Sobre el final del gobierno de Macri, la tribu política de Cambiemos preparó literalmente su exilio. El presidente de la cámara de diputados, Emilio Monzó, le pidió al entonces presidente que lo nombrara embajador en Madrid; el ministro del Interior Rogelio Frigerio quería dirigir en Washington el Banco Interamericano de Desarrollo, y el jefe de la bancada PRO Nicolás Massot se gestionó una beca en la Universidad de Yale. Era una forma de rendición grupal frente al liderazgo dominante de Marcos Peña y Jaime Durán Barba.
El trío de profesionales de la representación pública rivalizó con Durán Barba desde 2015, incluso desde antes de que Macri resultara electo presidente. Rechazaba la tesis del gurú ecuatoriano sobre el fin de una necesidad: la de la intermediación política cara a cara. Se trata precisamente del servicio que ellos tres ofrecían y todavía ofrecen. Durán Barba y el dúo Monzó-Massot se desprecian mutuamente desde al menos seis años. A veces lo hacían en silencio, otras en reuniones de gabinete o a través de los medios.
La pelea los llevó a pararse como dueños de las dos lógicas en pugna, al borde de la caricatura: el imperio de la imagen versus el de la rosca; la comunicación directa contra el despliegue territorial; la interacción por smartphone, en oposición al adoctrinamiento artesanal, construido desde el cara a cara ancestral.
Para Jaime, sus adversarios internos eran sobrevivientes de una civilización antigua, destinada felizmente a extinguirse. Los percibe como machos alfa que se mueven a golpe de intuición, en vez de recurrir a los métodos científicos más modernos. El libro El arte de ganar hace una apología de ese salto de época, y al mismo tiempo sugiere contratar a los autores del libro: “Si se quiere superar la vieja forma de hacer política, es bueno apoyarse en profesionales capaces de diseñar una estrategia profesional que potencie todo lo que se hace y se deja de hacer en la campaña. Cuando se actúa de esa manera, nada queda al acaso o es fruto de la improvisación”.
Para Monzó, Frigerio y Massot, en cambio, hubo un momento puntual en el que se jodió Cambiemos. ¿Cuándo? Inmediatamente después del triunfo en las legislativas de octubre de 2017. Ahí Macri sobreestimó el efecto de la victoria de Cambiemos. En vez del discurso exitista y refundacional que dio el lunes 30 de octubre de ese año en el CCK (el Centro Cultural Kirchner), el entonces presidente debería haber apurado un pacto de cogobierno en ocho provincias peronistas. En definitiva eso es lo que hace Horacio Rodríguez Larreta con bajo perfil en la Capital.
“Pasamos de ser antikirchneristas a ser antiperonistas. Con el envión del triunfo, un acuerdo con algunos gobernadores hubiese permitido aprobar reformas en el Congreso, sumar gobernabilidad y evitar esta crisis”, afirmó Nicolás Massot. Lo hizo en el libro Durán Barba, El mago de la felicidad, editado por Planeta en agosto de 2019. En aquel momento, la administración macrista ya estaba en baja y con destino de salida de La Rosada.
Sobre la función de Durán Barba, Massot se lamentaba desde su oficina en Diputados. En El mago de la felicidad blanqueó por primera vez las enormes críticas que le venía dedicando en privado al consultor presidencial. “Se extralimitó en su rol de consultor. Todo parece destinado a forzar una tesis que en la realidad no se verifica: que la intermediación política ya no sirve. Pero la verdad es que en 2015 ganamos a pesar suyo, que siempre se opuso a la formación de Cambiemos. Quien es valioso y nada improvisado en su entorno es Zapata, más trabajador y equilibrado. Es receptivo y no saca conclusiones de antemano”, opinó Massot. Y lo decía con la resignación y la certeza de que ya no sería escuchado por la jefatura macrista.
Mientras tomaba un sorbo de Fanta light, Durán Barba contraatacaba con un aire de superación: “Tienen celos”, opinaba en el mismo libro. “Monzó y Massot son personas que tienen una visión muy anticuada de la política. Se unieron y andan por ahí, pero no discuten lo que sentimos nosotros. Y entonces siempre se sintieron marginados del núcleo del poder”.
Antes de las legislativas de 2017, Monzó y Massot fomentaron un acuerdo con algunos peronistas “racionales”. Los macristas les ponían ese mote a los opositores que habían facilitado la sanción de leyes clave, como el pago cash a los Fondos Buitre en 2016. Era una mezcla de elogio e identificación del carácter inofensivo del rival. Monzó y Massot querían sumar a uno en particular: Florencio Randazzo, el ex ministro del Interior de Cristina Kirchner. Durán Barba se negaba.
Durante una reunión que mantuvieron con Macri en la quinta de Olivos, base de operaciones favorita de Jaime, la tensión entre el consultor y Monzó viajaba arriba de un tren bala. El resto del gabinete miraba con morbo el espadeo de las dos racionalidades: la del consultor frente a la del político territorial, apologista de la rosca. El presidente tenía que optar por una de las dos lógicas, a pocos meses para las legislativas de medio término. El resultado electoral iba a ser leído como un plebiscito sobre su gestión.
“Si lo que pretendemos es seguir dando un mensaje de que somos nuevos, distintos y jóvenes, ¿les parece sensato que digamos que los nuevos, jóvenes y distintos son los peronistas?”, preguntó retóricamente Jaime. Y reformó la idea con dos mandamientos de su cosecha: es preferible correr desde atrás, y a la vez presentarse como víctima inocente de una oposición dispuesta a todo. Aplicar esa táctica pasivo-agresiva chocaba de frente con la sugerencia de pactar con Randazzo. “La gente nos apoya porque nos ve un grupo medio tonto, que no sabe mucho de política; un grupo de gente joven, con buenas intenciones, que quiere cambiar la Argentina, pero que vive permanentemente acechado por quienes buscan volver atrás. Que nos vean débiles, nos sirve”, dictaminó Jaime.
Tras escuchar ambas propuestas, el expresidente eligió nuevamente la de su consultor. Los efectos propagandísticos de rechazar esa alianza eran preferibles a los de sumar gobernabilidad.
AF