Opinión

Trabajo, salario y una utopía de Cristina que ya no es posible

18 de noviembre de 2022 20:14 h

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En su discurso de ayer Cristina F. de Kirchner planteó algunos temas nodales de la vida política, económica y social argentina: recomponer el pacto democrático que excluye la violencia como medio de acción política, lograr un acuerdo nacional sobre los temas más importantes para el futuro de nuestro país, reconstruir una justicia guiada por el imperio de la ley, limitar el poder de los sectores económicos concentrados, deconstruir la bomba del endeudamiento externo, recomponer la calidad educativa y el desarrollo científico-tecnológico, liberarnos del tutelaje de los organismos multilaterales de crédito,  recuperar el control civil de las fuerzas de seguridad, proteger los recursos estratégicos como los minerales, los hidrocarburos, el agua, las rutas del comercio internacional en el marco de un mundo conflictivo, con nuevas arquitecturas geopolíticas y situaciones desafiantes como el cambio climático, las crisis sanitarias y las guerras. La combinación de esos puntos configuran una visión estratégica del país que ningún otro dirigente puede enunciar.  Punto para Cristina. 

Otro de los aspectos que trató con particular atención fue la distribución del ingreso. Cristina mostró un gráfico que evidenciaba cómo la masa salarial tuvo picos superiores al 50% en la participación en el PBI durante los gobiernos peronistas y peronistas-kirchneristas. Asimismo, cómo el salario en dólares en 2015 constituía el más alto de la región. Podría agregar que el empleo asalariado privado como proporción de la población adulta total también tuvo sus picos durante los gobiernos de Cristina.  En cuanto a la pobreza y la indigencia, se puede ver con los datos de la ODS-UCA la disminución durante aquella década. Son datos objetivos de la realidad. Le guste a quien le guste. Otro punto para Cristina. 

Hay un aspecto, sin embargo, que me gustaría debatir. Se trata de su perspectiva del Trabajo. En su discurso, Cristina habló de utopías. Las utopías tienen un valor fundamental en la construcción de epos de un pueblo que necesita una refundación. Son como las estrellas que te guían en el camino correcto. Sin embargo, como ella afirmó, no se las puede alcanzar. El mundo utópico, por su propia definición, no existe. Veo que con la cuestión del trabajo, tanto Cristina como el resto de la dirigencia política de su generación, peca de una nostalgia utópica por el pleno empleo que les impide imaginar creativamente formas alternativas de trabajo para los sectores excluidos. Dicen que la existencia determina la conciencia, y esa generación vivió la movilidad social ascendente casi como un hecho natural: la hija de un colectivero podía ser abogada y llegar a presidenta. Nuestra generación vivió todo lo contrario, más allá de los años felices de la primera década de este siglo. El hijo de un abogado tenía más posibilidades de convertirse en chofer de uber que a la inversa. 

Tal vez por eso sea hegemónico y políticamente transversal a toda una generación ese imaginario en el que el sector privado, acompañado de políticas industrialistas adecuadas y una correcta orientación macroeconómica, permitiría que universalmente la gente tenga “trabajo y salario”. 

En efecto, al referirse al refuerzo alimentario para personas sin ingreso, Cristina puso el foco en la cantidad de personas entre 18 y 34 años que se habían inscripto. La mayor parte de ellas rechazadas por restricciones que a mi modo de ver fueron excesivas. Dijo entonces que en las dos puntas de la fragilidad, los niños y los ancianos, podían construirse políticas universales; pero que en la población adulta, la única política universal es “el trabajo y el salario”, es decir, el trabajo asalariado. Sostengo que esa afirmación constituye una expresión de deseos propia de quien vivió en carne propia los mecanismos de movilidad ascendente del siglo pasado. En mi opinión, se trata de una utopía nostálgica cuya enunciación es atractiva pero cuya realización efectiva no tiene viabilidad en este mundo cambiante que ella misma describió.  

