“Guardo de un hombre grande, guerrero nacional que hoy tienen preso”, cantaba en pleno cambio de siglo Ricardo Iorio. La canción se llama “Cumpliendo mi destino”. Había sido escrita en homenaje al coronel carapintada Mohamed Alí Seineldín, entre rejas por levantarse en armas contra Carlos Menem. La voz de Iorio, cantante de V8 y luego de Almafuere, tiene la inequívoca marca del heavy metal. Una voz rota, aguardentosa, que se empasta con las guitarras distorsionadas de un género inaugurado por Iron Miden y Judas Priest.
Ese canto siempre en el umbral de la saturación y de escasos armónicos supo impactar en Javier Milei cuando probaba suerte con el rock pesado. Debería haber tenido a Iorio como referencia. Eran tiempos de aullidos frente al micrófono y que el sonido salido de sus entrañas se proyectara a través de la electricidad. Milei, defensor a ultranza de la propiedad (y la familia), tendió durante su campaña un puente hacia su pasado musical para darle empuje al programa más audaz de la ultraderecha argentina. Así se “apropió” de “Panic Show”, una canción de La Renga que comienza dice “yo soy el león/ rugió la bestia en medio de la avenida”. Allí donde debía escucharse “todos corrieron, sin entender”, un Milei emperifollado en cuero negro (ciertas reminiscencias de las indumentarias del fascio italiano), preservó la rítmica del texto, pero puso sus propias palabras: “corrió la casta sin entender”. La “casta” ha sido el tópico sofístico de su prédica. “Tiene miedo, la casta tiene miedo”, corearon a su vez los nuevos ultras, con la misma melodía que, dos años antes, había saludado la victoria electoral de Alberto Fernández: “Its A Heartache” es una canción de la galesa Bonnie Tyler, versionada luego por Rod Stewart.
Los libertarios también exhumaron un gingle de la dictadura para saludar a su líder. “Javi, mi buen amigo, esta campaña volveremos a estar contigo alentaremos de corazón al liberal que despertó a mi nación”, se cantó en lugar de “Bobby, mi buen amigo/ este verano no podrás venir conmigo/hoy escuché cuando papá/decía que esta vez no te podrá llevar”, cantaba un niño en la promoción veraniega de la policía bonaerense. Antes de ensalzar la figura del economista mediático, aquella melodía fue el soporte de las primeras marchas políticas tras la derrota militar en las Malvinas (“milicos, muy mal paridos/qué es lo que han hecho con los desaparecidos….”). Luego pasó por las tribunas de los estadios de fútbol.
Habría que señalar que los préstamos musicales en esta campaña previa a las PASO han tenido un sentido práctico de bajo presupuesto que en algo se emparenta con las parodias del hit parade de Todo por dos pesos, el programa de Diego Capusotto y Fabio Alberti que tematizó el derrumbe del delaurrismo. “Azul”, de Christian Castro, podía transformarse en “Majul”, por ejemplo. La campaña de Guillermo Moreno fue un despliegue de palimpsestos musicales. Desde la rescritura de “La Guitarra”, de los Auténticos Decadentes, a “La vida sigue igual”, de Sandro, hasta llegar al gingle de los productos Maroglio (“Moreno le da Perón a tu vida… mate, café, asado y pechito/ yerba, medialuna, pescado y vinito”).
Las melodías populares siempre están abiertas a ser abrazadas por nuevos textos, incluso antitéticos. Sus usos –y sus rescrituras coyunturales- son incontrolables al punto de alterar por completo los significados. ¿Cómo podría, de lo contrario, entenderse que “Todavía cantamos”, la canción de Víctor Heredia sobre el drama de los desaparecidos, pasará, fútbol mediante, a ser, décadas más tarde, la música del “juego de los parecidos” fisonómicos en el programa televisivo TVR? Lo sucedido con aquella canción es la regla de la trashumancia.
A través de “Born in the U.S.A.”, Bruce Springsteen habló sobre el desasosiego norteamericano post Vietnam. Nada impidió que la canción se convirtiera poco después en la música promocional de la candidatura conservador de Ronald Reaga. Después de escucharla, Charly García le dio una vuelta a ese tema: lo tomó como base de “Demoliendo hoteles”. En 1987, Nike lanzó un comercial que, dicen los especialistas, cambió el rostro de la industria de la publicidad. Su soporte fue “Revolution”, de los Beatles, una canción que requirió de dos versiones en 1968. En una se tomaba distancia de la protesta violenta que sacudía a Europa y Estados Unidos, mientras que la otra expresaba una ambigua simpatía. Casi 40 años después del aviso de Nike, el trumpismo se valió de la canción de Lennon y McCartney para lanzarse a la toma del poder. El ala extrema del partido republicano no tuvo tampoco reparos ideológicos en hacer sonar en sus actos “Hallelujah”, de Leonard Cohen, así como temas de Adele, Aerosmith, Elton John, Guns N' Roses, Neil Young, Prince, Phill Collins, Queen, Rhiana y The Rolling Stones, entre otros. Todos esos autores y grupos se quejaron de la succión indebida. Lo mismo hizo La Renga, después de que comenzara a circular en las redes el rugido de Milei. “Entre nosotros existen lazos y sentimientos, no queremos tener un disfrazado de amigo hablando de la libertad”.
