Diciembre de 2001-20 años

26 de diciembre de 2021 00:43 h

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“Se quedaron todos”, dice algún observador desprevenido. “Fue un golpe de los peronistas”, fabula la derecha para que olvidemos que lo que colapsó entonces fue el proyecto neoliberal que ellos encarnaban. Con tantas voces tratando de bajarle el precio a 2001, conviene detenerse sobre los profundos efectos que tuvo en nuestra historia reciente. La rebelión de ese año abrió un ciclo político distintivo que perduró al menos hasta 2015,  sostuve en mi columna anterior. Todos los acontecimientos políticos de esos años pueden leerse fundamentalmente como efectos de 2001. 

¿Se quedaron todos? Muchos sí, claro. Sólo una revolución social podría producir el recambio total de las élites políticas y 2001 no lo fue. Pero es importante de todos modos tomar nota de los que sí se fueron, que no fueron pocos. Para empezar, se fue De la Rúa y la UCR entró en una fase de irrelevancia a nivel nacional de la que aún no sale. No es poco: uno de los dos partidos que dominó la política nacional en el siglo XX entró en ocaso. Por su parte el FREPASO, que la acompañó en la Alianza, desapareció completamente y casi ninguno de sus dirigentes consiguió sostener una carrera política. Si miramos el peronismo, sus máximas figuras pronto se desvanecieron. Menem consiguió apenas seguir a flote en su Rioja natal, pero dejó de ser una figura de peso. Luego de su interinato, Duhalde debió jubilarse a su pesar. Y hubo unos cuántos dirigentes más –como Alberto Pierri, Carlos Grosso o Carlos Ruckauf, por mencionar tres– que también debieron resignarse al retiro. Súmese el hecho de que quien fuera el hombre fuerte de la economía argentina, Domingo Cavallo, sobrevivió dando charlas en el extranjero. No se fueron todos, pero se fueron unos cuantos.

De hecho, las fuerzas políticas hoy dominantes no existían siquiera antes de 2001. Cada uno a su modo, macrismo y kirchnerismo son hijos de 2001. La razón de ser de ambos fue la reconstrucción de la autoridad del Estado y de las condiciones mínimas para la acumulación capitalista, luego de un colapso económico terminal, acompañado de desobediencias inéditas y de poderosas formas de auto-organización de la sociedad por fuera del sistema político formal. Si uno se para en ese año, no había una sola pista que permitiese anticipar que el peronismo albergaba un movimiento como el que alumbraron los Kirchner. Por entonces, se debatía entre la orientación neoliberal que le imprimiera Menem y la neoconservadora que ofrecía Duhalde. Era, en fin, una fuerza indudablemente de derecha. Nada permitía sospechar que hubiese espacio para el inesperado giro que propondría Néstor Kirchner poco después, cuando asoció el legado histórico del peronismo con consignas y valores “progresistas” a los que esa tradición (al menos en sus variantes hegemónicas), había sido más bien ajena. 

El kirchnerismo es incomprensible sin partir de esa interrupción del curso normal de la historia que produjo el 2001. Para empezar, los pilares de lo que se llamó su “modelo” se apoyaron sobre cambios que impuso de hecho la rebelión, antes de que Néstor Kirchner asumiera el gobierno, como lo fueron la expansión del gasto social y las dos medidas que proveyeron los fondos para sustentarla: la moratoria de la deuda externa y la reinstauración de las retenciones a las exportaciones, decretadas por Adolfo Rodríguez Saá y por Duhalde respectivamente. Ninguna de estas medidas estaba en el horizonte de lo posible antes de 2001 (en todo caso, no las proponían ninguna de las fuerzas políticas principales). En lo político, la trayectoria del kirchnerismo es conocida: en sus primeros años amagó a trascender el peronismo,diluyéndolo en una nueva fuerza “transversal” con una identidad política diferente. Más tarde se recostaría nuevamente en la estructura del PJ, pero sometiéndola a ese giro neo-camporista que se abrió paso luego de 2008. Si alguien hubiese congelado un peronista en 2001 y lo hubiese descongelado en 2011, su partido de pertenencia le habría resultado casi irreconocible. 

Así, por un camino inesperado, el peronismo consiguió recuperar atractivo y reconectarse con las expectativas de cambio que generó el 2001, que imaginaban un futuro de transformaciones profundas. Pero lo logró, paradójicamente, activando la expectativa de un eclipse del peronismo histórico. Porque lo que regresaba con ese “neocamporismo” no era el peronismo en general, sino el momento peculiar que representó el camporismo en 1973, la única y efímera vez en que el justicialismo adoptó una disposición izquierdista que trascendía los límites políticos que su fundador le había trazado. El kirchnerismo eligió filiarse con el menos peronista de los períodos del peronismo. 

