De repente, una voz nos ofrece el verdadero calado de una disputa cultural y política que agrietó en 1971 la relación entre el castrismo y el campo intelectual. Hablamos de la autoconfesión del poeta Herberto Padilla, una divisoria de aguas que a la distancia parece anecdótica y, sin embargo, tuvo una fuerza tectónica en la ciudad letrada. Durante años se conocieron apenas fragmentos de su testimonio -supuestamente contrito- ante representantes de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Después circuló el texto completo y, desde hace pocos días, pudimos escuchar y ver completamente a ese Padilla. La exhumación audiovisual de aquel episodio de hace 51 años provoca escalofríos. Esa situación inquisitorial, había sido recreada hace un año por un grupo de artistas disidentes, que leyeron en voz alta el discurso autoincriminatorio. Fragmentos de ese material vertebran a su vez el reciente documental de Pavel Giroud, El caso Padilla, que incluye a algunos testigos de aquel momento inaugural: el 71 no solo es el nombre de un recomendable ensayo de Jorge Fornet, subtitulado “anatomía de una crisis”. Supuso a su vez el comienzo en la isla del llamado quinquenio gris o negro. La disputa cromática se resuelve sin dudas hacia la segunda tonalidad si se presta el oído y también la vista a este documento fílmico.
Para asomarse a lo que ocurrió entonces hay que retroceder todavía más en el tiempo. Primero, a 1960. El 17 de abril de ese año arribó al puerto de Casilda el buque cisterna Andrey Vyshinsky. Sus primeras gotas de petróleo sacaron a la Revolución de un problema para llevarla a otro: en aras de defenderse del hostigamiento de Washington se aceptó, después de amagues de autonomía, el padrinazgo soviético. De esta manera, el nombre de Vyshinsky, nada menos que el fiscal de los Procesos de Moscú, como se conocieron las farsas judiciales de Stalin concluidas en asesinatos sumarios, aportó una simiente que excedía el flujo de crudo. El germen del caso Padilla había venido de ultramar y encontraría en los estalinistas cubanos un ecosistema apto para su reproducción. De hecho, el primer gran y decisivo incidente en el campo de la cultura tendría lugar un año después.
El petróleo soviético puso en funcionamiento una economía sometida a fuertes tensiones y, a la vez, facilitó una peculiar conversión. Así como el negro esclavo preservó sus creencias e identidad escondiendo el nombre sus Orishas debajo de las máscaras cristianas –Babalu-ayé pasó, por ejemplo, a llamarse San Lázaro, y Ochún, la Virgen del Cobre-, el cubano tuvo que recurrir al simulacro como forma de supervivencia. Unos y otros resultaron sujetos sincréticos, aunque solo el primero fue consecuencia de un proceso de sedimentación cultural entre africanos, criollos y españoles. En el segundo caso, un conflicto entre potencias vinculó a dos culturas difícil de compatibilizar. Resultó una asimilación contingente y artificial, aunque no menos conflictiva. El libreto que, de tanto repetirlo, muchos aceptaron como verdad, derivó en algunas prácticas que 1971 terminan de explicar cabalmente.
Y Padilla, ahí. Su muerte cívica e intelectual dejó heridas irreparables. El escenario punitivo comenzó a prepararse en 1968, el año de la Ofensiva Revolucionaria que se propuso construir el socialismo y el comunismo al mismo tiempo. Aquel año, Padilla, políglota y poeta con aires de enfant terrible, fuerte crítico en privado y a veces en público del “socialismo real”, había ganado el concurso de la UNEAC con su libro Fuera del Juego.
Los poetas cubanos ya no sueñan
(ni siquiera en la noche).
Mis amigos no deberían exigirme que rechace estos símbolos perplejos que han asaltado mi cultura.
(Ellos afirman que es inglesa.)
Cuesta encontrar desde el presente los sentidos que tanto irritaron al liderazgo castrista. En lo que respecta al mismo poema “Fuera del juego”, descubrimos un bajo coeficiente de optimismo, ironía, también, cierto distanciamiento, pero, ¿qué más?
¡Al poeta, despídanlo!
Ese no tiene aquí nada que hacer.
No entra en el juego.
No se entusiasma.
No pone en claro su mensaje.
No repara siquiera en los milagros.
Se pasa el día entero cavilando.
Encuentra siempre algo que objetar.
El poemario se publicó con una aclaratoria de la UNEAC. “¿A quién o a quiénes sirven estos libros? ¿Sirven a nuestra revolución, calumniada en esa forma, herida a traición por tales medios?”.
