Finalmente vi Perfect Days, la aclamada película de Wim Wenders sobre un japonés que limpia baños públicos y escucha Lou Reed, y no sé bien qué pensar. Me pareció preciosa, en principio: es cine, está bien hecha, bien escrita, las escenas son dulces, los actores increíbles. Pero hay algo de la nostalgia de la película que no solo se siente melancólico: se siente condescendiente.
Creo que puedo decir eso con cierta seguridad porque yo misma participé de esa condescendencia los primeros días después de ver la película, y solo cuando empecé a pensarla un poco más de cerca empecé a sentir como una suerte de vergüenza. Pero empiezo, entonces, con esa primera impresión, que entiendo que es la que Wenders quiso generar. Perfect Days tiene algo de homenaje a una época en que el trabajo se entendía como un medio de subsistencia (igual que ahora) pero, también, como una forma de inserción en el mundo: proveer un servicio como un modo de hacerse sujeto, de vincularse con otras personas, de sentirse útil e importante, obtener a la vez un sentido de pertenencia comunitaria y de responsabilidad individual.
Creo que es eso último, la posibilidad de esa conjunción de valores que hoy parecen pertenecer necesariamente a campos ideológicos enfrentados (quienes creen en la responsabilidad individual desdeñan el concepto de lo colectivo, y viceversa), lo que muchos miramos con nostalgia en ciertas representaciones sigloveintistas de la vida y el trabajo. Nunca tengo tan en claro cuánto de esta imagen del pasado es verdad y cuánto es romanticismo; sobre todo, creo que esta manera de pensar es una típica mirada de académico o de artista sobre los trabajos que no son ni académicos ni artísticos. Proyectamos la ansiedad que nos dan nuestras vidas llenas de ambición sobre vidas que imaginamos más tranquilas o auténticas porque parecen carecer de ella.
Pienso, entonces, en las dos añoranzas que esta fantasía implica: la de un mundo laboralmente más estable por un lado, por supuesto, pero también la de una psiquis menos ambiciosa, una subjetividad menos basada en la inquietud y el progreso permanente como motores vitales
Perfect Days es, en algún sentido, el ejemplo más cabal de esa proyección: un tipo que limpia baños, que es feliz con eso, que vive muy solo y en sus ratos libres escucha la música que escuchamos los hipsters de la cultura, lee los libros que creemos que leeríamos si nos sobrara el tiempo y hasta saca fotografías analógicas (quizás esta es la parte que me resultó más inverosímil: toda la gente de sesenta años que conozco hoy está fascinada con las posibilidades de un celular para sacar fotos sin toda la parafernalia de los rollos y el revelado, que solo les interesan a mis amigos de veinte). Como si fuera poco, el personaje de Takashi (el joven colega que hace su trabajo sin cuidado y divide su tiempo entre idiotizarse con el celular y tratar de que le preste atención una chica más seducida por la calma zen del protagonista que por su evidente trastorno de ansiedad) te ofrece dos posibilidades relativamente cómodas: o bien identificarte con el protagonista y mirar desde arriba al chico joven, o bien identificarte con el chico joven y salir de Perfect Days como uno sale de las películas del Holocausto, pensando que esta vez sí vas a acordarte de valorar la vida y saborear cada privilegio de tu presente.
Pero quizás, así como las películas distópicas hablan más de las ansiedades del presente que de cualquier predicción del futuro, la gracia de Perfect Days radique no en hablar de un pasado real, sino de nuestros miedos y angustias actuales. Conscientemente o no, la película representa nuestras fantasías sobre qué significaría vivir una vida más atenta al hoy, una vida que se trate de pequeños placeres más que de oportunidades, de habitar el mundo que a uno le toca más que de planificar cómo protegerse para que el que quizás le toque.
La vida de Hirayama, el protagonista de Perfect Days, es precaria en un sentido (tiene una casa sencilla en la que ni siquiera tiene su propio baño), pero bastante poco en otro: es predecible, mitad porque claramente parece tener cierta estabilidad laboral como servidor público (cosas de otra época) y mitad porque él tampoco está pensando en cómo conseguirse otro trabajo o irse a otra parte. Pienso, entonces, en las dos añoranzas que esta fantasía implica (porque me parece más útil en el fondo pensar a un señor de sesenta que limpia baños y colecciona cassettes cual veinteañero de Chacagiales como una fantasía que preguntarme si hay algo verosímil en el personaje, cosa que en el fondo es irrelevante): la de un mundo laboralmente más estable por un lado, por supuesto, pero también la de una psiquis menos ambiciosa, una subjetividad menos basada en la inquietud y el progreso permanente como motores vitales.
Entiendo lo primero, por supuesto: no andarse preguntando si una va a poder tener cubiertas sus necesidades básicas el mes que viene solo tiene ventajas. Sobre lo segundo me hago algunas preguntas: ante todo, quizás, por qué idealizamos una quietud zen que se parecería casi a una depresión clínica como si fuera la única alternativa a las vidas híper estimuladas y organizadas en torno del consumo que llevamos; por qué pensamos que la cura para un deseo hipertrofiado sería vivir como amebas, y no aprender, en cambio, a darle un foco a todo ese impulso vital disperso que nos tiene con las neuronas tan rotas.
TT/MF