La deserción de la política

Los diputados caminan nerviosos por los pasillos del Congreso. Algunos, los más liberados de responsabilidades y sin nada que perder con el sentido de su voto, conversan con periodistas y asesores en Pasos Perdidos. Los otros intentan llegar al recinto sin ser divisados por los medios acreditados. “No puedo votar eso”, exclama exaltado un legislador a su asesor en una de las escaleras, mirando a ambos lados para cerciorarse de que no fue visto ni escuchado. “Si voto eso, en las redes me linchan”, admite luego con una resignación que le hace bajar el tono.
Mucho ha cambiado en la política y en la comunicación desde los días en que Raúl Alfonsín recordaba el preámbulo de la Constitución para emocionar a su auditorio; o de aquella Semana Santa de 1987, cuando Antonio Cafiero corrió sin dudarlo para acompañar a su rival en el Gobierno ante lo que se parecía a otro intento de golpe de Estado. Pero sin dudas, lo que realmente constituye una revolución en el proceso de la comunicación política es el insumo invalorable que significa el acceso a los datos que proveen los electorados, la información que regala la propia sociedad sobre ella misma, en la que trasmite cuál es su estado de ánimo. Este capital clave con que cuenta la política desde hace ya varios años no es una llave segura al éxito o a un triunfo indudable, es un mapa para orientarse, para el que la política debe elegir el sendero. ¿Dudaría Alfonsín, en estos días de naipes dados vuelta, en citar el Preámbulo, si sus asesores le dijeran que es indiferente o aburre a su público? ¿Y Cafiero en acudir a respaldar al Presidente y adversario, si le indicaran que no sería conveniente? Creemos que no. Pero parece quedar poco de aquella cultura de la que ambos fueron parte y que también ayudaron a construir. Vivimos el tiempo de la canonización de la política on demand.

Aquí es donde este texto puede parecer ingenuo, aunque creemos que después de un instante exhibirá el pragmatismo y la utilidad que podrá tener para algunos.
Hace unos años, un senador nacional de una provincia importante, citó en su despacho del Congreso a un consultor independiente para optimizar su posicionamiento en los medios de comunicación. El asesor llegó acompañado de alguien de máxima confianza del legislador. El anfitrión comenzó a plantear sus expectativas y necesidades en materia de comunicación mirando alternativamente a su hombre de confianza y al invitado. “Me fue muy bien en el debate de la semana pasada (una discusión que acaparó por completo la atención de la opinión pública y marcó la agenda de los medios durante un tiempo considerable), mi discurso en el recinto tuvo no sé cuántas reproducciones en YouTube y me empezaron a llamar de la radio y la televisión de todo el país”, compartió entre orgulloso y desorientado. “Entonces –continuó, –empecé a pensar en que podría hacer algo con todo eso (medios, comunicación, público).
El hombre de unos sesenta y pico, quizá un dirigente valioso, miró al visitante con un gesto de desamparo, como si estuviera requiriendo una respuesta contenedora o una brújula para abordar la cuestión.
El asesor entendió la situación y le hizo una pregunta breve para empezar a comprender algo más. “¿Cuál es el objetivo en lo político?”, inquirió suponiendo que esa intervención sería el inicio de una larga charla en la que pudiera indagar lo suficiente acerca de su cliente potencial. Hubo un silencio de unos segundos. El senador lo observaba con un gesto que fue difícil de leer para sus dos interlocutores. Se incorporó en el sillón, descruzó las piernas y respondió entre lacónico y resignado: “Buena pregunta…”. Dejó pasar otros pocos segundos y, mirando a su hombre de confianza (que tampoco tenía una respuesta), agregó. “Tiene razón él…”, concluyo, señalando al tercer hombre en la sala.
Lo que siguió fue una charla sobre las bondades de su provincia, la dificultad de conseguir vuelos para venir a la Ciudad los lunes a la mañana y algo de fútbol.