Entre la veleidad y el malestar genuino, Padilla se convirtió en sinónimo de la desafección, un referente desprejuiciado de quienes aterrizaban en La Habana para indagar sobre la marcha caribeña hacia el socialismo. Con ese propósito viajaron Rene Dumont, Hans Magnus Enzensberger y K.S. Karol. Hablamos de tres intelectuales de izquierda cuyos libros, Cuba, ¿es socialista?, El interrogatorio de la Habana y Los guerrilleros en el poder, provocaron ronchas de irritación. Dumont fue profético. Le había interesado demostrar “el precio elevado de la precipitación”, es decir, la tentativa de construir el socialismo y el comunismo al mismo tiempo. Dudaba, a pesar de los “caracteres originales” de la Revolución, de la posibilidad de “superar muy pronto los estímulos materiales” mientras, a la par, se otorgaban “muchos privilegios a su grupo dirigente”. Intentaba preguntarse “si la militarización de la economía posibilita el surgimiento de un cierto tipo de socialismo”.
El caso Padilla no puede dejar de analizarse, con esos libros en el fondo, como el detonador de una ruptura anunciada con parte de los intelectuales europeos y norteamericanos (basta revisar el libro de Rafael Rojas, Traductores de la utopía. La Revolución cubana y la nueva izquierda en Nueva York) que terminó arrastrando a parte de los latinoamericanos. Vayamos a los hechos: el poeta fue llevado de su casa por agentes de seguridad en abril a un centro de detención e interrogatorio. “El encarcelamiento de Padilla era la culminación de una escalada iniciada cuatro años”, señalaron en una carta pública a Fidel Castro nada menos que Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Fernando Claudín, Julio Cortázar, Jean Daniel, Marguerite Duras, el propio Enzensbeger, Jean-Paul Sartre, Rossana Rossanda, Jorge Semprún, Mario Vargas Llosa, Carlos Franqui, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, entre otros. “Tememos la reaparición de una tendencia sectaria mucho más violenta y peligrosa que la denunciada por usted en marzo de 1962”, le dicen.
Padilla permaneció más de un mes encerrado y recuperó su libertad para confesar sus antiguas felonías. Escucharlo y verlo estremece.
De estas actitudes, de estas posiciones, nunca me cansaré de arrepentirme mientras viva, nunca podré arrepentirme en realidad cuando he visto la cantidad de enemigos que vienen a nuestro país disfrazados de poetas, de teatristas, de sociólogos, de fotógrafos, de lo que sea posible… ¿Para qué vienen? ¿A ver, a admirar la Revolución?
Padilla se lamenta luego de sus “torpezas” y “errores”, motivados por “el deslumbramiento por las grandes capitales, por la difusión internacional, por las culturas foráneas”. Dice que, a pesar del cansancio, está frente a sus colegas porque quiere hablar y “liberarse de un pasado” que le pesa“. Ha hablado casi una hora cuando sucede algo que la letra impresa nunca ha permitido constatar en su dimensión. Padilla va más allá de infligirse la humillación: deviene otro. Nos habíamos referido antes al simulacro y la santería, el juego de máscaras como modo de supervivencia. Hacerse pasar por otro o serlo por unos instantes. En los toques de santo, el ritual de la comunidad afrocubana, por muchos años clandestino o semi tolerado, el frenético repicar de los tambores habilita a que a los participantes se le monte una deidad y que, en virtud de sus atributos, femeninos (la citada Ochun, por ejemplo) o masculinos (Changó, el orisha del trueno, pongamos), los afectados comiencen una suerte de performance mimética basada en la reproducción de gestos y movimientos propios de la figura invocada. El toque habilita esa transformación.
A Padilla, si seguimos su protocolo, no se le montó un santo venido con los barcos esclavistas sino el mismo dios estatal: Fidel Castro, acompañado tal vez de otro fantasma, el propio Vishinsky. ¿Se dejó montar? ¿Fue una venganza tan secreta como sutil? ¿La urdió conscientemente con el único consuelo de ser redimido por la historia? Lo cierto es que el poeta se apropió de inflexiones retóricas y ademanes del líder, repitió la coreografía de sus brazos, con ese dedo índice que enfatizaba en el aire la perorata. ¿Qué nos dicen esos rasgos y el teatro acústico que emanó de su garganta? ¿Qué entendieron los escritores y artistas cubanos sentados delante suyo? ¿Había sido Padilla apenas mediador de una admonición, como en un toque de santo estatizado? Les recomiendo que vayan a YouTube, a partir del minuto 14.
Yo sé que hay muchos suspicaces –lo sé– que piensan, que piensan de un modo especial, singular, de un modo característico de ciertas zonas, de esta autocrítica hondamente sentida. Y yo me digo que peor para ellos si no comprenden el valor moral que puede tener mi conducta, que puede tener una autocrítica. Peor para ellos, para esos suspicaces, si no entienden, si no son capaces de comprender lo que significa que a un hombre que ha cometido errores se le permita la oportunidad de confesarlos, de explicarlos delante de sus compañeros y de sus amigos; peor para ellos, para esos suspicaces, si no creen en lo que yo estoy diciendo. Peor para ellos. Porque yo conozco, como muchos de ustedes, escritores revolucionarios que están aquí presente, y que han tenido que dar ese salto de fuego de las propias características tan negativas que constituyen ese ángulo enfermizo de la personalidad creadora. Si no comprenden, peor para ellos.
