Santaolalla, última vuelta

12 de febrero de 2021 00:10 h

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Gustavo Santaolalla produjo un documental. Su tema es el rock latinoamericano de habla castellana. El producto tiene aciertos, en particular mostrar (aunque sea someramente) un mundo más ancho que el de las camarillas porteñas. Y tiene algunos defectos insalvables. El principal de ellos es no acabar de ser el documento que la enunciación del género fílmico en cuestión promete. Hubo innumerables críticas, en particular en las redes sociales. Ninguna rozaba esta cuestión, salvo la que escribió Abel Gilbert en este mismo periódico. Y es que lo que faltaba en la serie de Netflix faltaba, también, en los reclamos populares. Ni más ni menos que una voz crítica.

El principal error de Rompan Todo es que allí habla sobre eso llamado rock, sólo el rock. Y quienes lo criticaron argumentaron, en gran medida, que sobre el rock sólo puede hablar el rock y que –única diferencia en el planteo– Santaolalla no era suficientemente “del rock” como para poder hacerlo. La discusión pone en escena, por lo tanto, dos cuestiones. Una es qué es, o qué debería ser, un film documental. La otra es quién es Gustavo Santaolalla, cuál es su pedigree en el rock y si es cierto que ese sería un argumento a tener en cuenta a la hora de evaluar la mirada de un productor/ ideólogo sobre un determinado objeto cultural. Salvando las distancias se supone que nadie reclamaría fe pública de nazismo a quienes hicieran un documental sobre ese tema y que a nadie se le ocurriría que para hablar de los vikingos o de la poesía surrealista debería haber sobradas pruebas de sangre vikinga o surrealista en quienes lo hicieran. 

Ante un universo de implicaciones estéticas y sociales tan amplias y complejas como aquello que Netflix, al referirse a la serie dirigida por Picky Talarico, denomina “la historia del rock en América Latina”, hay una primera cuestión conceptual. Y una decisión que debería ser absolutamente clara: cuáles fueron los criterios para definir ese universo. En ese “poner junto lo que va junto” donde comienza cualquier trabajo de esa índole, por qué se puso lo que se puso y por qué se excluyó aquello que falta. Esa definición es, por supuesto, ideológica y, desde ya, no es necesario que esté expresada en palabras. Las imágenes, o mejor aún la música incluida, podrían hablar por sí solas. Pero en este caso no lo hacen porque parecen obedecer más a una simple cuestión de disponibilidad –o al mero azar o a eventualidades afectivas– que a una necesidad de claridad ideológica. Lo primero que Rompan todo no dice –ni muestra– es a qué llama rock. Y lo segundo –y esto sí ha sido suficientemente señalado en gran cantidad de comentarios– es a qué llama “América Latina”, un universo en el que es claro que se decidió incluir sólo el habla castellana pero en que los fundamentos de tal decisión no son expuestos en ningún momento.

El orden corporativo por el cual para hablar del rock hay que “entenderlo” y para hacerlo hay que ser del palo, obviamente acaba limitando en demasía las posibilidades críticas del análisis. Si la historia no son los hechos sino el discurso sobre esos hechos –lo que se incluye y lo que no, las contigüidades de los relatos, la confrontación entre unos y otros documentos– algo que resultaría imprescindible en una serie que se postula como “la historia del rock en América Latina” sería, precisamente, ese discurso. Sin él no hay historia. El documentalista puede elegir las maneras de incluir su voz. Puede hacerla expresa, desde el clásico off, que indica a las claras la mirada de un narrador, o a través del análisis u opinión de algún entrevistado. O puede dejar que los documentos hablen por sí solos. Como ejemplo de lo no hecho bastaría el momento en que Andrés Calamaro dice de Tanguito que “fue nuestro Syd Barrett”. Primera cuestión que el documentalista debería dejar claro: ¿Calamaro es quien explica la realidad o es parte de la realidad estudiada? ¿Su testimonio se incluye como análisis válido de un hecho en tanto era necesario que alguien estableciera el parentesco entre Tanguito y Barrett y se buscó su voz para hacerlo? ¿O su extraña, digamos caprichosa analogía entre ambos músicos es parte del objeto de estudio? Y, en ese caso, ¿quién lo estudia? Es decir, ¿quién hace el documental? Tanto en uno como en otro caso, la frase pasa sin comentario alguno. Hubiera bastado, eventualmente, que sonara, una junto a la otra, la música de Tanguito y la de Barrett. Eso hubiera alcanzado tanto para justificar a Calamaro –poniéndolo en el lugar del brillante analista capaz de descubrir similitudes que nadie hubiera imaginado– como para refutarlo, colocándolo ya no en la situación de quien mira por el microscopio, sino de quien forma parte del preparado que está en el portaobjeto.

Documento y documentalista son dos categorías que en la serie producida por Santaolalla se confunden. Y tal vez no se trate de una confusión extraña para alguien cuya principal destreza como músico de cine –una destreza que en dos ocasiones le permitió ganar el Oscar en esa categoría– no fue la composición, a la manera de Erich Korngold por su banda para Las aventuras de Robin Hood, en 1938, o, más cerca, Burt Bacharach para Butch Cassidy, en 1969, o Nino Rota para la segunda parte de El Padrino, en 1974, o John Williams para La lista de Schindler en 1993. Tanto en Secreto en la montaña (Oscar 2005) como en Babel (el mismo premio en 2006), las partituras de Santaolalla son mínimas. Apenas los hilos conductores entre otras músicas seleccionadas. Su arte, como musicalizador, es más el del disc jockey que el del compositor. Hasta podría pensarse que el mismo gesto estaba en sus orígenes con el grupo Arco Iris: un blues, una zamba, algo de jazz à la Coltrane en manos del valiente pero inexperto Ara Tokatlian, un poco de rock pesado y otro de música de los Apalaches (eso que se denominaba genéricamente como “folk americano”), una pizca de grupos vocales a la manera de los Huanca Hua o el Grupo Vocal Argentino (o los conjuntos escolares de folklore) y un toque de Piazzolla en algún que otro momento. Algo que, además, se ponía en escena convirtiendo el supuesto enfrentamiento entre rock “acústico” y “eléctrico” en tan solo un intervalo. El disc jockey Santaolalla no elegía entre ambos campos estilísticos (irreconciliables para parte del público) sino que los disponía en una primera y en una segunda parte de sus presentaciones.

¿Puede hablarse de falta de ideología? Por cierto no. Es, como en el caso de la personalidad, algo que siempre está. Aquellos “faltos de personalidad” tienen ese, precisamente, como rasgo saliente de su personalidad. Y la supuesta falta de ideología no es otra cosa que una ideología, desde ya. Pero se trata de una ideología muy poco interesante. De la misma manera en que el reciclado de una tradición anquilosada redundó en Café de los maestros y el remix del Piazzolla menos prestigioso, el de discos como Persecuta, de 1977, dio lugar al Bajofondo Tango Club, a Santaolalla, como documentalista, le falta la voz del documentalista. Hay, sí, y se agradece, una mirada donde caben otras zonas de la América hispana. Pero falta –sigue faltando– la historia. El discurso que interprete. De la misma manera que la historia del fútbol argentino no puede ser contada por un barra brava ni por los jugadores (ellos serán quienes provean los documentos), existirá una historia del rock (y elijo deliberadamente hablar de “una” historia y no de “la” historia) cuando el rock aporte los documentos pero el documentalista sea alguien capaz de leerlos, de interpretarlos, de ponerlos en contexto, de hacerlos contar su historia.