El año pasado pasé la primera mitad del año en la casa de mi madre. Este año, pasé esta última semana en la casa de mi madre. Mismo momento del año, otoño similar, sensación opresiva también, otra, pero parecida.
Una de estas mañanas miro por la ventana de la cocina. En la casa de enfrente barre las hojas Silvina, la hija de Miguel. Silvina era joven cuando nosotrxs niñxs. Ahora es una mujer adulta, como yo. Barre las hojas que dejó la tormenta junto a un hombre de su edad. Hace rato ya que Silvina no vive acá. Lo comento. Me dice mi madre que volvió a mudarse desde que murió Miguel. ¿Cómo que murió Miguel? Claro, que murió Miguel, que cómo que no lo sé. Y que no, que no lo sé, que ni siquiera sabía que estuviera mal. Me cuenta mi madre entonces que lo operaron de un tumor en el cerebro, que salió de la operación, que volvió a su casa, pero que algo se complicó, que volvió al hospital, que se infectó con algo, que no sobrevivió. Pero ¿cuándo, cuándo? Si hace un par de meses aún lo veía andar por ahí, recibir el delivery en la puerta, hablar con las vecinas, salir con el auto para ir a visitar a su mujer al geriátrico, Miguel. La casa, ahora, sigue funcionando: Silvina barre las hojas con su pareja, le puso macetitas a las ventanas y una mediasombra a la terraza. Los sobrinos de la casa de adelante siguen saliendo rigurosamente en las horas de comida, a recibir las bolsas del delivery de turno.
Este nuevo otoño viejo en este mismo lugar, aunque Miguel ya no esté, trae el año pasado, como atrapado entre las paredes de la casa familiar en provincia.
Este nuevo otoño viejo en este mismo lugar, aunque Miguel ya no esté, trae el año pasado, como atrapado entre las paredes de la casa familiar en provincia.
El año pasado, durante los meses de la cuarentena más estricta, intenté, entre otras cosas, aprender a meditar. Consulté con amigues que lo hacen, investigué un poco en internet, me propuse emprender la práctica sin demasiada exigencia o ambición. Preguntarle a alguien qué hace o qué le sucede al meditar es casi como querer saber cómo se hace para vivir. Preguntarle a una amiga, ¿y vos cómo hacés para vivir? Como si algo de lo que esa otra pueda articular se pudiera después, en algún lugar, convertir en experiencia propia. Así y todo, algo en lo que insistían casi todxs es en la necesidad de dejar los pensamientos pasar: verlos pasar, contemplarlos pasar y que pasen, se vayan, no se instalen. Yo nunca pude hacer que se fueran del todo, ni cerca. En el mejor de los casos, continuaban ahí, en su lógica levemente aleatoria, vinculándose. En el mejor de los casos, tenía esa sensación de haber entendido algo, o asociado algo; recordado algo o acomodado algo. Creo que de nada de eso se trata la meditación, pero a mí esa sensación de pensamientos esponjados, puestos a desplegarse, ya me hacía sentir mejor. Aunque claramente tampoco se trate de eso la meditación, de sentirse mejor. ¿O sí? Cuando los pensamientos asomaban, de algún modo me gustaba que fuera así, que estuvieran, que me vinieran a visitar. Sentía que no decidía qué era eso que sobrevolaba y de algún modo eso le daba valor. “Parece que ahora me toca pensar en esto”, mirá vos. He pensado en tareas a cumplir, en amigues, en historias del pasado. Y el tiempo, la cantidad de minutos, aunque fueran siempre los mismos o parecidos, no resultaban nunca igual. Sentía culpa de colegiala frente a la idea de un maestre meditador que me juzgara por sentirme bien en compañía de pensamientos y no tener la capacidad o la voluntad suficiente como para vaciarme. En yoga me pasa similar, en cuanto al tiempo, y a los pensamientos también. Solo que ahí además se le suma la dimensión del esfuerzo. En los meses más álgidos de encierro había llegado a hacer yoga todos los días, creo que a muchas nos pasó. Llegué a practicar todos los días, alrededor de una hora por día. Pasó a ocupar un lugar central en mi día/vida.
