En los últimos tiempos, el lugar de la Unión Cívica Radical en el mapa ideológico y político del país se ha vuelto objeto de disputa. Hace pocas semanas, el expresidente Macri reprochó a los radicales no ser consecuentes con las ideas liberales de Leandro Alem, el fundador del partido a fines del siglo XIX. En la misma línea, otras voces de la oposición, también ubicadas en el centro-derecha del espectro político, proclaman la necesidad de revalorizar la figura de Marcelo T. de Alvear. Presidente entre 1922 y 1928, Alvear es presentado como el mejor representante de un liberalismo que hizo grande no sólo a la UCR sino también al país, antes de que un giro proteccionista y estatista de mediados del siglo XX desviara a la Argentina de la senda del crecimiento económico y el progreso social. Agotado el sueño de la nación corporativa concebida por Perón, pero también del país socialdemócrata con el que el radicalismo se identificó en los tiempos de Raúl Alfonsín, nos dicen estas voces, los radicales de nuestros días debe volver a conectarse con los valores liberales que representan lo mejor de su tradición política.
No le falta razón a Macri cuando sugiere que las ideas liberales constituyeron un elemento fundamental de la visión del mundo de Leandro Alem y del primer radicalismo. En el estudio más importante dedicado al período fundacional del partido, Entre la revolución y las urnas: los orígenes de la Unión Cívica Radical y la política argentina en los años noventa, Paula Alonso muestra que ese primer radicalismo no estaba preocupado por la democracia de sufragio universal, y mucho menos por la democracia social, sino por la libertad electoral, la salvaguarda de la autonomía de los estados de la federación y la defensa de la república. En nombre de estos valores, Alem proclamaba la necesidad de tomar las armas en defensa de la constitución (como sostiene el artículo 21 de nuestra ley fundamental) y, si era necesario, de convocar a una revolución que, más que transformar, debía restaurar el equilibrio perdido en 1880, cuando el estado central doblegó a Buenos Aires.
Hijo del mundo político decimonónico, el fundador de la UCR fue, además, un liberal consecuente en el terreno de la doctrina económica y, por ende, un crítico de las convicciones proteccionistas imperantes en las filas del PAN, el partido que dominó la vida pública nacional entre el Ochenta y la Primera Guerra Mundial. Alem era particularmente rígido y doctrinario, pero no era el único radical que adhería al ideario liberal. Basta revisar las editoriales del diario partidario El Argentino, o los discursos de la principal espada radical en el Congreso en la década de 1890, Francisco Barroetaveña, para constatar que, en el debate entre proteccionistas y librecambistas, el partido de Alem se inclinaba de manera enfática por esta segunda opción. Para los primeros radicales, las ideas, y en particular las ideas liberales, no eran un asunto trivial.
Un argumento poderoso en favor de la libertad de mercado era que en un contexto como el de la Argentina de entonces, que crecía a gran velocidad y con pleno empleo (de hecho, importaba trabajadores), una economía abierta –que significa importaciones baratas– mejoraba el poder de compra de los salarios. En este contexto, la economía abierta podía presentarse como una política popular, sensible a los intereses de las mayorías. Es por eso que, al igual que los radicales, también los socialistas eran partidarios del librecambio y los bajos impuestos.
Sin embargo, la celebración de las virtudes del liberalismo económico era un discurso que interpelaba en primer lugar a las mayorías de la región pampeana, donde el dinamismo del mercado tenía la fuerza suficiente como para mover la rueda del crecimiento, de la que a su vez dependía la mejora del bienestar popular. En las provincias del interior profundo, en cambio, el progreso económico requería de proteccionismo, banca pública y subsidios. En esas regiones menos bendecidas por la naturaleza y la geografía, era preciso otra economía política, más intervencionista, para promover el crecimiento. Es por eso que los alineamientos político-ideológicos de la Argentina oligárquica tendían a coincidir con clivajes regionales: el país pampeano tendía a abrazar el credo liberal, y el país interior era más sensible a los cantos de sirena del proteccionismo y a la idea de que el estado tenía un papel que desempeñar como agente del desarrollo.
