Reportaje

Pablo Moyano: “No hay conducción política en el peronismo”

23 de octubre de 2022 00:41 h

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Un chico de nueve años quiere ir con su papá a las marchas. Su papá le dice que en un rato lo pasa a buscar, pero después no pasa. El chico, entonces, termina llorando en la piecita. Es la Mar del Plata de los últimos setenta. Barrio Parque Luro. Dos cuartos, una cocina, un comedor. Toda la casa está en el fondo de otra casa, la de los abuelos, donde vive el padre del padre. 

-Viste que dicen… ¿Cómo es? Eso que dicen, que el hijo se enamora de la madre.

-Sí. Vi.

-Bueno, yo me enganché con Hugo.

-¿Por ser el mayor?

-No sé por qué carajo. Lo seguí toda la campaña. Toda la vida al lado de él.

Uno, las campañas, se la sigue a los clubes. Y engancharse, te enganchás la ropa en los alambres. Pero el hijo, este hijo, llegó hasta los 52  años sin dejarse molestar por el problema de las palabras. Engancharse con el padre para decir que a los 9, algo lo enamoraba de él. Seguirle la campaña toda la vida para decir que ese enamoramiento continúa. 

-¿Por qué querías ir a las marchas?

-Sería por el idilio que tendría con mi viejo, qué sé yo. 

Idilio es mucho mejor que enamoramiento. Es una voz más rica, mejor tallada, dice en seis letras todo lo que se propone decir: no se la caen migas de la mesa, a idilio. Enamoramiento, en cambio, no termina más, vas por la mitad y ya te aburrió decirla. 

Escuchar a Pablo Moyano es quedar delante de un festival, el del habla sin vueltas. A pelo, cada palabra que el hijo dice. Difícil, no comprender cuando el hijo habla. Le sale limpio y claro el sentido de la boca. Qué envidia, tener resuelto así el asunto de hacerse entender.

El Mitre a Retiro, después la Cé a Constitución. Tengo una Buenos Aires en el medio desde mi casa en Saavedra hasta el edificio de Camioneros. Son las 11 de la mañana del miércoles 5 de octubre y Pablo Moyano me está esperando.

Cuando digo su nombre en la recepción, algo se abre, se desentumece, frente a mí. El señor que está en la mesa de entrada me manda con el señor que está en la puerta del ascensor, junto a la cartelera de los anuncios mutuales, de donde cuelgan, para el que los quiera pispear, los dos últimos balances del Sindicato. Estoy con otros tres o cuatro esperando que el ascensor llegue. Cuando llega, el señor los detiene a todos, me hace pasar a mí, entra conmigo, toca el botón del tercero por mí, sale del ascensor y les dice a los demás que ya viene el otro.

Subo solo.

Se abre la puerta. Un señor me recibe y me envía con otro que está en una nueva recepción. No puedo evitar sentir, a esta altura, el pertrecho de una reverencia. Me toman los datos y un tercer hombre, que todavía no sé que se llama Lucas, que le puedo ver el largo pero todavía no sé que mide 2,02 metros, ni que conoce los rudimentos de las artes marciales y la defensa personal, me abre la última puerta. Al otro lado, con una sonrisa campera, cercanísima, vestido de jean y chomba blanca, el hijo me dice: hola, queacé.

Antes de acomodarme, me pide disculpas porque ya tiene que irse. Lo sobreseyeron en un causa por venta fraudulenta de entradas y orquestación de asociación ilícita en el Club Atlético Independiente, donde padre e hijo fueron gobierno durante los últimos dos períodos, así que se raja a ver a la jueza. Ahí tiene el saco para ponerse. Nunca usa saco. Me lo muestra como un objeto de plena prueba. Que por favor vuelva a las tres, me pide. Que a las tres de la tarde charlamos de lo que yo quiera.

Un lugar

Borges escribió el Palermo de la orilla. María Moreno, el Once de los copetines. Puig, el pueblo ralo del interior bonaerense. ¿Quién va a dejar escrito este incandescente valle de Constitución? Frente a la Estación, todo es hervor de transporte público y alfajores genéricos vendidos directamente del cartón de la caja. No se ve nada, en esta ansiedad transeúnte de las combinaciones. Pero el edificio de Camioneros está en San José y Pedro Echagüe, es decir, en la Constitución de las calles de adentro, donde el paisaje se revela, en el sentido de que honestiza. El sol del mediodía no espanta ni a las putas ni a las travas que te dejan a mil pé la bolsita de 0.8 gramos de cocaína sacada de entre las tetas. El que no vea en ellas una poética del awante obrero y la sobrevida, no está viendo bien. De golpe, me resulta un encastre bellísimo que Camioneros esté emplazado donde la ciudad pica.