Empecé a practicar yoga en el 2010, poco después de que muriera mi papá. Empecé yoga, terapia y me mudé, en el período de un mes. Las tres cosas quedaban, mágicamente, sobre la calle Velazco. La psicóloga la heredé de la misma amiga que me mencionó a Pema. Cuando la señora me pasó su dirección y leí “Velazco”, no dudé. El emisor de señales con todas las alarmas encendidas, las sonoras y las de luz. En ese momento empecé yoga por primera vez. Sobre Velazco también. No quería sentirme excesivamente mal por la muerte de mi padre después de una fea enfermedad y tomé cartas en el asunto. La terapia no duró tanto, el yoga se quedó. Lo practico desde entonces, siempre con intermitencias, paso también largos períodos sin practicar durante los cuales siento, sea por negación o vaya uno a saber qué, que sigo practicando. Me animo a decir que hago yoga aunque haga meses que no, no sé qué es esa extraña sensación. La práctica de yoga, como aquel consejo del maestro de Kung Fu, cada tanto pero siempre me da herramientas para mi vida cuando no estoy practicando. Cuando la profesora nos dice cosas, muy concretamente sobre el cuerpo, a veces esa información tan específica reverbera y quiere decir algo más. Si nos dice, por ejemplo, cuando estamos sencillamente parados en tadasana o postura de la montaña, que es el punto de partida para la mayoría de las posturas, siempre se puede crecer un poco más, mi corazón/pecho se ensancha y entiendo algo que me llevo para todo. Y eso que ella sólo se refería a la postura, o acaso no. O también, por ejemplo, algo muy revelador de las fuerzas opuestas: en la mayoría de las posturas hay que traccionar hacia lados opuestos. Extenderse hacia arriba con los brazos mientras se enraiza los pies en el piso. O, hacer una torsión con la parte superior del cuerpo mientras la inferior tiene que girar hacia el lado opuesto. O, que una parte de la pierna gire hacia un lado, mientras la otra hace una torsión hacia otro lado. Es enloquecedor esto y a la vez absolutamente revelador. Revela, entre otras cosas, que si la fuerza se ejerce toda hacia el mismo lado, sólo podemos caer.
Este verano un amigo me prestó Cuando todo se derrumba, de Pema Chödrön. No es que todo estuviera particularmente derrumbado para mí, pero una nunca sabe, y lo tomé casi como un gesto hacia mi amigo, y hacia otres más, que me habían hablado de Pema durante la cuarentena. Pema es una monja budista, norteamericana de nacimiento. El libro que me prestan está en inglés. Mi inglés leído no es tan fluido, tengo que hacer un esfuerzo más para entrarle. De todos modos el estilo de Pema es claro y accesible. Leo el libro entre gente, niñes, barullo. Ese ejercicio mismo de lectura es ya de algún modo parte del libro, de lo que me quiere decir. Tengo que hacer una suerte de ejercicio de meditación para aislarme de mi entorno, aunque esté ahí, y eso sumado al otro esfuerzo de entrarle al inglés. De a ramalazos, del mismo modo que cuando leo cierto tipo de poesía más críptica o filosofía no tan accesible, alguna verdad me roza. Y todo el esfuerzo de lectura vale la pena. Voy lento, me detengo, subrayo, pienso. Por momentos avanzo párrafos sin haber realmente prestado atención. Cuando me doy cuenta, vuelvo atrás. ¿Qué apuro tengo yo?
Pema habla del desapego, del duelo, de transitar el dolor, de algo así como abrazar el dolor, de no tenerle miedo, ni siquiera, al miedo. Y pone el énfasis, siempre y todo el tiempo, en la noción de práctica: no es algo que se alcanza, no es algo a lo que se llega, el bienestar, la felicidad, la meditación. Es algo que se practica. El budismo no es religión, el budismo es práctica, eso hace toda la diferencia entiendo. Nunca se llega a ningún lado. Cuando era más joven y practicaba Kung Fu uno de mis maestros me dijo una vez que no dijera que una figura me salía mal, porque eso implicaba que creía que alguna vez me saldría bien, y es así como no hay que pensar, en esos términos. Sale como sale en cada momento; sale lo mejor que puede salir según el esfuerzo y el contexto en un momento tal. Fue un consejo bastante revelador que me inclinó los cimientos de catorce años de formación en una escuela con pretensiones de alemana. Porque lo verdaderamente alemán de la escuela era sin duda, lo más progresista: maestres hippies de chancletas y medias que recorrían el país con sus familias a bordo de camionetitas Volkswagen con inodoro y todo adentro.
No es algo que se alcanza, no es algo a lo que se llega, el bienestar, la felicidad, la meditación. Es algo que se practica
No hay, entonces, a dónde llegar. Se avanza apenas, pero es que ni siquiera se trata de avanzar. Entiendo también que ambas, tanto la meditación como la práctica consciente del yoga, se proponen mejorar la salud y energía de uno como para emitir esa misma salud-energía al entorno y aportar lo menos posible a la polución. No sólo eso sino que además, con mucho empeño, no sólo no se empaña más el aire emocional sino que se lo limpia. Para una. Y para lxs demás.
RP