Enfatizar la centralidad del ideario liberal en el momento fundacional del radicalismo no tiene nada de malo, siempre y cuando quien lo haga también recuerde que los seguidores de Alem no pudieron mantener su pureza ideológica desde que, a comienzos del siglo XX, ya en el umbral de la era democrática, la UCR quiso transformarse en un partido nacional, implantado en toda la geografía del país. Al radicalismo le resultaba sencillo imaginarse como un defensor de la libertad cuando era un partido de oposición y un partido porteño y bonaerense, esto es, cuando criticaba al poder y cuando sólo interpelaba a los habitantes de la región que más beneficios cosechaba gracias a la integración a la economía mundial. Para expandir sus fronteras políticas y, sobre todo, para seducir al país extrapampeano, la UCR debió resignar mucho de la coherencia de sus creencias, y su ideología económica también se volvió más pragmática. Los partidos de ideas (o con ideas) suelen pagar un costo por su rigidez doctrinaria, y el radicalismo del Centenario decidió que, para crecer, debía dejar de pagarlo.
En este tránsito de partido de Buenos Aires a partido nacional el radicalismo fue arrojando jirones de sus convicciones económicas originarias para terminar abrazando la premisa algo banal pero políticamente más efectiva de que en su seno había lugar para todos porque su único programa era el imperio de la Constitución Nacional. Agreguemos que el clima de ideas del nuevo siglo colaboró en la tarea de enterrar al radicalismo liberal. Las novedades que aportó la Primera Guerra Mundial fueron muy importantes para ello, toda vez que el mundo nacido de ese brutal conflicto ya no toleraba la simplicidad y pureza de líneas de las ideologías económicas del siglo XIX. En el período de entreguerras, cuando más abierto a las nuevas ideas quería mostrarse un dirigente político, menos podía identificarse con el legado liberal de los padres fundadores del partido. La mejor prueba de ello es que, en materia económica, el republicano Alvear fue más proteccionista no sólo que el liberal Alem sino que el jefe partidario Hipólito Yrigoyen.
Introducir el nombre de Yrigoyen es importante porque nos invita a dirigir la atención hacia la problemática relación que el radicalismo entabló con las ideas políticas liberales cuando el partido conquistó la Casa Rosada. El pasaje de la oposición al gobierno suele colocar a una fuerza política ante desafíos y tensiones. En estas circunstancias, es habitual que aspectos hasta entonces poco advertidos de su concepción de la vida pública adquieren nuevos significados y mayor relieve. La historia del radicalismo provee un buen ejemplo de esta mutación.
Gracias al escenario abierto por la ley Sáenz Peña, Yrigoyen convirtió a una fuerza que en 1900 parecía en vías de extinción en un partido mayoritario, que se ganó la lealtad de las mayorías argentinas por más de un cuarto de siglo. La transformación de la UCR en el actor central del sistema político invita a destacar dos aspectos. En primer lugar, que ese partido que había nacido como un crítico de la concentración del poder pronto se mostró dispuesto a emplear los recursos que el control del aparato del estado ponía en sus manos para preservar sus conquistas o para alcanzar nuevas (vía la intervención federal, por ejemplo). En segundo lugar, y quizás más relevante, que la UCR liderada por Yrigoyen estaba inspirada en una visión de la vida pública que no era ni muy liberal ni muy pluralista, toda vez que concebía a la disputa política como una lucha entre el Bien y el Mal o, según la formulación preferida por el antiguo comisario de Balvanera, como un batalla entre la Causa y el Régimen.