Veamos los números. En Argentina tenemos treinta millones de personas en edad de trabajar. Según los datos de ANSES, sólo seis millones son empleados registrados del sector privado, otros tres empleados registrados del sector público. Otros veinte millones de adultos no tienen ingresos laborales propios o son monotributistas.  Seamos conscientes que apenas un tercio de la población adulta tiene trabajo con plenos derechos: estabilidad, cobertura de salud, jornada limitada, condiciones de higiene y salubridad, licencias por enfermedad, maternidad y paternidad, cobertura por riesgos de trabajo, sindicatos representativos con personería gremial y convenios colectivos de trabajo. 

Lo interesante del caso es que, desde la gran remontada 2003-2009 estos números apenas han variado durante los últimos años. El empleo privado registrado ha oscilado entre 5,6 millones y 6,3 millones desde 2009. Entre los últimos dos censos el empleo privado registrado no tuvo variaciones (2010 y 2022) mientras la población creció siete millones. El empleo público tampoco ha variado gran cosa: osciló entre 2,5 y 3,2 millones.

Lo que ha determinado las grandes variaciones en la tasa de desocupación se explica por dos modalidades laborales que adolecen de los derechos elementales: los monotributistas y los informales. A éstos dos grandes grupos podríamos sumarle los trabajadores de los programas sociolaborales que en general coinciden con los “monotributistas sociales”. Son estas las tres formas de trabajo que crecen y las tres comparten una característica fundamental:  la ausencia de los derechos laborales, en particular, de estabilidad y movilidad salarial. 

Cuando Cristina plantea el paradigma de la sociedad salarial lo hace generalmente en contraposición a los llamados planes sociales. Hay una obsesión nacional en torno a este subsector que no alcanza ni el 5% de la población en edad laboral cuando el verdadero problema radica en esa abrumadora cantidad de las trabajadoras y trabajadores argentinos que se encuentra en situación de informalidad laboral o bajo la precaria modalidad del monotributo (cat. a y b). Todo ello, sin contar realidades estadísticamente difusas como los tres millones de  llamados “inactivos” adultos, término peyorativo con el que se incluyen las tareas de cuidado generalmente realizadas por mujeres y estudiantes mayores de dieciocho años que en general, además, trabajan.  

Lo cierto es que según los números del SIPA y el Indec, la clase trabajadora está partida en dos. Por un lado,  trabajadores con derechos (asalariados registrados del sector público y privado) y por otro, trabajadores sin derechos (trabajadores informales, trabajadores de programas sociolaborales  y monotributistas). A efectos prácticos, les llamaremos en adelante sector A y sector B.

 La tendencia que vemos, lamentablemente, no apunta a la creación de once millones de empleos en el sector A que absorba a los más de once millones de trabajadores del sector B como plantea Cristina. Muy por el contrario, el sector B tiende a crecer mientras el sector A se estanca. Las políticas sociolaborales (“planes”) que intentan -bien o mal, con mayor o menor discrecionalidad, con mejores o peores resultados- abordar este problema, sólo “benefician” a una pequeñísima proporción del sector B. Claramente, estas políticas no son el problema, aunque tampoco una solución sustentable, digna y para todos. 

La cuestión, entonces, está mal planteada. No son planes vs. empleo. Si ésta fuera la disyuntiva, la respuesta es obvia ¿quién puede estar en contra de que todo argentino tenga oportunidad de insertarse laboralmente con plenos derechos en una actividad productiva? Nadie. Absolutamente nadie. Por eso, con mayor o menor sinceridad, con mayor o menor oportunismo, con mayor o menor grado de prejuicio,  todos los políticos, de izquierda a derecha, del liberalismo al peronismo, plantean “cambiar los planes por trabajo” obviando dos realidades: la primera es que la inmensa mayoría de ese 5% de  “planeros” son trabajadores en actividad, tanto estadística como empíricamente; la segunda, más significativa aún, es que los llamados planes representan menos una décima parte de la población trabajadora activa con problemas de empleo.  Si los planes fueran el problema, qué fácil sería la solución. 

