Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir, para averiguar quiénes somos, quiénes fuimos. A veinte años de diciembre del 2001, todavía conservo un álbum de fotos en mi cabeza que funciona como una historia en movimiento que se actualiza en el mismo acto de recordar.
La primera es una foto sacada dos años antes, a fines de 1999, que en mi vida resume el fin de la década de los noventa. Estoy en mi casa con mil pesos en la mano. Tengo veintidós años, un trabajo estable y el primer ahorro de mi vida. Se acerca Matías, uno de mis hermanos, y le pregunto si me conviene cambiar los pesos a dólares. Es lo mismo, me contesta.
Otra foto en otro país. El 21 de diciembre de 2001 camino cerca de la Catedral de Granada y paso frente a un puesto de diarios. Entre el collage de colores y formas creo ver una punta parecida al obelisco de Buenos Aires. Freno y miro bien. Realmente es el obelisco. Delante de él, aparece una nube de humo negro y un puñado de policías a caballo. Es la foto principal de la tapa del diario El País. El titular, en el centro de la página, dice: El estallido social en Argentina obliga a dimitir al Presidente De La Rúa.
Narrar una época es asumir que las palabras no alcanzan para representar la realidad. De lo que se trata es de construir sentido. Unos meses antes yo había viajado a España y en ese momento trabajaba en una cosecha de aceitunas en un campo al sur de Andalucía. Había ido a Granada para pasar el fin de semana. Hace diez días no me comunicaba con Argentina. Todavía faltaban algunos años para la llegada de los smartphones, las redes sociales y las videollamadas. Sabía de la crisis y del corralito, pero en ese momento no podía imaginar un desenlace así.
En un bar, veo en la televisión a una notera española parada sobre la galería principal del Cabildo. Pido que suban el volumen. Habla del estado de sitio, de las cacerolas, la lluvia de piedras, las motos, los treinta y ocho muertos, los remolinos de gente corriendo como metáfora del desconcierto y hasta de un caballo de la policía doblando sin jinete por la calle Suipacha. Son fotos que se me presentan recién reveladas, como si todavía estuvieran húmedas en mi cabeza.
Gasto el presupuesto de un mes y compro un Nokia 1100. Hablo con un amigo de Banfield y me dice que viven con las persianas cerradas, que no salen y que el padre a la noche sube a la terraza con la escopeta en la mano para vigilar que nadie quiera meterse. Otro amigo me cuenta que estuvo sobre la Avenida de Mayo y vio cómo la policía mató a cinco personas en menos de quince minutos.
Reviso el buzón de Yahoo y encuentro el primer mail que envié a mi madre cuando llegué a Barcelona: Estoy bien, es re lindo por acá. Los quiero. Todavía no existía el euro (se estrenaría unos meses después, en enero del 2002) así que finalmente, antes de viajar, cambié los mil pesos por mil dólares.
El campo donde trabajo lo administra un ingeniero agrónomo que se declara anarco ecologista. En la cosecha, las cuadrillas están formadas por inmigrantes como yo, gitanos, okupas y gente de Bobadilla, el pueblo más cercano. En ese momento, ser trabajador golondrina en el sur de Andalucía me une con las ideas más ambiciosas, desmedidas e ingenuas que tengo en mi vida. Soy feliz hasta que llega la foto que nunca nadie espera, la foto de una tragedia familiar.
En febrero del 2002 asaltan en Buenos Aires a mis hermanos para robarles el auto. El más grande, con dos tiros, sobrevive de milagro; el otro, Matías, muere en el acto. La última vez que hablo por teléfono con él, me comenta cómo van las primeras semanas de Duhalde como presidente. Ahora sí vamos a andar bien, ironiza.
Veinte años después, es lo único que me acuerdo de esa última charla. En esa división histórica, tajante y arbitraria entre lo público y lo privado, me pregunto en qué medida asociamos el destino de nuestra vida familiar a las contingencias políticas y económicas del país en el que vivimos. Entre todas las sensaciones y pensamientos que se me cruzan, me pregunto si el asesinato de mi hermano forma parte, de algún modo, de la crisis social del país.
Cuando me entero, vuelvo de urgencia. Me tomo el Renfe desde Andalucía hasta Barcelona, y ahí espero doce horas para volver en un vuelo directo a Buenos Aires. Llego un sábado a la mañana, el 16 de febrero de 2002, a una ciudad en apariencia tranquila.
