En recuerdo de la asunción de Raúl Alfonsín hace 37 años, luego de la dictadura más sangrienta que conoció Sudamérica, cada año celebramos el 10 de diciembre como día de la democracia. Fue el de 1983 un momento de ilusiones intensas. Parecía que por fin se abría camino la democracia en un país que casi no la había conocido. La soberanía popular nos había sido más bien esquiva. El ordenamiento liberal que el país adoptó con la Constitución de 1853 estaba diseñado para poner límites al ejercicio de la democracia. Pero ni esa forma menguada de participación popular fue posible. Cuando, tras décadas de fraude, los liberal-conservadores perdieron el poder en 1916 sobrevino un largo período marcado por golpes de Estado que interrumpían breves experiencias de gobiernos apoyados en el voto. El de Alfonsín marcó un quiebre en ese escenario: desde 1983 el país ya no conoció dictaduras. Algo digno de celebrar.
Pero, en rigor de verdad, no se trató de un triunfo de la ciudadanía. Ni mucho menos abrió camino a una democracia sustantiva. Si los golpes militares se volvieron menos frecuentes en América Latina no fue porque el voto popular finalmente se hubiese vuelto soberano, sino precisamente por lo contrario: porque los resortes fundamentales del poder se le han escamoteado definitivamente. Nuestras democracias son hoy formas devaluadas de participación en un juego que define pocas de las decisiones fundamentales que afectan nuestras vidas.
No siempre fue así: cuando la idea democrática comenzó a abrirse camino en el mundo, las comunidades tenían un poder de decisión mucho mayor sobre varias esferas, especialmente la económica. Ese escenario fue cambiando en la segunda mitad del siglo XX. Por los Acuerdos de Bretton Woods (1944) se puso en marcha un nuevo orden financiero global, con el dólar como patrón de cambio. Nuevas instituciones estuvieron a cargo de asegurar condiciones óptimas para el flujo del capital. El FMI se ocuparía de mantener la estabilidad financiera y de monitorear a los países para que redujeran las regulaciones estatales, abrieran sus economías y tuvieran una política monetaria ortodoxa. A partir de 1947 la presión por el libre comercio se complementó con un Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT, antecedente de la actual Organización Mundial del Comercio), que iría forzando a cada nación a reducir la protección a sus industrias.
Se trataba, en fin, de toda una arquitectura de gobierno global controlada por los países más ricos y por grupos de presión corporativos, que asumía poderes por sobre los gobiernos nacionales. No surgía del voto popular ni estaba sometida a ningún control de la ciudadanía. De hecho, los intelectuales que concibieron algunas de las entidades que dieron cuerpo a este ordenamiento, como el neoliberal Friedrich Hayek, sostenían precisamente que se debía proteger a los mercados de toda interferencia procedente de la política democrática. El voto popular debía volverse impotente frente al poder del dinero.
La presión combinada del mercado mundial, de los organismos internacionales, de la diplomacia estadounidense y de actores locales fue logrando que esa agenda avanzara. En la década del setenta el sistema capitalista mundial se embarcó decididamente en lo que comenzó a llamarse la “globalización”. Las corporaciones internacionales y los países ricos exigieron cada vez con mayor fuerza una libertad total a los empresarios para mover sus inversiones aquí y allá, sin ninguna restricción, según sus conveniencias. Como resultado, los países fueron forzados a competir para ver cuál ofrecía los salarios más bajos, cuál cobraba menos impuestos y brindaba oportunidades extraordinarias sin hacer demasiadas preguntas. Por todas partes los movimientos obreros se debilitaron y la desigualdad comenzó a crecer. El colapso ecológico se volvió un horizonte inminente.
En la Argentina fueron dictaduras las que decidieron la participación en los nuevos organismos de gobierno mundial: la Libertadora aprobó el ingreso al FMI y al Banco Mundial, y Onganía, al GATT. Videla y sus sucesores produjeron un cambio irreversible: mientras acallaban a sangre y terror la potencia democrática que venía desarrollando la sociedad argentina, generaron las condiciones para que los sectores financieros y exportadores adquirieran un verdadero poder de veto sobre los gobiernos de turno. El resto es historia conocida: desde 1983 los vaivenes del dólar, las tasas de interés internacionales, la buena o mala disposición de organismos internacionales e inversores, la decisión de los exportadores de posponer la liquidación de sus ventas, marcan la agenda pública tanto o más que el voto popular. La democracia recuperada fue una democracia devaluada.
Por un eufemismo, llamamos al poder real “el mercado”. Pero se trata de decisiones que toman personas concretas: son empresarios o funcionarios que lubrican el flujo del capital en su nombre. Los otros, los funcionarios que elegimos los y las demás cada vez que hay elecciones, o bien se pliegan a los designios de “el mercado” o bien administran la cosa pública como pueden, tratando de postergar los peores escenarios.
Nuestra democracia devaluada se debate también para nosotras y nosotros en esos límites. Por momentos, nos entusiasma la posibilidad de recuperar para la ciudadanía la posibilidad de cambiar aunque sea en algo las reglas de un juego que no elegimos jugar. En otros momentos nos vence la decepción y el desánimo. O, peor, nos rendimos a la pasión sombría del resentimiento contra las instituciones impotentes que sostenemos, contra una “clase política” que parece inservible, contra la propia comunidad que conformamos, contra nuestro propio país. Justamente, la pasión sombría que ansía y promueve el capital.
EA