En el poema III de Trilce, el que más me gusta de Vallejo y el que de manera cíclica olvido y vuelvo a recordar, la voz de un niño-adulto invoca a sus hermanos en un tiempo de infancia que se mezcla con el presente. El desamparo es total:
Las personas mayores
¿a qué hora volverán?
Da las seis el ciego Santiago,
y ya está muy oscuro.
Madre dijo que no demoraría.
Aguedita, Nativa, Miguel,
cuidado con ir por ahí, por donde
acaban de pasar gangueando sus memorias
dobladoras penas,
hacia el silencioso corral, y por donde
las gallinas que se están acostando todavía,
se han espantado tanto.
Mejor estemos aquí no más.
Madre dijo que no demoraría.
Los muertos, según la filósofa belga Vinciane Despret, son máquinas de generar relatos. Poemas, películas, novelas, memorias. Los muertos piden, reclaman; a veces, incluso, aparecen. Hay gente que los ve. Se expresan también en sueños e irrumpen en el cuerpo de maneras impensadas. Están en los pequeños rituales cotidianos o permanecen enmudecidos, por obra de la pena inmensa de quienes quedamos acá. ¿Qué hacemos nosotros, los que sobrevivimos, con los muertos? Es una gran pregunta para todos los que perdimos a alguien.
La respuesta más obvia, desde el siglo XIX hasta acá, es que debemos hacer el trabajo del duelo. Es casi una prescripción, escribe Despret en A la salud de los muertos (Editorial Cactus, 2021). En la cultura moderna, los muertos parecen existir solo para ser olvidados. Los vivos tenemos que deslindarnos de ellos y seguir con lo nuestro; olvidarlos un poco, despegarnos de ese objeto y su oscuridad y encontrar razones nuevas para vivir. Pero también puede suceder que estos muertos, desprovistos de cualquier cuidado, se desvanezcan en la nada y por fin mueran completamente, porque se les ha negado existencia. Una existencia, claro está, que no tiene nada que ver con el hecho de que ya no caminen junto a nosotros en la Tierra.
Un día me desperté y me di cuenta de que ya no recordaba la voz de mi hermana Manuela, que murió en un accidente doméstico cuando tenía seis años. Podría haber recurrido a algún documento para recuperarla: seguramente hay videotapes de cumpleaños infantiles adonde ir a consolarme. Su voz desapareció, y el proceso de desintegración fue tan paulatino que no pude hacer nada para detenerlo. Una muerta se me había escurrido entre las manos. Se había borrado del lenguaje familiar también, y su memoria estaba en peligro.
Mi hermana fue siempre la cicatriz que horadó mi vida. Su figura estaba bastante desdibujada en mi cabeza: esa herida en mí era su única forma de existencia. Pero hacía tiempo que mi muerta me reclamaba algo más —un acto—, cosa que recién entendí cuando terminé de escribir Parte de la felicidad. Mi hermana me pidió que la alojara, que le diera lugar y palabra, que reanudara nuestra conversación, que quedó trunca el 20 de septiembre de 1992. Escribí este libro en una especie de trance, dialogando con ella y llorando por cada letra que tipeaba en mi computadora.
Después de todo, somos los deudos los que ayudamos a nuestros muertos a convertirse en lo que son. Dice Despret: “Si no los cuidamos, los muertos mueren totalmente. (…) La tarea de ofrecerles un «plus» de existencia nos corresponde. Este «plus» se entiende, ciertamente, en el sentido de un suplemento biográfico, de una prolongación de presencia, pero sobre todo en el sentido de otra existencia. (…) Los muertos piden que los ayudemos a acompañarnos; hay actos que realizar, respuestas que dar a ese pedido. Responder no solo consuma la existencia del muerto, sino que lo autoriza a modificar la vida de quienes responden”. La escritura de Parte de la felicidad fue un acto para mi hermana, un acto que yo entiendo como curación, pero en el sentido etimológico de la palabra cura: cuidado, preocupación amorosa, afán, obra, trabajo.
La escritura de "Parte de la felicidad" fue un acto para mi hermana, un acto que yo entiendo como curación, pero en el sentido etimológico de la palabra cura: cuidado, preocupación amorosa, afán, obra, trabajo.
Con este cuidado recuperamos su existencia. Los muertos existen como existen los árboles, las ciudades y el amor, aunque ya no estén acá. Existen porque les hacemos lugar, les preguntamos qué necesitan, los reclamamos para nosotros. Podemos hablar con ellos. Empiezan a tener efecto en nuestra vida.
Ya no tengamos pena. Vamos viendo
los barcos ¡el mío es más bonito de todos!
con los cuales jugamos todo el santo día,
sin pelearnos, como debe de ser:
han quedado en el pozo de agua, listos,
fletados de dulces para mañana.
Aguardemos así, obedientes y sin más
remedio, la vuelta, el desagravio
de los mayores siempre delanteros
dejándonos en casa a los pequeños,
como si también nosotros
no pudiésemos partir.
Aguedita, Nativa, Miguel?
Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
No me vayan a haber dejado solo,
y el único recluso sea yo.
Pienso que tal vez en el poema de Vallejo siempre estuvo la clave, aunque yo recién me di cuenta de esto treinta años más tarde. Hacia el final, la invocación infantil se convierte de manera sutil en un llamado huérfano desde la adultez, en un cierre de cuentas que recupera a sus hermanos para sí, les da existencia. Nada de esto es sin angustia: somos los últimos reclusos, los que no pudimos —o no quisimos— partir.
DG