Como habrá supuesto el lector atento, nuestra hipótesis es que el trabajo asalariado registrado no va a absorber a la totalidad de la población con necesidad de trabajar. Es triste, pero es real. Lo muestran todas las proyecciones estadísticas. No hay un sólo escenario proyectivo en el que tal cosa suceda. Desafío a los economistas a mostrar una proyección creíble de pleno empleo para los próximos diez años.  A los que planteamos este panorama, se nos acusa, por derecha, de promover la vagancia; y por izquierda, de promover formas precarias del trabajo. Para todos somos de una u otra forma una suerte de “pobristas”. Detrás de esa promoción de vagos y precarios, se nos adjudican las más viles intenciones: enriquecernos con la pobreza, acumular poder político a costa de la gente, dirimir disputas internas a partir del volumen de planes que “maneja” cada organización, querer institucionalizar la miseria, etc. 

Es muy posible que haya dirigentes que tengan malas intenciones como sin duda existe un pequeño porcentaje de personas que cobran “planes” sin cumplir los requisitos normativos. A ellos, si tras una investigación imparcial y justa de los hechos se les verifica algún delito o abuso de autoridad, todo el peso de la ley. Aunque lo que se ha visto hasta ahora son escándalos mediáticos y carpetazos para dirimir internas.

¿Cuál es el bosque? Los más de once millones de trabajadores y trabajadoras del sector B. 

Decía anteriormente que los trabajadores de este sector tienen muchos derechos conculcados, pero el principal es la inestabilidad y la falta de movilidad salarial. Es que los aumentos salariales derivados de la paritaria no los benefician y la falta de protección legal los mantiene en una situación de constante incertidumbre. Hemos visto, por ejemplo, que durante las restricciones de pandemia se perdieron aproximadamente 3 millones de puestos de trabajo en este segmento que se recuperaron ni bien las restricciones finalizaron; por el contrario, en el sector privado regía la prohibición de despido y el empleo registrado se mantuvo prácticamente estable.  Del mismo modo, podemos observar que los salarios del sector informal son los más castigados por el actual proceso económico porque sufren la inflación como todos pero no se benefician de los aumentos como el sector A. 

Entonces ¿qué hacer? La respuesta es pasar del trabajo sin derechos al trabajo con derechos o como dice la OIT pasar del trabajo informal al trabajo formal ¿Cómo se hace ésto? 

Sin lugar a duda, una parte del problema se puede resolver con la creación de empleo privado asalariado, la propuesta de Cristina. Pero de ninguna manera así se va a resolver todo el problema. Tenemos que pensar creativamente en otras resoluciones posibles. 

En el sector B existen al menos 2 millones de trabajadores no registrados que trabajan en PyMEs. El clásico trabajo en negro. Aquí es cuestión de policía del trabajo y en caso que la empresa no tenga capacidad económica para formalizar a sus trabajadores, apoyarla con políticas subsidiarias. 

Lo más importante, sin embargo, es pensar un esquema que garantice derechos básicos a los nueve millones restantes de los trabajadores y trabajadoras del sector B; nosotros tenemos muchas propuestas al respecto: el desarrollo de la economía popular mediante cooperativas, unidades productivas y grupos de trabajo para convertir el trabajo informal de subsistencia en trabajo formal comunitario; el salario básico universal para que ningún trabajador sufra los niveles de inestabilidad que caracterizan al sector informal; una política masiva de trabajo garantizado en actividades socialmente útiles. 

No digo que tengamos la razón, pero al menos son propuestas. Con repetir expresiones de deseo como “trabajo y salario” o la más marketinera de “pasar de los planes al trabajo” no resolvemos ningún problema fuera de los focus groups o la congruencia discursiva con un ideario que no se condice con la realidad. Repensemos porque de este asunto depende en gran medida el futuro de la Patria: como decía el gran Simón Rodriguez, “o inventamos o erramos”. 

Tal vez las organizaciones libres del pueblo, tan caras a la doctrina del General Perón, tengamos algo que aportar en el debate y la solución. 

JG