La parte lateral de la motocicleta que conduce un chico de entre 20 y 25 años con su mochila de repartidor tiene atravesada una muleta como si fuera la lanza de un soldado. Cuando frena saca la muleta y se apoya en ella para no dañar la pierna enyesada, tocar el timbre y entregar su pedido. Dos veces durante los últimos meses pude observar ese extremo en las calles de Buenos Aires. Tal vez lo peor de los contagios y las muertes por Covid-19 haya pasado. Pero los horrores pandémicos no son pasado. Y tampoco son pasado los sentimientos formados, incubados y todavía marchantes por las más diversas procesiones subjetivas: algunas van por dentro, otras son gritos destemplados, otras son síntomas agudizados, pocas de ellas son la superación definitiva de un golpe y, por eso mismo, la pandemia no pasó.
Si la exasperación supera a todos, por todos lados ya no es posible utilizar categorías psicológicas individuales, si es que estas existen puras en alguna otra situación. Por tras de los que aparecen como exabruptos personales está un conjunto de dislocamientos que son el efecto de la pandemia, las políticas destinadas a contenerla y los consecuentes hechos y debates a que han dado lugar el virus y las controversias sobre sus efectos, su tratamiento individual y social y su prevención masiva. Claro que muchas de las situaciones que pueden discernirse como motivos de la exasperación no son frutos exclusivos de la pandemia sino también de años previos de estancamiento, perdidas económicas y beligerancia creciente. Pero no es menos cierto que esas proveniencias se anudaron con las situaciones pandémicas permitiendo las emergencias que estarán estallando ante nosotros por mucho más tiempo que el que nos gustaría.
En el libro que recientemente organizamos con Fernando “Chino” Navarro, (Dolores, experiencias, salidas: un reporte de las juventudes durante la pandemia en el AMBA) observamos tres niveles de esos anudamientos siguiendo el uso ampliado que Pablo Touzon y Federico Zapata le dan a la palabra fracking. Perforación triple que viven toda la sociedad y, de manera específica, las juventudes. Algo de lo que concluimos en ese trabajo sigue aquí.
A nivel subjetivo y familiar las personas jóvenes tuvieron que enfrentar situaciones que implicaban exigencias superiores a las que habían enfrentado hasta el momento o a las que esperaban enfrentar. A veces debieron asumir cargas inesperadas dentro de los hogares, otras cargaron con las consecuencias del empobrecimiento de sus familias y, en general, se vieron obligadas a tomar parte de situaciones educativas poco comunes en las que se enfrentaban a prácticas que implicaban para muchísimas de ellas imposibilidades materiales: no tenían datos, conectividad, equipos o entorno adecuado ni docentes preparados. Incertidumbres acerca del proceso educativo, iniciaciones irregulares o postergadas que acentuaban las dificultades, cierres pobres o también postergados que abarcaban no sólo la dimensión cognitiva sino también la emocional e institucional. También afrontaron aceleraciones del tránsito a los papeles laborales o a nuevos y más exigentes papeles familiares debido a que la pandemia imponía una reconfiguración de los roles en el seno de la familia, de la pareja y de su propia subjetividad. Otras veces, por efectos de la combinación de las restricciones, las tensiones familiares y los límites de la presencia estatal a través de mediaciones judiciales y/o terapéuticas padecieron regresiones personales y reconfiguraciones familiares empobrecedoras y violentas. En todos los casos las personas jóvenes debieron extraer energías suplementarias en una fase de la vida que, por definición, los desborda. Esas situaciones encontraron a las juventudes, metafóricamente hablando, en una exploración de profundidades, sacando leche de piedras, es decir, explorando sus límites en una especie de fracking subjetivo y relacional en su mundo micro. Pero también debe hablarse del fracking en las relaciones económicas que tuvieron que asumir las personas jóvenes que ingresaron al mundo del trabajo en el contexto pandémico. Incluso los que identificaron oportunidades laborales provechosas que les dieron rendimientos inmediatos y posibilidades inéditas a futuro lo hicieron a costa de una explotación intensiva del tiempo que era posibilitada por las restricciones pandémicas, pero que era compensada por limitaciones en otros planos. Muchísimo más exigida estaba la situación de quienes debieron asumir emprendimientos individuales de destino incierto y con capitalizaciones basadas en deudas o mutilaciones patrimoniales, en las que las relaciones costo-beneficio eran apenas ventajosas y exigían dedicaciones absorbentes, al mismo tiempo extensas e intensivas. En el mismo plano económico debe verse la situación de las personas jóvenes que ingresaron o se mantuvieron en ramas como las de pasteleros y gastronómicos, que afrontaron recortes salariales o extensiones de la jornada de trabajo no remunerada y, junto a ello, la multiplicación de sus funciones sin ningún tipo de incentivo o premio. En todos estos casos también se trató de extraer energías suplementarias que se encontraban en un nivel más profundo y menos explorado de la subjetividad y del propio cuerpo.
Una segunda dimensión de fracking que no sólo abarca la subjetividad y las energías personales, sino que las tres dimensiones del fracking pandémico también opera sobre los marcos laborales. La pandemia los destrozó y mucho de lo que hoy puede constatarse como caída de la participación de los trabajadores en el ingreso nacional se origina en ese desbalance. Finalmente, una tercera dimensión es la de la sobrecarga y el desgaste que abarca a las juventudes como parte de configuraciones sociales que parecen haberse desfondado en sus fundamentos políticos. Una de las características centrales de esta epidemia es la letalidad del virus relativamente baja combinada con su altísima difusión y replicabilidad. Este rasgo es el que explica el principal efecto social y político de la pandemia al menos en occidente. Dado que su letalidad puede ser controvertida o minimizada puede discutirse más radicalmente la pretensión estatal de establecer un gobierno basado exclusivamente en una regla sanitaria que tenía el efecto de paralizar la economía y la vida educativa o recreativa. Así, los Estados debieron imponer a regañadientes de la sociedad unas medidas que se tomaron por una razón relativamente intangible desde el punto de vista de los ciudadanos: las medidas sanitarias se anticipaban a posibilidades catastróficas que finalmente no se dieron justamente porque esas medidas se cumplieron en algún grado. Por eso mismo esa imposición, que resultó en un bien intangible, debilitó la relación de los sujetos con el Estado: éste los “encerró” para salvarlos de algo que en su representación y en los resultados finales no era tan peligroso. Una especie de adhesión retrospectiva a Boris Johnson parece acompañar las penas del mundo post pandémico. No es la única reacción: se encuentran también la de aquellos que han padecido la enfermedad y la de los que han perdido a seres queridos y cercanos. Pero para estas personas, por otras razones, el Estado tampoco es un santo. Muchos de los que quisieron ser cuidados no podían aceptar los cuidados. La pandemia debilitó el poder del Estado de hacerse obedecer y debilitó muy ampliamente la fe de los sujetos en el Estado: la conjunción de la insubordinación con el cuestionamiento a las formas de estatalidad vigentes en los distintos países expresa el consumo acelerado de un acervo de legitimidad exhausto. Tercera dimensión, entonces, del fracking pandémico que contiene y determina a las dos anteriores. Este mapa de dolores es el que deben afrontar la sociedad y la política para acotar lo más posible el daño de la epidemia al cuerpo social.
PS