Todo ese año fue una carrera de postas para eludir el resentimiento. El duelo fue un monstruo indomable que con los años se transformó en un tatuaje quieto en el medio del pecho. No me deprimí, todo lo contrario, entré en una etapa maníaca productiva: otra vez me instalé en Buenos Aires, retomé la carrera de psicología que había interrumpido un año antes, fui coayudante de una materia y me metí en una agrupación política universitaria independiente de los partidos nacionales. Empecé a leer a autores posmarxistas como Ignacio Lewcowicz, Ernesto Laclau o Toni Negri. Todo ese espíritu entre progresista y revolucionario, me encontró listo para abrazar y ser consecuente con el mayor titular que dejaron los hechos del 2001: que se vayan todos, que no quede ni uno solo.
Hoy me doy cuenta: en mi vida, diciembre del 2001 duró cuatro años.
En todo ese tiempo, colaboré con organizaciones sociales, fábricas recuperadas, movimientos piqueteros y proyectos productivos que intentaban organizarse por fuera de la lógica del Estado y el sistema de partidos. Con Punta del Iceberg, la agrupación en la que militaba, formábamos parte del Frente Independiente de la UBA, un movimiento político que terminó siendo, a la luz de la historia, una especie de precuela de La Cámpora. Yo me fui un poco antes de eso, cuando el primer gobierno de Kirchner y sus políticas de derechos humanos pusieron en cuestión nuestros principios de independencia a los partidos políticos nacionales. Muchos de los que militaron en aquellos años, desde el 2001 al 2004, terminaron en La Cámpora, en agrupaciones afines al gobierno o directamente como funcionarios públicos.
Depende cómo ordenamos las fotos del pasado, podemos armar nuestro álbum a medida: unidad latinoamericana, populismo, que se sigan yendo todos o volvimos pero mejores. En mi entorno, mis compañeros ponían una foto atrás de otra para formar una escalera hasta la puerta de entrada y abierta al sistema de partidos y al poder estatal, representado por el primer gobierno de Nestor Kirchner.
El antes y el después se resume en dos fotos. La primera, el 26 de junio de 2002, con los cuerpos agonizantes de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán cerca del puente Pueyrredón. La segunda, dos años después, Juan Cabandie, un nieto recuperado, da un discurso en la ESMA el 24 de marzo.
En poco tiempo, se afianzó en nosotros una idea de soberanía que venía del pasado pero que se nos presentaba como nueva. Esa idea donde todo lo público y lo estatal es mejor, sin importar mucho cuáles son los modos de producción para sostener una economía a largo plazo. Que sangren otros, me escuché diciendo desde la posición cómoda de los que no tienen que gobernar. La militancia de base te da eso. Podés apuntar a los grandes poderes sin tener que hacerte cargo. Durante todo el año 2003 y 2004, lo intenté, pero de a poco, todas las ideas que defendía chocaron contra la pared alta del Estado.
La ebullición social del 2001 se fue apagando con las luces de un gobierno que empezó a cambiar tarjetas de pertenencia por fidelidad. Con los años, vi cómo los militantes se volvieron soldados, cómo el pensamiento crítico se diluyó en la repetición de sintagmas cristalizados, consignistas, que apuntaban -que apuntan- a sostener la propia identidad; los fantasmas inconscientes se pusieron al servicio de la ideología y se consolidó una memoria sin movimiento, sin pensamiento.
Conocí un fenómeno nuevo: el militante tardío, el que disminuye su conciencia de culpa con gestos y consignas pero que no se compromete en nada que ponga en riesgo lo sustancial de su vida. Todos necesitamos creer en algo más que en proyectos individuales. A la distancia, veo con ternura a mí Yo de esa época que tenía una convicción ciega en que la militancia era la actividad social más elevada para poder cambiar el estado de cosas, mucho más que, por ejemplo, un trabajo.
No sé bien cuándo fue, pero sin dudas renuncié a lo que ese tipo de militancia te obligaba; esa inteligencia de las apariencias, de lo que conviene decir y lo que hay que hacer para vencer al enemigo. Nada de eso te vuelve mejor ciudadano o mejor persona. La vida no es una unidad que tiene que negar sus grises para poder ser afirmada.
Veinte años después, veo cómo la esencia del militante conserva las mismas características y el mismo desafío: ¿cómo sostener tus ideales sin negar la experiencia vital en toda su complejidad, ese álbum de fotos pegado a las paredes de tu existencia, con todas sus contradicciones, tal y como se presenta en nosotros y en cada una de las personas que conocemos?