El PRO fue la otra gran novedad que dejó 2001. También allí se nota que la rebelión suspendió el curso normal de los acontecimientos. A comienzos de 2001 Mauricio Macri estaba a punto de lanzarse a la política como parte del PJ porteño. Tenía por entonces una buena relación con Menem y con dirigentes como Luis Barrionuevo, y se autodefinía como “conservador y pragmático, tirando a la centroderecha”. Tras 2001 esa opción quedó cancelada y Macri se dedicó en cambio a fundar un nuevo partido, el PRO. Que el PRO es hijo del 2001 se hizo evidente en su retórica y en el modo en que planteó su campaña electoral. Sabiendo que cargaba con la imagen negativa de haber sido parte de la claque que festejaba cada decisión de Menem en los años noventa, desde su ingreso a la política Macri sobreactuó su compromiso con un Estado presente y activo. Durante la campaña electoral de 2015 se esforzó por transmitir la idea de que no avanzaría en privatizaciones y que sostendría todas las “cosas buenas” del kirchnerismo, limitándose a cambiar las reprochables (que parecían limitarse apenas a cuestiones de estilo y a la corrupción). Por otra parte, todo el aparato comunicacional del PRO se esforzó por destacar que Macri “no viene de la política”, lo que –en clave de la antipolítica de 2001–, lo volvía especialmente apto para “limpiar” lo que en ese ámbito permanecía sucio. Más aún, el macrismo no sólo buscó evadirse del mote de ser un partido de derecha, sino que fue incluso más allá. Hoy cuesta recordarlo, pero varios de sus intelectuales y referentes insistieron en presentar al PRO como una fuerza “de izquierda”, incluso “socialista” o “revolucionaria” y enfrentada a los empresarios. En fin, en las elecciones de 2015 el PRO buscó (y logró) posicionarse como una fuerza progresiva que venía a satisfacer los anhelos de cambio tal como ellos se habían expresado en 2001. 

Por supuesto que eso fue un engaño electoral completo. Me interesa destacar que el hecho de que debieran presentarse como una fuerza progresista marca el influjo que aún tenía entonces el ciclo del 2001. En 2015 ganó la derecha, pero disfrazada de otra cosa. La victoria del PRO de 2015 a la vez confirmó la vigencia y clausuró el ciclo de abrumadora hegemonía del “progresismo” que se había abierto en 2001. 

En efecto, si analizamos las elecciones que hubo luego de la de 2003 veremos que ninguna fuerza de derecha había logrado obtener un caudal de votos relevante. En las presidenciales de 2007 compitieron Cristina Kirchner con la Coalición Cívica de Elisa Carrió, acompañada por el Partido Socialista. Todavía sumida en la debacle, la UCR optó por postular a un extrapartidario de origen peronista, Roberto Lavagna. El resultado de la suma de todas las fuerzas percibidas como “progresistas” o de izquierda superó el 88% de los votos, lo que da una idea del corrimiento político que el 2001 había generado en la sociedad. Las agrupaciones abiertamente de derecha recibieron porciones mínimas. En las elecciones presidenciales de 2011 otra vez Cristina Kirchner compitió contra una fuerza que se presentaba como progresista, el Frente Amplio Progresista liderado por el socialista Hermes Binner. Nuevamente en esta ocasión, el electorado se ubicó abrumadoramente entre el centro y la centro-izquierda; ninguna fuerza abiertamente de derecha obtuvo algún caudal relevante.

Las elecciones de 2015 a la vez confirman ese ciclo de hegemonía progresista y lo clausuran. Luego de fingir progresismo para ganar, el PRO se posicionó clara y abiertamente como una fuerza de derecha y obtuvo apoyo de un electorado que también se asume ahora, al menos parcialmente, como orgullosamente de derecha. Las elecciones de 2019 parecen indicar que la gran desorganización del sistema de partidos que abrió 2001 está clausurada, con un nuevo bipartidismo que emerge y que enfrenta una fuerza bien a la derecha (el PRO, sus aliados radicales ya completamente derechizados y sus virtuales colectoras “libertarias”) con una coalición peronista moderada tras la cual cuesta reconocer el talante más disruptivo que supo tener el kircherismo. 

Pensando en los efectos de 2001, queda de todos modos una incógnita irresuelta. Luego de decantar en dos candidaturas como las de Daniel Scioli y Alberto Fernández, el kirchnerismo parece haber perdido ciertamente su capacidad de posicionarse como fuerza transformadora. Uno podría concluir entonces en que el nuevo bipartidismo que hoy aparece consolidado cierra la ventana “anormal” que abrió 2001. La Argentina se va pareciendo a los países “normales” que ofrecen al electorado dos opciones electorales, una de derecha y otra de centro (o de centro-derecha). Queda sin embargo una incógnita, que tiene que ver con la constatación de que el electorado del peronismo, al menos parcialmente, está descontento con este arreglo. Una parte importante de los votantes del kirchnerismo sigue reclamando una política capaz de volver a poner en discusión al menos algunas de las reglas de un juego excesivamente dominado por los poderes fácticos y el gran capital. Qué pasará en el futuro con ese reclamo? Difícil saberlo. Pero puede que 2001 todavía nos dé algún coletazo inesperado. 

EA