Cuando un joven empieza a salir de noche, todavía siendo menor de edad, le puede resultar más sencillo llamar a un camello y comprar una pastilla de éxtasis que entrar a un supermercado e intentar que le vendan una botella de ron. Imaginen qué acabarán eligiendo muchos.
El ejemplo demuestra que cuando algo es ilegal no significa que esté más o mejor controlado. Tal vez al contrario: hay una serie de requisitos sobre su calidad, su pureza y su acceso que quedan en manos de criminales en lugar de las autoridades. ¿Ha sido efectivo prohibir las drogas?
Hasta finales del siglo XIX (en algunos lugares incluso hasta principios del siglo XX), los ciudadanos eran libres de alterar su conciencia con las sustancias que quisieran. No debería hacer falta usar el manido recurso de que la cocaína y varios opiáceos podían comprarse en la farmacia. Tampoco recordar que la humanidad ha consumido estupefacientes desde tiempos inmemoriales sin rasgarnos las vestiduras.
En Las Drogas, de los orígenes a la prohibición (Espasa), el pensador Antonio Escohotado documentó cómo las primeras referencias a la adormidera aparecen en tablillas sumerias del tercer milenio antes de Cristo. El opio figura también en jeroglíficos egipcios y en La Odisea de Homero. Se dice que Aristóteles, Platón, Sófocles, Sócrates, Plutarco y muchos más tuvieron experiencias visionarias tomando un concentrado con propiedades similares al LSD en los ritos de los misterios eleusinos. Se presume que Nietzsche era adicto al opio cuando escribió Genealogía de la Moral.
¿Cuándo y por qué decidimos perseguir penalmente a las drogas? ¿Ha servido de algo prohibirlas durante más de un siglo? ¿Quién ha sido el principal perjudicado? ¿Es legítimo que el Estado imponga lo que podemos tomar y lo que no?
La semana pasada se inició una prueba piloto de tres años en Vancouver (Canadá), donde se permitirá la posesión de cantidades inferiores a 2,5 gramos de cocaína, heroína, éxtasis, morfina… En lugar de multas o arrestos, los usuarios recibirán información o serán derivados a servicios de atención social si así lo desean. En Oregón (EEUU) se tomó una decisión similar hace dos años.
“El consumo de sustancias es un problema de salud, no un problema penal”, señaló al respecto la ministra de salud mental y adicciones de la región. “Necesitamos dar este paso adelante para abordar la vergüenza y el estigma”.
Los resultados de la prohibición de las drogas están a la vista de todos y sus efectos se extienden por todo el mundo. El resumen es que ha sido un auténtico desastre: adulteración de sustancias que desembocan en accidentes mortales, vidas truncadas por la cárcel o el estigma y un consolidado poder paralelo, el narcotráfico, que no existiría si las drogas fuesen legales.
No hablamos solo de Sudamérica: la policía holandesa alertó en 2018 del peligro de que Holanda se convirtiera en un narco estado ante el poder que las mafias de la droga estaban ganando en el país. La situación en México es todavía más funesta: más de la mitad de la población cree que el crimen organizado es una institución más poderosa que el propio Gobierno.
Defender la despenalización de las drogas es cada vez una postura menos radical porque la evidencia habla por sí sola. La lista de ex gobernantes y mandatarios que se manifiestan en este sentido no para de crecer: el presidente de Colombia Gustavo Petro, los expresidentes Felipe González y Pepe Mujica, el exsecretario general de la OTAN Javier Solana, el exsecretario de Estado de EEUU George Schultz, también expresidentes de Brasil, Perú, Colombia, Chile…
Existe, además, consenso entre los historiadores en que las primeras políticas prohibicionistas no estaban basadas en la ciencia ni la salud, sino que tenían un sesgo claramente racista: se buscó criminalizar o aislar a los migrantes chinos fumadores de opio, a los esclavos que consumían cocaína o a los nativos y curanderos sudamericanos que fumaban marihuana.
La prohibición fue también un asunto moral y de clase y lo sigue siendo a día de hoy: la legislación castiga más a los pobres y a los jóvenes que a los ricos y a los mayores, porque tienen donde refugiarse para consumir drogas sin que nadie les juzgue. Hasta hace poco, las penas por poseer crack en EEUU eran 100 veces superiores que las que se imponían por poseer cocaína, a pesar de que farmacológicamente son muy similares. La primera la toman los pobres y la segunda los ricos.
Más allá de los efectos negativos que ha tenido la prohibición en tantas capas de la sociedad, del peligro para la salud que supone dejar las drogas en manos del mercado negro, del clasismo que impera en el origen y en la actual legislación sobre drogas, al final hay un motivo que debería ser igual de relevante: tomar o no tomar drogas es una cuestión de libertad individual en la que nadie debería inmiscuirse.
El filósofo Stuart Mill lo resumió a la perfección hace más de un siglo en su obra Sobre la libertad: los ciudadanos adultos de un país libre tienen todo el derecho a hacer consigo mismo lo que ellos quieran, siempre y cuando no produzca un daño a terceros.