En nuestros días se ha vuelto común calificar de populistas a aquellos actores que entienden al enfrentamiento político como un combate entre un hemisferio de luz y otro de tinieblas, máxime cuando estas concepciones vienen acompañadas de una alta valoración de la figura del líder. Por cierto, el concepto de populismo no formaba parte del vocabulario con que la Argentina de entreguerras se pensaba a sí misma. De todos modos, parece verosímil imaginar que el tipo de fenómenos políticos que este término designa no podían resultar particularmente irritantes para los radicales de ese tiempo (basta recordar que los seguidores de Yrigoyen se definieron a sí mismos como “personalistas”). Tanto es así que, gracias al radicalismo, algunas de las ideas con las que la noción de populismo suele estar asociada –la bondad y clarividencia del líder, la división del campo político en dos hemisferios en eterno conflicto, la denegación de legitimidad de los actores que ocupan el espacio de la oposición–, si bien no nacieron en ese período, sí adquirieron por entonces un lugar más saliente en el imaginario y las prácticas que estructuran nuestra tradición política. El radicalismo de Yrigoyen hizo un aporte fundamental a la democratización de la Argentina. Pero también contribuyó a afirmar la idea de que el partido al que siguen las mayorías constituye la única expresión legítima de la Nación.
La visión agonal y polarizada de la disputa por el poder que animó a Yrigoyen en la conquista del estado convivió de manera tensa con las instituciones de la república liberal y con las creencias liberales de muchos ciudadanos de ese tiempo, entre los que, por cierto, también había radicales. Es por ello muchos de ellos vieron con agrado el ingreso de Marcelo T. de Alvear al centro del escenario político. Para este sector de la opinión, quizás el mayor atractivo de esta figura patricia residía en que su llegada a la presidencia en octubre de 1922 hacía renacer la esperanza en la posibilidad de forjar una relación más armónica entre radicalismo y liberalismo.
Sin embargo, la idea de que Alvear podía dejar una marca original en la trayectoria del partido o del país era demasiado cándida. El hombre que prefirió asistir a la instauración del régimen democrático y a la llegada de su partido al poder –al cabo de una travesía en el desierto que duró un cuarto de siglo– no como un protagonista de esa gesta sino como un observador distante, que contemplaba ese drama desde su residencia parisina, difícilmente pueda constituir una fuente inspiración para los que hoy quieren ver un radicalismo capaz de combinar liberalismo y democracia. Es más: hay que recordar que Yrigoyen cavó el surco en el que transcurrió toda la vida política de Alvear. No sólo lo trajo de París para ungirlo diputado en 1912 sino que lo volvió a traer de la Ciudad Luz para hacerlo presidente, imponiéndolo frente a otros candidatos que tenían credenciales más valiosas para ello. Más valiosas, claro, salvo quizás en lo que se refiere a la eterna lealtad que, pese a algunas tormentas en la superficie, Marcelo siempre conservó hacia su valedor.
De hecho, Yrigoyen lo elevó a la primera magistratura no para reformar sino para fortalecer al partido al que consagró su vida. El motivo es fácil de entender. En el curso de su primera presidencia (1916-22), el caudillo radical advirtió que la UCR había conquistado suficientes apoyos populares como para despreocuparse de los peligros que suponían sus rivales de izquierda. El radicalismo era mucho más que un partido obrero pero también era un imán para los votantes obreros y populares. Luego de 1912 el Partido Socialista realizó una auspiciosa inmersión en las elecciones, e incluso obtuvo triunfos en las elecciones porteñas, pero ya en 1916 la fuerza comandada por Juan B. Justo vio estancarse su caudal electoral por debajo del 10% del padrón nacional y, por ende, dejó de contar en el gran juego electoral. En un país en el que muy pocos reclamaban cambios de fondo, ni siquiera el cimbronazo que trajo la Revolución Rusa logró hacer que la izquierda rompiera ese techo de cristal. Con su flanco izquierdo bien guarnecido, sin muchos votos para cosechar en ese cuadrante, la UCR sólo podía crecer hacia la derecha, donde los conservadores mantenían la adhesión de un tercio del electorado. Disputar esos sufragios conservadores constituyó la tarea que el caudillo Yrigoyen le asignó a su discípulo, el patricio Alvear.
