Si algo molesta de la memoria de la dictadura que con tanta tenacidad la sociedad argentina ha sostenido es la constatación de que no fue un hecho meramente militar. Costó años, pero se fue abriendo camino la evidencia de los amplios apoyos civiles que la hicieron posible. Hasta Videla colaboró con esa memoria. Los empresarios “se lavaron las manos”, nos recordó, resentido, al final de sus días: “Nos dijeron: ‘Hagan lo que tengan que hacer’, y luego nos dieron con todo. ¡Cuántas veces me dijeron: ‘¡Se quedaron cortos, tendrían que haber matado a mil, a diez mil más!’”. Los empresarios, la Iglesia, varias figuras del liberalismo y buena parte de la prensa debieron lidiar durante décadas con su incómodo pasado de colaboración. Año tras año se vieron forzados a renovar sus declaraciones de apoyo a la democracia y sus gestos de rechazo a la dictadura. El Nunca Más parecería un acuerdo sólido.
¿Lo es? Imaginar que sí nunca fue del todo fácil. Pero en el último lustro el deterioro de ese acuerdo básico que creíamos tener se volvió patente. Primero fue el ataque sistemático al movimiento de derechos humanos que encaró el macrismo y el penoso pedido de “memoria completa” al que se sumaron sus intelectuales. La justificación de la dictadura quedaba a un paso, que no tardaron en dar sus seguidores en las redes sociales. Pero más preocupante que la mirada sobre el pasado es la actitud permisiva sobre las amenazas que pesan sobre el presente.
Las actitudes frente al golpe de Estado en Bolivia son un buen ejemplo del tenue compromiso de nuestras derechas con la democracia. Aunque se trató de un golpe militar con todos los condimentos de los que América Latina conoce muy bien: un coro de figuras públicas –desde Mario Vargas Llosa al entonces canciller argentino– salieron a justificarlo. Todavía en estos días el encarcelamiento de la mandataria de facto que asumió tras el derrocamiento de Evo Morales motivó un insólito debate en la prensa argentina, que escamoteó las palabras adecuadas para nombrar lo sucedido: Jeanine Añez fue apenas una “presidenta interina” y fue “designada”, ya que no está claro que haya habido un golpe en absoluto. Y, además, Morales se la buscó.
¿Alguien duda de que esa total desaprensión por la democracia en el país vecino se repetiría en el nuestro, llegado el caso? Si es aceptable que en Bolivia las Fuerzas Armadas pidan la renuncia de un presidente que debe huir temiendo por su vida y que coloquen ellas mismas la banda presidencial a una sucesora designada de manera irregular ¿por qué no sería aceptable también en Argentina? Podría agregarse como evidencia igualmente preocupante la permisividad o incluso aliento a otras interrupciones del orden democrático menos flagrantes, pero igualmente obvias, como las que desplazaron del poder a Fernando Lugo y Dilma Rousseff, la que impidió la candidatura de Lula por una conveniente sentencia a prisión que se sabía amañada y otros ejercicios del lawfare por el estilo.
A esto habría que sumar que comienzan a escucharse voces, validadas como legítimas en el debate público, que piden abiertamente terminar con la democracia, algo impensable hace apenas diez años. Por caso, una figura del liberalismo argentino viene haciendo toda una campaña para “deslegitimar la democracia” (es literal), sistema que da una intolerable soberanía a las mayorías y conspira contra el único poder legítimo: el del mercado. De la agitación en Twitter pasó a la prensa nacional sin que nadie se alarmara.
Si abrimos la lente vemos que el fenómeno se replica en otras latitudes: Trump lanza una turba a tomar el Capitolio, Bolsonaro amenaza con cerrar el Congreso manu militari... El comienzo de nuestra década será recordado como el momento en el que el liberalismo autoritario (no, no es un oxímoron) salió del closet.
Es evidente que hay sectores que juegan el juego democrático no por compromiso con el derecho de las sociedades de autogobernarse, sino apenas por la inconveniencia de abandonarlo teniendo las cartas ganadoras. Pero la tentación de desconocer las reglas del juego se les nota ni bien alguna mano les trae cartas adversas. Y no es como en el Chile de 1973, cuando patearon el tablero tras la decisión democrática del pueblo de marchar al socialismo. Su impaciencia se activa hoy apenas por un impuesto que sube o por algún derecho colectivo que se niega a desaparecer con la velocidad esperada (no mucho más, por otro lado, es lo que han pasado a llamar “el comunismo”, como para justificar sus alarmas).
Frente a este corrimiento del escenario político, que coloca la dictadura como una posibilidad más y bien real dentro de un degradé de formas de suspender o tutelar la democracia que incluye también golpes parlamentarios, aprietes financieros, juicios espurios y acoso mediático, muchas voces progresistas giran en el vacío. No sólo no registran el riesgo: por momentos, parecen negarlo activamente. El problema se les aparece como algo meramente institucional: como si todo se redujese a una cuestión de formas, la lectura de clase de los sucesos políticos brilla por su ausencia. Las relaciones de poder por debajo y por encima de las reglas de un juego democrático amañadas y siempre precarias queda fuera del radar. ¿Brasil? No hay golpe si el mecanismo de remoción se acomodó a la letra de alguna ley. ¿El juez Moro? Apenas un honesto paladín contra la corrupción. ¿Bolivia? No hay dictadura si no es uniformado el que se sienta en el sillón. ¿El lawfare? Una teoría conspirativa. No hay intereses políticos, geopolíticos ni sociales que amenacen la democracia. El problema es en todo caso que “los políticos” de cualquier orientación tratan de torcer las reglas cada uno en su favor. Si, en cambio, todos hacemos bien los deberes y respetamos las instituciones, todo saldrá bien. Hay que olvidar las asimetrías de poder y evitar los antagonismos divisivos.
Frente a la fragilidad de nuestras democracias nada peor que sostener acríticamente la ilusión de un fair play que sólo se sostiene barriendo bajo la alfombra un hecho que, por el contrario, deberíamos debatir con todas las letras: que los jugadores no son todos iguales, que las derechas se apoyan en (y son sostenidas por) intereses de clase y geopolíticos estructuralmente hostiles a la soberanía popular y que juegan con naipes marcados y con reglas que de todos modos tuercen o suspenden a su antojo. No alcanza (y es equivocado) plantear que el futuro de la democracia depende de una simple cuestión de cultura política, de una ética del apego a las normas en la que la responsabilidad última y primera, para todos, fuera dar el ejemplo. Nada más favorable al ocaso de la política democrática que convertirla en un debate abogadil y olvidarse de sus aspectos sustantivos.