La certeza de que todo lo que suena está disponible, no importa la historia de la canción y cómo construyó sus significados sociales, la puso también en práctica la ex vedette Cinthia Fernández, quien se postula también como aspirante de la derecha pura y dura al amparo de una canción patentada por Tita Merello. “Se dice de mí” es considerada por los estudios de género como parte de un temprano repertorio feminista. “Se dice que soy fiera, que camino a lo malevo/ Que soy chueca y que me muevo con un aire compadrón”, cantaba Tita. “Se dice que soy hueca/que el puesto no lo merezco/que mi culo es lo que ofrezco y nada tengo pa´decir”, imposta Fernández.
Suele decirse que la imagen de un político tiene también su constitución sonora. La reproducción técnica ayudó a darle dimensión musical a las aspiraciones de los votantes. Franklin Roosevelt lo hizo con “Happy Days Are Here Again” durante la campaña de 1932. John F. Kennedy recurrió a una versión de “High Hopes” que había popularizado Frank Sinatra. George H. W. Bush fue vendido al electorado al compás de “Don't Worry, Be Happy”, de Bobby McFerrin, mientras que Bill Clinton recurrió a “Don't Stop”, de Fleetwood Mac. Muchas veces las canciones originales van en contra de aquello que postulan los candidatos. Poco importa: la música se impone a la letra, y eso es lo que facilita los sorprendentes desplazamientos.
Es cierto que una elección de medio término suele ser más austera en el uso de la canción promocional. Pero hace tiempo que las campañas electorales argentinas carecen de subrayados musicales memorizables y, por lo tanto, capaces de participar de la disputa política. ¿Cómo retener la “cumbia de los luchadores” del FIT? Los autores, ante todo, bajan línea y esa severidad se da de bruces con el carácter de la misma música: los partidos tradicionales, cantan, “son minería, depredación, garantes de la contaminación, son la sequía, la inundación, son la burocracia sindical, son barrio cheto, deforestación, son los negocios inmobiliarios”.
Un ejemplo eficazmente extraordinario del poder de este instrumento de propagación que es la música tuvo lugar en México, en 2018, durante la carrera de Andrés Manuel López Obrador hacia la presidencia. El videoclip de “La niña bien” fue un revulsivo. “Aunque soy una niña bien/voy a votar por ya sabes quién”, dice la cantante del videoclip, sin nombrar nunca al candidato. Ella es Almudena Ortíz Monasterio, una suerte de Esmeralda Mitre mexicana, y hace saber, al ritmo de un regatón, su voluntad de abandonar las tradiciones familiares. “Padre, usted dirá que estoy loca/algo me provoca/el corazón no se equivoca/no puede ser/ya me cansé/ y sé que alguna vez pequé”. El personaje pertenece a la más rancia alcurnia, pero esta vez quiere optar por la centroizquierda. Los autores de la canción rescribieron la omnipresente “Despacito”, de Luis Fonsi y Daddy Yankee, en clave de la coyuntura electoral. El video comienza en una iglesia. Antes de la misa, Almudena se suelta el pelo, abandona la contrición y se confiesa: “escuchame, please, cambiemos el destino de nuestro país/papi no te quiero ofender así/pero lo de hoy es sacar al PRI”. El cura, los monaguillos y la feligresía se pliegan al baile. “Sacalo, sácalo Almudena/que no te dé pena/tu eres la buena y nadie te frena”, rapea el sacerdote mientras la niña bien se contonea. “El voto es como tu virginidad/no se lo des a quien defiende la impunidad”. El clip estalló en las redes sociales y un sector de la clase media alta hizo suya la esperanza de la cantante: “ojalá que no me cambien el Audi por un Chevy”.
En 1989, Hilton Acioli escribió la canción “Sin miedo a ser feliz” para el primer intento de Lula de disputar el poder en Brasil. “Lula Lá”, como se conoció en su momento, tuvo un impacto enorme y ayudó al candidato del emergente PT a llegar a la segunda vuelta. La canción fue originalmente interpretada por numerosos artistas, entre ellos Gal Costa, Djavan, Chico Buarque, Gilberto Gil y Beth Carvalho. Lula volvió a utilizarla en las elecciones de 2002 que le dieron finalmente la victoria. Ocho años más tarde, la melodía se puso al servicio de Dilma Rousseff. A veces las segundas versiones no son venturosas.
Lo concreto es que –mal que nos pese- casi todo puede reciclarse a la hora de cantar, más allá de los derechos de autoría. De eso se trata también el acto de interpretación. Como si fuera un remedo del personaje de Estrella distante, la novela de Roberto Bolaño, hasta el peligroso Milei pensó estéticamente y se valió de una premisa elemental del arte al dislocar un objeto ya cristalizado. Su “león” entró a la esfera virtual a negociar significados con el “león” de La Renga y se ganó otra cuota de la visibilidad que le prodiga el espectáculo, el verdadero ponedor del huevo de la serpiente. ¿Cantará pronto el himno, con sus correspondientes remiendos textuales y sin perder las afectaciones del metal pesado? ¿Cómo escucharíamos “Libertad, libertad” saliendo de su boca, ¿con cuánto espanto? Estuvimos a un tris de experimentar un anticipo de esa entonación por medio de “la garganta” del heavy argento. Iorio iba a cantar la canción patria antes del partido de Argentina contra Bolivia, prerrogativa esencialista que, llegó una vez a decir, lo aventajaba respecto de un judío. “Me censuraron porque me identifico con el escudo, la escarapela, las Malvinas y la Bandera”, se quejó.