Para comprender el funcionamiento del sistema capitalista hay que observar sus contradicciones sistémicas. Estas contradicciones definen incompatibilidades entre los principios de organización que determinan su dinámica auto-reproductiva. En el capitalismo, y mucho más en el capitalismo democrático, hay principios de organización, intereses de agentes y objetivos de política pública que son incompatibles dentro de su lógica de funcionamiento.
El más evidente es el de la relación entre capital y trabajo y sus contradictorios intereses que pretenden mejorar conjuntamente la rentabilidad empresarial, la renta financiera, el empleo, los salarios. Hasta hace unas décadas estas incompatibilidades se fueron resolviendo “agrandando la torta” gracias al crecimiento económico que permitía que “todos ganen” algo, aunque permanezca una fuerte desigualdad distributiva. Así, el crecimiento económico se volvió el objetivo principal buscado por el Estado, capitalistas y fuerza de trabajo.
Sobre esta base se fue construyendo el “Estado fiscal” que recaudaba tributos sobre los mayores flujos de valor del crecimiento económico (impuesto al salario, a las ganancias, al consumo, etc.) y menos sobre el capital y patrimonios personales. Fueron los años dorados del capitalismo democrático donde la acumulación de ganancias y riquezas de la minoría se combinó con mejoras notables en el bienestar de la clase trabajadora. La construcción de instituciones de política social, así como de infraestructura pública, son emblemas de este pasado añorado.
Al menos desde la década del setenta este Estado fiscal está en crisis. La ofensiva neoliberal vincula esta crisis con el aumento del gasto público y especialmente con las dificultades para financiar el gasto social. Esta forma “contable” de ver la cuestión oculta el verdadero problema: la crisis del Estado fiscal se debe principalmente al freno al crecimiento económico que las políticas neoliberales de las últimas décadas no lograron sostener y transformaron al Estado fiscal en “Estado deudor”.
El Estado deudor creció luego del estallido del sistema monetario internacional de posguerra y con el avance del capitalismo financiero, la globalización económica y financiera, la deslocalización de empresas, etc. Esto desgastó las bases del sistema tributario, especialmente los tributos sobre los flujos, pero también por la resistencia al pago de impuestos directos (patrimonios e ingresos personales y corporativos) y la fuga de capitales a paraísos fiscales. Los Estados fueron dejando de cobrar impuestos emitiendo deuda y buscando garantizar condiciones de rentabilidad para “atraer” capitales.
El Estado deudor se alimentó del desfinanciamiento tributario y el bajo crecimiento. Al igual que en Argentina, en los países de la OECD, con la excepción relativa de Alemania en un comienzo, la deuda pública empezó a crecer hacia finales de la década del setenta y particularmente a comienzos de los ochenta, junto con políticas de freno a la inflación y un movimiento de capitales en busca de paraísos fiscales. En los noventa se observa una caída generalizada del gasto público con ingresos fiscales estancados de modo que los déficits fiscales se fueron reduciendo e incluso países como EEUU llegaron a registrar superávits. Nada de esto resolvió el problema de retomar el crecimiento sostenido y la crisis financiera de 2008 generó un salto impresionante de la deuda pública para sostener el sistema financiero y evitar la depresión económica.
Como lo señala Wolfgang Streeck, el capitalismo fue así “ganando tiempo” en la búsqueda de retomar crecimiento. En la década del setenta, con un régimen de alta inflación y baja deuda. En los ochenta y hasta mediados del noventa, bajando la inflación, pero con creciente deuda pública y privada que alimentó el proceso de financiarización de la economía mundial. Desde mediados de los noventa y hasta la crisis de 2007/08 continuaron políticas para bajar la inflación, se detuvo el crecimiento de la deuda pública, pero creció exponencialmente la privada. Y desde 2008, se continúa la presión para bajar la inflación, pero ahora combinada con caída de la deuda privada y explosión de la deuda pública. Esto está cambiando desde la pandemia y con la guerra de Ucrania (probablemente se retome la inflación con deuda creciente).
La transformación del Estado fiscal en Estado deudor implicó también una creciente importancia de los Bancos Centrales en la política pública: lo que antes se financiaba fiscalmente, ahora se hace monetariamente. El crecimiento de la deuda de las familias es otra cara de este problema: en lugar de aumentar salarios, se fomenta el endeudamiento como forma de sostener ingresos.
Los países periféricos como Argentina han participado de esta transformación, pero de manera subordinada. Los países centrales emiten moneda y deuda de aceptación internacional y que actúa como reserva de valor, mientras que los países periféricos toman deuda en una moneda que no tienen y la moneda doméstica no sirve como reserva de valor. Por eso, la deuda no es problema en los países centrales hasta aquí porque la “reprograman” indefinidamente y así legitiman su alianza con el capital financiero. La construcción del euro es un ejemplo claro de estos procesos. Así se pasó del Estado fiscal financiado con tributos en el corto plazo, al Estado deudor donde se toma recursos con deuda que se patea en el tiempo y se refinancia. En cierto modo, el endeudamiento para el capitalismo es como la contaminación ambiental: engrosa ciertos bolsillos en el corto plazo sin que se vea el costo que se traslada hacia futuro.