Donde, sola, la ciudad se curte.

Camino entre las saladitas que revientan de camisetas símil Adidas, zapatillas símil Nike. Salen como piña los conitos de McDonalds a 130 pesos. Recién bañados, los tipos en las puertas de los hoteles van dejando escurrir el día. Sobre Garay, sobre Brasil, los bares y los comederos sirven arroz y chicharrón frente a los goles que repiten las televisiones.

Se van haciendo las tres. Vuelvo al edificio de la calle San José. No había visto antes el mural del estacionamiento. En la pared del fondo, recién pintado, haciendo quedar a un Combi que dice Moyano conducción como una vaquita de San Antonio, hay un Hugo Moyano de seis metros que lo abraza todo, el parque entero. ¿Cómo será ser el hijo de este hombre y dejar el auto acá todos los días? De la Biblia al Espantatiburones. De Kafka y su Carta al Padre a Talese y su novela sobre cómo honrarlo. De Abe Simpson a Homero. De Homero a Bart. De Hamlet a Juan Perón -que, bien mirados, son dos relatos acerca del padre omnisciente. Es un nudo de la especie que somos, el vínculo filial. En el nombre del hijo, acá hay dos historias: la de una filiación. Y la de 250 mil camioneros afiliados.

-¿No te pesa en la espalda ese mural ahí afuera?

-Naaah.

-¿No tenés mambo con tu viejo?

-Orgullo, tengo. Y admiración.

-Pero viste que a veces la gente te pone en el lugar de tener que replicarlo.

-Problema de la gente.

-De todas las cosas que Hugo Moyano te ha dicho en esta vida, cuál es la más importante.

-Que nunca, pero nunca, cague a un trabajador.

Una historia

El chico de nueve años que lloraba porque el papá no lo llevaba a las marchas se convirtió en uno de 13 que después de clase, en la escuela 33 de la avenida Luro, prepara chocolatadas para los pibes del barrio, y lo hace dentro de una Unidad Básica. Es decir, milita.

-¿Qué adolescente fuiste?

-Terrible boludón. 

-¿Eh?

-Horrible para bailar. Fútbol todo el día. Ni auto se me dio por tener.

-¿No ibas a los boliches de la avenida Constitución?

-Nunca en la vida. 

-¿Y qué hacías a los 15, a los 16?

-Me juntaba en casa para jugar a las cartas con los pibes.

-¿No le afanabas el Falcon a tu viejo para salir a pistear?

-Me mataba, Hugo. Además, yo aprendí a manejar a los 23 años.

-Ah, sos una sorpresa.

-La gente no me conoce. Cree que soy lo que dicen los noticieros, pero no me conoce. Y yo tampoco hago nada para que me conozcan. Qué me importa, a mí. 

-¿Si no te importa la gente qué es lo que sí te importa?

-El afiliado. 

-¿Qué más?

-La familia del afiliado.

Pablo Moyano, como el padre, como la madre del padre, es evangélico penstecostal. Le alcanza con rempujar para atrás la silla con rueditas y estirar el brazo hasta un estante para volver con una Biblia en la mano y ponerla sobre la mesa delante de mí. No le entra en la cabeza, dice, que los evangélicos del mundo formen trama con las derechas del mundo. No dice trama. Yo digo trama. Que nunca un cristiano evagélico puede estar junto a un garca. Y garca sí dice. Fuerte lo dice. ¡Garca! De nuevo: un festival del habla sin vueltas.

Una mujer

La carrera sindical de Hugo Moyano entró a pedir pista con su primera anotación, el hijo lo llama “primera conquista”. Fue cuando Verga Hnos., la empresa de mudanzas donde Hugo era chofer y delegado, accedió a pagarle a los empleados la ropa de trabajo. Después se volvió subsecretario de alguna cosa en Buenos Aires. Tenía 17 años, el hijo, cuando tuvo que mudarse con su familia a la capital. Terminó el secundario en el Colegio América de Independencia y Entre Ríos. Seguía sin manejar.