Los casos apuntan a plantear, en principio, una obviedad: sin un objetivo político, los datos no tienen demasiada utilidad, reciclando a Séneca. Aunque quizás pueda ser aún más complicado que sean los datos y la turba anónima y voraz de X, los que conduzcan a la política y finalmente al diseño de una sociedad. Vemos a diario la configuración de una cultura nueva, que observa al Estado como un obstáculo, un enemigo; una cultura en la que es natural celebrar cuando se ordena orgullosamente el despido masivo de empleados, o reírse como una horda impune cuando un presidente se divierte con el desmayo de un chico que se encuentra parado a su lado en lugar de interrumpir su discurso y preocuparse por su salud. Un contexto novedoso en el que las ironías necesitan ser aclaradas.
Hace más de una década se presentó como la gran revelación de la comunicación política la idea de que a la sociedad solo le interesa su “metro cuadrado”, lo que les pasa a ellos, sin que importe demasiado lo que ocurre alrededor. Y, por lo tanto, vota en ese sentido. Una conducta a la que nos hemos acostumbrado y un dato fundamental como recurso de comunicación política. El concepto fue presentado por sus promotores con un pragmatismo casi cínico del que se jactaban. Al fin, ése era su trabajo. La política adoptó la novedad y la convirtió en un tótem. Las propuestas eran (son) siempre de corto plazo: ganar una elección, como si los efectos de esa comunicación, y de las políticas públicas surgidas de ella, no produjeran ningún efecto en la constitución de una sociedad. En la política del metro cuadrado se afirma aquello que el público está queriendo escuchar de la dirigencia, de acuerdo con los datos recibidos. Es posible que en esta nueva versión del “cualquierbondismo” no se paguen costos, ante una sociedad que no conoce la razón por la que un presidente no debe difundir una estafa desde sus redes, o a la que no le resulta relevante.
¿Satisface el resultado obtenido, a quienes se ciñeron a ese método aséptico de analizar los datos? Lógicamente, este planteo no está dirigido a quienes han ganado con este estado de cosas. No es para los dirigentes y técnicos que conocen las teclas, las notas y los acordes que se deben tocar en la comunicación de medios y redes para proponerle a la sociedad un plan de corto plazo devenido en este neopopulismo cínico que paga a fin de mes Es para esa mayoría de dirigentes que no han tenido pruritos en seguir al pie de la letra la voluntad de los datos y los mandatos de las tendencias en redes sociales. Los que agachan la cabeza, miran para otro lado o se rinden al grito airado que los acusa de pertenecer a una clase parasitaria, solo por hacer política y haber creído en ella. Los mismos que admiten azorados el dominio y la comodidad de su adversario en X, pero no dudan en ir a dar una pelea discursiva infantil en el campo de batalla más conveniente para el rival, con las armas que éste mejor maneja y con las que obtiene el máximo rédito. Tal vez la pelea esté en otro lado y con otras armas, sin que esto implique ignorar las redes sociales.
En los últimos años, la política se despierta cada mañana integrando y teniendo que dialogar con una comunidad que ya no le agrada ni le resulta afín, que no se parece a aquella que era cuando sus dirigentes se acercaron a la actividad, y que hoy los desprecia. Y, en términos pragmáticos, enfrente de una sociedad que los está corriendo de la escena. Se formateó una nueva sociedad que ya no teme a vivir sin la política tradicional, sin los que se supone formados para hacerse cargo de la gestión de lo público.
Una sociedad en la que se están construyendo nuevas mayorías que los van acorralando hasta convertirlos en expresiones minoritarias. Porciones importantes de argentinos para las que aquello de “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino” o “independencia económica, soberanía política y justicia social”, no significa nada, o les resulta sencillamente inaceptable. Ocurre en todo el mundo, el crecimiento del neonazismo en Alemania es el ejemplo más brutal.
Hoy, cuando muchos ponen en crisis la posibilidad de que la sociedad siga eligiendo la democracia como forma de gobierno, ¿seguirá la política el mismo camino que le indican los datos provistos por una sociedad que empieza a ver a la democracia y al respeto por los valores democráticos como una opción no del todo satisfactoria?
Para esto, quizá sea el momento de recuperar aquel rol docente de la política ante este nueva versión extrema y anárquica del populismo.
*El autor es periodista
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