Aunque a algunos les cueste admitirlo, tomar drogas es una expresión de nuestra libertad personal en la búsqueda del placer. ¿Debería el derecho penal imponer la moral por la vía de la fuerza? La respuesta, vistos los resultados, es que no. Una moral impuesta de manera coercitiva es -o debería ser- una contradicción, como ya señaló hace 40 años el prestigioso catedrático Emilio Lamo de Espinosa en su defensa de la despenalización.
Después está otra cuestión. ¿Y si las drogas no fueran tan malas como nos las han pintado? ¿Y si la mayoría de información al respecto, ampliada por los medios de comunicación, partiera de un consolidado sesgo moral impuesto durante décadas? ¿Por qué cuando hablamos de drogas nos centramos solo en el pequeño porcentaje que sufre una adicción, y no en la mayoría que las consume sin que eso suponga ningún problema?
Anne Katrin Schlag, psicóloga, investigadora y durante años profesora del King's College de Londres, analizó la mayoría de estudios y datos oficiales disponibles y concluyó que los consumidores que desarrollan un “consumo problemático” oscilan entre el 25% en el caso de la heroína y un 10% en drogas psicodélicas. La mayoría de datos públicos ofrecen porcentajes similares.
También es malo abusar del azúcar, de la comida basura, de las pantallas, del tabaco o del alcohol. También generan adicción y nadie lo prohíbe, aunque últimamente proliferan regulaciones sobre la publicidad y campañas para concienciar sobre todo a los menores.
Carl Hart es doctor en neurociencia, investigador y profesor de psiquiatría en la Universidad de Columbia (Nueva York). Llegó a ser el jefe del departamento de psicología de esa prestigiosa universidad. Durante casi tres décadas ha investigado los efectos que tienen las drogas en humanos y ratones. Nacido en uno de los barrios más desfavorecidos de Miami, sufrió en primera persona la delincuencia y los estragos sociales vinculados a las drogas en la comunidad negra. Sus conclusiones, sin embargo, escapan de la norma.
“Los resultados de una impresionante base de datos de nuestro laboratorio muestran que las drogas producen efectos predominantemente positivos”, explica por correo electrónico. “En pocas palabras, el consumo sensato de drogas puede mejorar la vida y por eso hay un gran número de personas sobrias y honradas en nuestra sociedad que las consumen”.
En su último libro, Drug use for grown-ups (Penguin, por ahora sin traducción al español), Hart lanza una bomba en el prólogo: confiesa que desde hace un lustro consume heroína de vez en cuando. Aún así es un profesional respetadísimo, un adulto funcional y un responsable padre de familia.
¿Cuántos hay cómo Hart? Los datos disponibles muestran que buena parte de los consumidores de drogas están en esa situación y nadie parece tenerlos en cuenta porque la mayoría permanece en el anonimato. ¿Cuántos prefieren ocultar a la sociedad que de vez en cuando consumen alguna droga por miedo a lo que pensará el resto? ¿Por qué no sucede lo mismo con el alcohol, con tasas de adicción altas y una de las sustancias más difíciles de abandonar?
“Hay mucha más gente que tiene experiencias con drogas de lo que el público sabe, pero la mayoría tiene miedo de reconocer públicamente que las consume”, prosigue Hart en su correo electrónico. “Saben que las comunidades están asediadas de información que solo hace hincapié en sus efectos nocivos, e incluso mortales. También saben que los consumidores de drogas son habitualmente menospreciados”.
Hart cree que los medios de comunicación y los productos culturales hemos ampliado esta visión sesgada del consumo de drogas. “¿Has visto alguna película sobre la heroína que no se centrara en la adicción?”, pregunta. “¿Quién va a querer ver una película o leer un artículo sobre una persona que consume heroína un par de veces al mes, va a trabajar según lo previsto y cumple con sus responsabilidades sin incidentes? Nadie. Sería demasiado aburrido”.
La postura de Hart tiene, evidentemente, muchos detractores y entre ellos se encuentran prestigiosos profesionales. No se trata de banalizar las adicciones ni esconder que un porcentaje de los usuarios de drogas acaba desarrollándolas con graves consecuencias para él y su entorno. Lo que pide este investigador es que se abra la mirada y se tenga una visión que vaya más allá del simplista “droga mala” y admitir que la mayoría de los consumidores obtienen placer de los estupefacientes y pocas contrapartidas negativas. Y, lo más importante: por mucho que estén prohibidos no dejarán de consumirlos.
El verano pasado Josep Rovira, fundador del reputado proyecto de reducción de riesgos Energy Control, me dijo una frase que se me quedó grabada. “Nadie dejará de conducir porque muera gente en la carretera ni dejará de tener sexo por riesgo a contraer una enfermedad”, me explicó. “Pasa lo mismo con las drogas. De lo que se trata es de que todo el mundo tenga información para que lo haga de la manera más segura posible”.
Despenalizar las drogas no debería ser ningún experimento, básicamente porque así ha vivido la humanidad durante toda su historia. El experimento fue prohibirlas. Más de 100 años después y constatado su fracaso, ¿tal vez tocaría regresar al punto de partida?