Hay dos momentos que yerran fuerte la vida Pablo Moyano. Cuando a los 20 conoció a Patricia, la hija de un zapatero con la que tuvo tres hijos. Y cuando a los 40 Patricia se le murió.

-Fue la peor mierda de mi vida.

(“Peor mierda”, la contundencia arrasadora de un concepto).

-¿De qué te agarraste, ahí?

-De Dios. De la palabra de los pastores. De algunos amigos que no eran los amigos del campeón. Me quedé solo con un hijo de 6, uno de 8 y uno de 9. Me curtí p’al resto de la cosecha.

-¿Qué significa eso? 

-Que ahora cuando me dicen mafioso, extorsionador, me resbala. Después de la muerte de Patricia no hay bala que me entre.

La charla va y viene por el recuerdo de aquellos días. Tres pibes y tres escuelas diferentes. El de 6, que entraba siete y media. El que entraba a las ocho menos cuarto. ¿Era el de ocho o el de nueve que entraba ocho en punto? La deriva de la conversación nos lleva hasta el momento en que le pregunto cómo habrá sido aprender a manejar con el líder camionero Hugo Moyano. No te ves venir la respuesta, es un quiero vale cuatro de la sorpresa. 

-A mí me enseñó a manejar Patricia.

-...

-Ya era un boludo grande, yo.

-...

-Teníamos un Duna gris.

-...

-Ya me daba vergüenza que mi mujer me llevara al fulbo.

El hijo del Jimmy Hoffa argentino, James Caan en Sonny Corleone, Caponi en el Tigre Verón, el que se le  planta a las patronales y te para las rutas. Ese mismo. Le daba vergüenza caer en la canchita con la jermu al volante del Duna y entonces le pidió, a la jermu, a la jabru, a la patrona, que le enseñara a meter el embrague. Es formidable la ignorancia que podemos construir en la autopista inexacta de la información. Es formidable, los desinformados que estamos. Acá hay dos sorpresas dentro de la misma sorpresa. Una, lo que está contando. Y dos, que con toda naturalidad lo esté contando. No se come la curva del gaste muchachista, Pablo. No parece alguien preocupado por lo que le vayan a decir. A que no son un problema, para el hijo, las palabras propias hay que sumarle entonces que no son un problema, para el hijo, las palabras de los demás.

Un hermano

Pablo Moyano es ancho, tiene asado en el cuerpo, y un pelucón que no le afloja con la edad. Facundo Moyano, en cambio, lo contrasta. A Facundo se le ve desde acá la preocupación por cómo le corta el bicep en la foto, por cómo le cuadra el saco. Facundo:

tuerce la boca/ 

se arregla el pelito/ 

toma un trago/ 

y renuncia a diputado.

-¿Cuántos son ustedes, los hijos de Hugo?

-Yo, que soy el primero. Después viene Paola, que tiene 50. Karina, que también milita acá,  en la Secretaría de la Mujer. Y Emiliano, que falleció. Tuvo un problemita y falleció haraaá… ocho años. Después viene Facundo, el más conocido. Después Huguito, el abogado. Y después Gerónimo.

–Vos sos más conocido que Facundo. En todo caso, a él le quedarán mejor las camisas.

-Jajaja, ojalá todos estuviéramos así de flaquitos. Envidia sana. 

-Hay pica, ¿no?

-Naaah. Cada cual tiene su personalidad. Él es muy preparado, ¿viste? Ha estudiado mucho. No sé para qué. Pero es muy estudiado, él. 

-Hay pica.

-No, en serio. La relación es buena.

-¿Lo querés?

-Por supuesto, es mi hermano.

-¿Se quieren?

-Discutimos. Él a veces reniega del movimiento obrero, que es de donde surgió. Tenía un cargo importante como diputado, después se fue. Por ese lado, es medio complicado. Pero en el fondo, los dos estamos con el mismo objetivo, que es conseguir lo mejor para la gente.

