiempo que, todavía no puede encontrar una síntesis superadora como lo pone en escena el Chile presente, bajo un predominio abrumador de los discursos de derecha y ultraderecha pese a la existencia de un Gobierno de izquierda (no olvidemos: Chile anticipó nuestro 76).
Cuando explotó primero en Santiago el estallido social, a fines de 2019, muchos artistas recuperaron aquella canción de Jara, pero con una rescritura. “El derecho de vivir/ Sin miedo en nuestro país/ En conciencia y unidad/ Con toda la humanidad”. Se había amputado el comienzo original: “El derecho de vivir/ Poeta Ho Chi Mi/ Que golpea de Vietnam/ A toda la humanidad”. Podría decirse, cuestión de pertenencia o eficacia (frente a la violencia, la posibilidad del disenso y el malestar). Pero en ese borramiento también se reproducían algunos de los problemas que reverberaron tras la asunción del joven presidente Gabriel Boric y en el marco del 50 aniversario del golpe.
Hablando de rescritura, hay algo de la actualidad chilena que podría ser observado como una nueva versión de La muerte y la doncella. La pieza de teatro de Ariel Dorfman se estrenó en 1990, cuando termina la era pinochetista. Merece resumirse en parte. Se cuenta en escena que Paulina Salas había sido víctima de una dictadura. La torturaron y violaron. A pesar de esa situación extrema, no delata a su novio Gerardo Escobar, quien se encuentra en la clandestinidad. Ellos se casarán. Deciden vivir más tarde en la costa. Un día, el esposo maneja su auto. Se le pincha una goma. Lo acerca su casa un desconocido. Roberto Miranda. Paulina reconoce esa voz. Es la del hombre que la había picaneado. No podía verlo (estaba tabicada) pero sí escucharlo. Llevaría en sus oídos ese indicio para siempre. Y, además, “La muerte y la doncella”, porque el tormento venía acompañado de aquel cuarteto para cuerdas de Franz Schubert. Dorfman postula por lo tanto una relación entre memoria y audición (una audición que audita, es decir, examina) que, por estas horas, se ha vuelto problemática. Como si las imágenes desconocidas del bombardeo fueran realmente silenciosas y obturaran la posibilidad latente de imaginar cómo sonó ese ataque despiadado. ¿A qué viene esto? Más de la mitad de los chilenos no quieren saber nada con el 50 aniversario. En mayo, al calor del triunfo de los pinochetistas en las elecciones para constituyentes de mayo, una encuesta de la consultora Mori daba cuenta que el 36% de las personas creían que los militares habían tenido razón en derrocar a Allende. A comienzos de mes, la firma volvió a auscultar a la sociedad. Apenas un 47,5% de los chilenos estimó que Pinochet fue un dictador. Un sondeo de Pulso Ciudadano previo a la conmemoración consigna que casi un 40% de los chilenos responsabiliza de lo ocurrido a quien fue la víctima: Allende. Gran parte de la sociedad, que no había nacido en 1973, se muestra incapaz de reaccionar perceptualmente como la Paulina de Dorfman al detectar la fuente sonora del mal (pasemos por alto lo que hace ella para que Miranda confiesa su condición de torturador). El presente chileno está atiborrado de discursos negacionistas y relativistas que saturan el éter. Los primeros, se apegan al relato de los vencedores de hace medio siglo. Los segundos no niegan lo sucedido, pero lo relativizan. Se amparan en el contexto histórico: el “cáncer marxista”.
En sintonía con el aniversario se ha publicado en Chile Allende, la izquierda chilena y la Unidad Popular. Lo escribió Daniel Mansuy. Es un filósofo de 48 años y viene de una familia anclada en la política. Su abuelo, el almirante Ismael Huerta, fue ministro de Obras Públicas y Transportes de Allende. Tras el golpe se desempeñó como embajador representante permanente de Chile ante las Naciones Unidas. Mansuy no se considera de izquierda. Sin embargo, su ensayo fue leído, y mucho. De hecho, el propio presidente Boric lo recomendó públicamente. Se trata de un libro provocador. Mansuy cree que “no hemos terminado de comprender” a aquel “compañero presidente”. Allí “reside una piedra de tope inexpugnable de nuestra vida política”. Se le reprocha al autor no hablar de Richard Nixon ni Henry Kissinger. Tampoco de los conjurados internos, señalados en uno de los discursos finales de Allende. El autor asume esos agujeros negros. Se rinde ante el peso de su voz, esa voz que le habla a los chilenos el 11/9. “Si se quiere, el mejor Allende es (con distancia) el de las últimas horas. Su trayectoria política tuvo altos y bajos, momentos mejores y peores, grandezas y mezquindades, pero no había nada a esa altura”. Sostiene, no obstante, que “la vía chilena defendida por el mandatario socialista condujo a un laberinto sin otra salida que el suicidio”. Y lanza, de entrada, preguntas que la gestión Boric, por muchas razones, no pudo responder. “¿Qué significa ser heredero de Salvador Allende y quién puede ser digno de ese lugar? ¿Cómo convivir con esa efigie y las exigencias que implica? ¿Cómo evitar los riesgos simétricos de fosilización y de burda imitación? ¿Es posible ser allendista después de Allende?”. Desde esas interrogaciones es que aun tañe el metal de su voz.
AG