Alvear subió la escalera del poder por decisión de Yrigoyen, que lo convocó para acrecentar el atractivo electoral de la UCR entre los votantes de inclinaciones más conservadoras y/o más críticos del estilo político de su maestro y mentor. Quienes hoy ven a Alvear como una figura de envergadura suficiente como para ofrecer un contrapeso al imperio de las tradiciones nacional-populares harían bien en recordar que, refugiado en París, ni siquiera estuvo en el país durante la campaña electoral que le permitió llegar a la Casa Rosada: todo el gasto lo hizo Yrigoyen, mientras Alvear disfrutaba de la cómoda vida de Coeur Volant. Durante su presidencia, su relación con su antecesor se pareció poco a la que hoy une a Cristina Kirchner y Alberto Fernández. A diferencia de Cristina, el Yrigoyen de la década de 1920 era el dueño indiscutible de una mayoría electoral que le aseguraba la victoria en cualquier elección nacional, y sólo una restricción legal que nunca imaginó posible desafiar –la reforma de la constitución para habilitar la reelección– lo obligó a buscar un socio temporario sobre el que apoyarse. A Marcelo, Yrigoyen lo dejó hacer en el entendimiento mutuo –un pacto de solidaridad que no osaba decir su nombre– de que, sin el respaldo del todopoderoso valedor, Alvear era poco y nada y que, aun cuando no siempre estuvieran de acuerdo, no se atrevería a desafiarlo. En rigor, el presidente liberal no fue más que el instrumento elegido por el líder radical para consolidar el ascendiente de su partido en un momento en el que interpelar al electorado de centro-derecha pagaba el mejor premio.
La muerte de Yrigoyen en 1933 dejó a Alvear en libertad para decidir cómo orientar su carrera política y cómo dirigir al radicalismo. Si hay un momento en el que el más patricio de nuestros presidentes tuvo el bastón de mando en sus manos fue en la Década Infame. El Alvear de esa etapa nos permite realizar dos constataciones. En primer lugar, si prestamos atención al programa con que Alvear concurrió a las elecciones presidenciales de 1937, o a los temas de la revista partidaria Hechos e Ideas, podemos advertir que estaba tomando distancia del credo económico liberal, abriéndose a ideas como las de justicia social, y enfatizando la importancia del papel del Estado en la vida económica. En muchos puntos, pues, Alvear se movió en sintonía con los valores de su tiempo, apartándose lentamente del mundo de ideas en el que había forjado su visión del país.
Pero lo más importante es que, en la década de 1930, la prédica política de Alvear se yrigoyenizó. En el mejor estudio sobre el pensamiento del segundo presidente radical, Marcelo T. de Alvear. Revolucionario, presidente y líder republicano, Leandro Losada nuestra que, en esos años, el jefe del radicalismo concibió el problema político nacional en términos que evocan los de su mentor. Para Alvear, el problema argentino giraba en torno al enfrentamiento entre el régimen del fraude –una oligarquía aún peor que la del Ochenta– y un partido que representaba a la nación y que estaba siendo despojado de su legítimo derecho a gobernar. En esa representación, en la que la UCR cubría todo el campo de lo político, otras voces, a izquierda y derecha, no tenían verdadera razón de existir en la vida pública (ésta fue la razón conceptual que, junto a otras pragmáticas seguramente más determinantes, lo hicieron reacio a conformar un Frente Popular). En un discurso de la campaña presidencial de 1937, Alvear llegó a afirmar que “el Partido Radical es, más que un partido político, una mística emocional del pueblo argentino”. Enfocado en este dilema, es revelador que otras dimensiones de la problemática de la libertad del individuo en la sociedad moderna le resultaran indiferentes. Mística, pueblo, partido-nación: de manera menos desafiante y enfática que la de Yrigoyen, y sin duda más tensionada por su mayor aprecio por la idea republicana y por su visión elitista de la política, Alvear seguía pensando en términos de la Causa contra el Régimen, y concibiendo al radicalismo como la agrupación partidaria que expresaba la unidad del pueblo argentino.