Padilla presta su cuerpo y su dedo apunta hacia el auditorio.
…estoy convencido de que muchos de los que yo veo aquí delante de mí mientras yo he estado hablando durante todo este tiempo, se han sentido consternados de cuánto se parecen sus actitudes a mis actitudes, de cuánto se parece mi vida, la vida que he llevado, a la vida que ellos llevan, han venido llevando durante todo este tiempo, de cuánto se parecen mis defectos a los suyos, mis opiniones a las suyas, mis bochornos a los suyos. Yo estoy seguro de que ellos estarán muy preocupados, de que estuvieron muy preocupados, además, por mi destino durante todo este tiempo, de qué ocurriría conmigo. Y de que al oír estas palabras ahora dichas por mí pensarán que con igual razón la Revolución los hubiera podido detener a ellos. Porque la Revolución no podía seguir tolerando una situación de conspiración venenosa de todos los grupitos de desafectos de las zonas intelectuales y artísticas.
El poeta encontró la luz durante sus conversaciones con los agentes de la seguridad.
La correlación de fuerzas de la América Latina no puede tolerar que un frente, como es el frente de la cultura, sea un frente débil; no podía seguir tolerando esto. Y si no ha habido más detenciones hasta ahora, si no las ha habido, es por la generosidad de nuestra Revolución.
Pero no se queda ahí. El lugar de la confesión inducida podía haber sido ocupado por los otros.
Veo en muchos de los compañeros que están aquí, cuyas caras están aquí, errores muy similares a errores de los que ye cometí. Y si estos compañeros no llegaron al grado de deterioro moral, de deterioro moral a que yo llegué, eso no los exime de ningún modo de ninguna culpa. Quizás entre sus papeles, entre sus poemas, entre sus cuentecitos existen páginas tan bochornosas como muchas de las páginas que felizmente nunca se publicarán y que estaban entre mis papeles.
En mayo se conoció una segunda carta de intelectuales a Castro: “Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede haberse obtenido por medio de métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias”. La suscribieron también esta vez Carlos Monsiváis, Pier Paolo Pasolini, Tamara Deutscher, István Mészáros, Alain Resnais, José Revueltas y Juan Rulfo. Cortázar y García Márquez se abstuvieron. ¿Lo habrían hecho de haber podido escuchar y ver esas escenas?
Los guerrilleros en el poder, el voluminoso ensayo del polaco-francés Karol, sigue siendo extraordinario. Lo terminó de escribir en 1969. Se editó dos años más tarde. En su prólogo a la edición italiana, de 1972, denunciaba el “enmudecimiento de las voces teóricamente más comprometidas” y que se nucleaban en la revista Pensamiento Crítico. El autor, marxista, en la línea de Isaac Deutscher, el gran biógrafo de Trotsky, expresaba a su vez el estupor por la situación que había atravesado Padilla y el tenor de una “sorprendente autocrítica” en la cual “se acusaba” a sí mismo “entre otras cosas de haber proporcionado información a dos conocidos agentes de la CIA”, el propio Karol y Dumont. “No es preciso decir que Padilla no hubiera podido procurarme información política ni aun en caso de necesidad: mis fuentes de información han sido los dirigentes cubanos, el propio Castro”. Lo que afloraba en la isla era la “antigua intolerancia” y la “incapacidad de algunos dirigentes comunistas para acoger una crítica o darle una réplica razonada, sin recurrir al viejo método de denunciar como enemigo –asalariado, a ser posible- a cualquiera que observe desapasionadamente su historia”. De hecho, Fidel, quien había llevado de la mano a Karol a numerosas de sus actividades, comenzó a hablar de los “escritorzuelos” europeos que, sin vivir las dificultades de la revolución cubana se atrevían a mirarla a distancia con pizcas de dudas.
La Cuba actual en nada se parece a la del 71 aunque los choques entre la cultura y el poder siguen obedeciendo a la misma matriz. A eso hay que sumarle que los dramas actuales son mucho más desgarradores. La militarización de le economía intuida por Dumont ha adquirido rasgos insospechados entonces: una coalición castrense y hotelera, el grupo económico y financiero Gaesa, maneja los resortes de un país que, en plena pandemia, destinó gran parte de sus inversiones a un sector turístico que nunca termina de ocuparse a pleno y desatendió con espíritu neoliberal a los sectores de educación y salud. A los intelectuales ya no les interesa el devenir del trópico entrópico. La voz recuperada de Padilla debería sin embargo obligarnos no solo a revisar aquella temporada siniestra sino a decir finalmente aquello que el pudor, el miedo a “hacerle el juego al enemigo” nos llamó a silenciar.
AG