Salgo del edificio de Camioneros como entré, con la venia del saludo en ristra hecho de una cantidad de señores que saben, y porque saben me saludan, que vine a ser recibido por Pablo Moyano. Una vez en la calle, hago veinte metros a la izquierda y me meto en el estacionamiento. Hugo, el padre, en toda la majestad de su mural, en todo su gigantismo, sigue ahí. Abajo de él, entrando por lo que vendría a ser su axila, están las ollas de Camioneros Solidarios, el sector de donde salen alimentos y viandas para los barrios de un conurbano en emergencia. En unos días volveré a encontrarme con el hijo, pero esta vez será en su oficina de la Cegeté. Son las cinco de la tarde y en su fuga bandolera, sin alarde ni consternación, va buscando el último sol del día, el valle de Constitución .

Una central obrera

Si Camioneros se deja contar por el barrio que lo rodea, la CGT se deja contar por el edificio que la contiene. Y entre el suelo del primero, la efusiva extensión de su cateto horizontal; y la elevación de la segunda, el esplendor de su perpendicular en altura; forman el ángulo recto de un nombre y su escuadra: Hugo y Pablo, padre e hijo, los Moyano. Hugo va primero porque todo legado tiene su vector.

Azopardo 802, en el Bajo. El bajo pueblo, el bajo fondo, la baja estofa, la baja catadura. Podemos hacernos un lollapalooza de semiosis a la gorra con esta reducción de un punto en el damero. No estoy seguro de que sirva para algo.

Inaugurado por Juan Perón el 18 de Octubre de 1950, sobre un terreno donado por Eva Perón al músculo de clase que traccionó el peronismo fundante, este sitio donde estoy entrando en esta tarde del 13 de octubre es un nodo espinal de todos los peronismos, una pieza de la arquitectura racionalista, con vecindades en el art decó, declarado Monumento Histórico Nacional en 2007, y que guarda memoria y balance de un movimiento político sin el cual no hay forma de pensar la Argentina. De revisarla. De comprenderla.

Encuentro acá menos gente recibiendo periodistas. Un único sujeto me acompaña hasta la oficina del hijo, y el hijo es uno de los tres secretarios generales de la Confederación General del Trabajo. La oficina de Moyano hijo fue, durante 12 años, la oficina de Moyano padre. Y antes, la de Saúl Ubaldini. Y antes, la de José Ignacio Rucci. Entrar en este cuarto es entrar en el puente de mando del movimiento obrero argentino, el lugar desde donde ha sido gobernada la tradición sindical de la Nación.

-¿Ahí se sentaba tu viejo?

-Sí.

-Y ahora te sentás vos.

-Sí.

-Y decís que eso no te ancla.

-Acá hay que resolver quilombos todos los días. Quilombos grandes, que afectan a mucha gente. No tenés tiempo de andar pensando quién es tu papá.

La CGT va a terminar haciendo dos actos para el 17 de Octubre, el día de la Lealtad peronista. Le pregunto por la fractura expuesta de la central obrera y me dice que no le pueden pedir a ellos unidad si desde el gobierno no bajan unidad. Finalmente, es razonable que se multipliquen los actos en la medida en que se multiplican los comandos. Tal vez corresponda esperar dos actos en un país donde hay dos conductores. Dice Juan Villoro, a cuento del sujeto que se reparte entre dos pasiones, o dos amores, que una felicidad es toda la felicidad. Pero dos felicidades no son ninguna felicidad. Como si lo hubiera leído, Pablo me cruza el punto, porque si hay dos conductores en realidad no hay ningún conductor. Ya sabemos, igual, que el tipo habla sin rosca, así que simplemente dice:

-No hay una conducción política, hoy, dentro del peronismo.

Una medalla

-¿Cómo te fue con la jueza, el otro día?

-Bien, muy bien. Ya está eso.

-¿Qué edad tiene Hugo ahora?

-78.

-Al margen de la situación judicial, e incluso de la situación política, ¿podemos ver la caída de Hugo Moyano en Independiente un poco como el final, la despedida, de su larga, carrera dirigencial?

-Mirá, en Independiente tuvimos dos mandatos. El primero, brillante. Se ganaron dos copas internacionales, terminamos el estadio, los predios. Y en la segunda etapa, cuando comienza la persecución del macrismo, en lo judicial, donde todos los días el presidente y el vicepresidente de Independiente iban presos por corrupción, decime, ¿Quién iba a esponsorear la camiseta? ¿Qué jugador iba a querer venir? ¿Qué técnico iba a querer venir? Estuvimos dos años, en la tapa de los diarios, que íbamos en naca.