Es sabido que la idea de que la UCR representaba a la nación sufrió una franca desmentida en el nuevo escenario que se abrió en los meses de vértigo que van de septiembre de 1945 a febrero de 1946. A partir de ese momento, la irrupción de una nueva fuerza política surgida de las entrañas del estado desplazaría a la UCR del centro del escenario y reclamaría para sí el privilegio exclusivo de encarnar lo nacional y lo popular. A partir de ese momento, el partido de Yrigoyen debió atravesar una dolorosa metamorfosis. Perdidos sus apoyos entre las clases populares, no tuvo más alternativa que enfocar su atención en ese tercio superior de la pirámide social que luego de 1946 lo siguió eligiendo en las urnas. Esta transformación de su base electoral lo obligó a renovar los tópicos de su prédica política y, desde entonces, se reinventó como un partido que defendía las libertades públicas y los derechos de las minorías. Allí nació, en verdad, el radicalismo que asociamos con el vocero de las clases medias. Una y otra vez, sin embargo, la vieja melodía yrigoyenista (y, ahora podríamos agregar, también alvearista) siguió sonando como música de fondo en los discursos de los jefes partidarios, desentonando con la sociología del nuevo voto radical y la nueva retórica que apuntaba a seducirlo.
De hecho, no fue hasta que la cruel experiencia de la violencia política y de la dictadura de 1976-1983 abriera un nuevo capítulo en la vida pública del país que los argentinos pudimos hallar los estímulos para realizar un examen de conciencia que, por primera vez, puso en cuestión la vigorosa tradición política unanimista que la UCR contribuyó a forjar. En la tarea de proponer como horizonte una democracia dispuesta a reconocer y aceptar a la sociedad argentina como una comunidad compleja y plural –una comunidad que, por definición, no tiene una sola voz y jamás podrá ser expresada cabalmente por un único líder o una única fuerza política– la contribución del último gran líder radical, Raúl Alfonsín, fue decisiva. Pero el hecho de que incluso el dirigente que más hizo para elevar la calidad de nuestra democracia y volverla más amigable hacia la diversidad se viera seducido por la idea de dar vida a un Tercer Movimiento Histórico sugiere hasta qué punto a fines del siglo XX esa aspiración liberal era, y hoy sigue siendo, un proyecto incompleto.
Entre las muchas promesas incumplidas de la era inaugurada en 1983, la de una democracia más sensible a la idea de que todas las personas nacen libres e iguales y, por ende, son merecedoras de un trato igualitario y acreedoras de un mismo conjunto de derechos individuales y colectivos, no es la menor. Las voces genuinamente liberales, históricamente débiles en una tradición que en el siglo XIX estuvo dominada por un liberalismo de gobierno más preocupado por la construcción que por la limitación del poder y que en el XX no fue capaz de ofrecer mucho más que un liberalismo económico hostil a toda idea de comunidad política –y con demasiada frecuencia fue también agresivo y autoritario–, tienen mucho que aportar a esta tarea de reconocimiento pleno de la naturaleza plural de la sociedad y de los derechos de todos los individuos, en particular de los más postergados y los que menos instrumentos tienen a su disposición para reclamarlos. Pero esa contribución tal vez ofrezca mejores frutos si esquiva la tentación de evocar supuestos paraísos perdidos que nunca fueron tales y si, en cambio, se preocupa más por imaginar de qué modo expandir los horizontes de la libertad para todos los habitantes de la fracturada Argentina del siglo XXI.
RH