A los países periféricos no les resulta fácil reprogramar su deuda por la mezcla de erosión del Estado fiscal, bajo crecimiento y emisión de deuda en moneda extranjera. Así terminan reclamando “asistencia crediticia” de los mercados financieros y organismos internacionales. Pero eso es sólo la parte visible del problema: el origen es la falta de crecimiento tanto en los países centrales como en los periféricos que es de donde se espera sacar recursos para recomponer cuentas y pagar deuda. Pero estas esperanzas son infundadas e incompatibles con modo de auto-reproducción del capitalismo.
Mientras tanto, ciertos agentes poderosos pasan a decidir qué Estados son más o menos “solventes”. El diferente “riesgo país” no se vincula tanto con el superávit fiscal que libera recursos para pagar deuda, sino más bien con la soberanía monetaria y política de cada país. Otra vez: la deuda se emite para seguir creciendo y garantizar renta financiera; en principio, no trabaría, sino que debería alimentar el crecimiento económico. Pero esto no lo hace en los países centrales y mucho menos en los periféricos porque el crecimiento económico depende de otras cosas.
Más allá de negociar recortes, exoneraciones, reprogramaciones y hasta eventuales olvidos, que probablemente se haga en los países que emiten moneda central, la pregunta es; ¿cómo seguir sosteniendo un sistema institucional (incluyendo en primer lugar las políticas sociales y de subsidios al capital) basados en un crecimiento económico cada vez más difícil de sostener? Estas preguntas son más relevantes frente a los límites físicos que colocan las fronteras planetarias vinculadas a la crisis climática, cuestión analizada en un artículo previo en este diario.
La respuesta más evidente es: no se puede, es contradictorio e incompatible con la propia dinámica de reproducción del capital y con los límites planetarios. Y, en cualquier caso, el crecimiento necesita inversión y una inversión que no acelere el colapso climático. ¿Quién invierte así cuando quienes hoy tienen poder para invertir no son los Estados endeudados sino los acreedores financieros? ¿Quiénes van a invertir productivamente si los que tienen el dinero pueden seguir siendo ricos con la renta financiera? ¿Quién deja de obtener renta en el corto plazo para apostar a inversiones que van a mejorar la vida futura más que la presente?
Discutir la cuestión de las deudas sin cuestionar el crecimiento y la necesidad de recomponer las bases de un Estado fiscal potente pero diferente, es una incongruencia. Discutir planes de ajuste fiscal para pagar la deuda sin cuestionar el crecimiento económico como objetivo y base fundante de las políticas públicas es simplemente ganar tiempo (cada vez más corto).
Está bien buscar superávit fiscal, exportar más, etc. pero la pregunta que está faltando responder es ¿para qué? ¿Para recuperar el Estado fiscal y cierta soberanía monetaria o para seguir pateando todo para adelante? ¿Para reconstruir el sistema económico sobre bases sustentables o para seguir alimentando un crecimiento que no se puede sostener? ¿Para reestructurar las políticas sociales ampliando bienes y servicios públicos universales y gratuitos o para seguir financiando gasto a grupos privilegiados? ¿Para imponer tributos sobre las riquezas concentradas o para seguir recaudando tributos regresivos? ¿para terminar con los paraísos fiscales y los privilegios ocultos en el gasto público o para seguir subsidiando y exonerando a quienes se han beneficiado hasta aquí? Tampoco sirve si no se cambia la política monetaria y se buscan formas de aumentar la soberanía monetaria, lo cual involucra políticas cambiarias y anti-inflacionarias.
Ni la locura neoliberal que quiere seguir desarmando el Estado fiscal para alimentar la deuda y la renta financiera, ni el populismo que sueña con retomar el crecimiento “autónomo” sirven en esta instancia. Hay que repensar la reconfiguración de otro Estado fiscal para salir del Estado deudor.
Esto implica preocuparse más por la distribución que por el crecimiento; más por los impuestos directos que por los indirectos; más por la reducción de los tiempos de trabajo en el empleo que por el sobre-empleo y el empleo estatal; más por la inversión en cambio tecnológico “verde” que por los subsidios a combustibles fósiles, más por programas sociales universales que por el actual sistema de políticas sociales corporativo y clasista; más por cubrir necesidades humanas básicas que por seguir financiando consumos suntuosos, etc. El capitalismo mundial, y el argentino, está en terapia intensiva y hay que cambiarlo, no intentar hacerlo sobrevivir un tiempito más con un poco de oxígeno que además cada vez está más contaminado.
RLV