-Okay, pero como en las carreras de postas, hay un momento donde tenés que entregarle el testimonio al corredor que sigue.

-Puede ser que Hugo se cansó. Y viste cómo es el fútbol: no entra la pelota y fuiste.

-Con Larreta tuviste que negociar contratos de la recolección de basura…

-Se la puse a Larreta. Tuvieron que pagar 500 indemnizaciones al contado y la continuidad laboral, en todo el tema de las grúas de acarreo.

En la última marcha de la CGT, Pablo Moyano se subió a un camión repartidor de bebidas y, sin que nadie lo hubiera planificado, megáfono en mano, con el canillita Omar Plaini parado ahí al lado, le habló no al presidente de la Nación, ni siquiera a un sujeto de apellido Fernández, sino a Alberto, al compañero Alberto, y le dijo: “sentá a estos tipos”. Los tipos son los formadores de precios, los bancos, los empresarios. “Sentalos que los trabajadores te vamos a bancar”, dijo, e hizo gravitar el imperativo, lo usó sin rodeos, derecho viejo, y hay algo estremecedor en que el imperativo fuera: sentalos. Me pareció, cuando lo escuché, que ahí había un esplendor de la palabra desnuda. Y ahora lo escucho decir que a Larreta “se la puso”. Cuando sea grande quiero hablar así, prescindiendo, casi, de las palabras.

–¿Qué diferencias encontrás entre Larreta y Macri?

-Ninguna.

-¿Ninguna?

-Fueron los dos del mismo gobierno, empujaron los dos las mismas leyes, así que ninguna. Yo llevo una medalla encima, ¿sabés?

-¿Cuál?

-No conozco en persona a ninguno de los dos.

Se queda mirándome un segundo demás, Pablo. Lo de la medalla va en serio.

-¿Viste El Tigre Verón?

-Vi tres capítulos, después me hinché las pelotas. Muchas coincidencias, ¿No? En pleno macrismo, desde Canal 13, se muestra cómo aprieta la mafia sindical. El hijo mayor, que vengo a ser yo, se falopea todo el día. 

-Yo la vi entera. Al final, en esos personajes, hay un punto de nobleza. Y una profunda humanidad.

-¿Vos decís?

-Te lo juro.

-Bueno, capaz le doy otra oportunidad.

-¿Cuando Patricia te llevaba en el Duna a jugar al fútbol, de qué jugabas?

-De lo que jugué toda la vida, de 9.

-¿Qué tipo de 9?

-Fuerte, cuerpeador.

-Gabrich en Newell’s.

-El Tanque Denis en Independiente.

-Hay que ser fuerte y cuerpeador para ir a una paritaria.

-Si, pero ahí la fuerza no es tuya, es la que te da el afiliado. Es la fuerza de la representación. 

-De acá se llevaron el cuerpo de Eva Perón, ¿no?

-Sí, del segundo piso. Hijos de puta.

-¿Podemos ir?

El pastel de las paredes, el mármol de los revestimientos, los bustos lustrados de los pasillos, las hojas de hierro de los ascensores, el fulgor del parquet bajo los pies. Caminarle el estómago a este edificio de la Cegeté es un viaje a los materiales que envolvían la vida cotidiana de los años cincuenta. El peso de las cosas, la gravedad del aire, la holgura de los espacios, la vastedad.

Al mural de Miguel Petrone en el auditorio Felipe Vallese solo le falta Eva Perón parada delante de él, como en aquel 8 de diciembre de 1950. Por lo demás, los trazos y el diseño parecen estar a salvo del tiempo.

Avanzamos con Diego Levy, el fotógrafo, dentro de un racimo de personas hasta que llegamos a la que fuera la oficina de Eva Perón. En el segundo piso, el espacio se abre en un claro. Y dentro de él, un cuarto breve, pequeñísimo, conserva, bajo las duras luces de tubo, una cama de acero quirúrgico. Toco la cama. Toco el metal. Le pregunto a Pablo Moyano si fue de acá de donde se la llevaron. Me dice que sí, que de aquí mismo, que de este mismo lugar el cuerpo de Eva Perón fue robado. A uno de nosotros, que tal vez haya sido yo, se la cae entonces de la boca:

-Hijos de puta.

AS