Cómo se escribió la serie María Marta, el crimen del country Crónica en primera persona

Autopsia de un almuerzo: el día que Carrascosa casi muere y cómo la realidad se vuelve ficción

Martín Méndez

15 de agosto de 2022 00:01 h

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Viernes 18 de Enero de 2019.

INT/EXT. AMBULANCIA / CALLES – DÍA

Una ambulancia se abre paso por las calles de Pilar. Las sirenas aturden y exasperan. El vértigo acelera las pulsaciones. Siempre que vi pasar una ambulancia a las chapas me preguntaba cómo sería estar adentro de una. Bueno, ese momento llegó. Estoy en un zamba encerrado. Podría vomitar, pero me aguanto, no soy la persona a la que trasladan. Yo apenas lo acompaño. El que va recostado en la camilla inconsciente, a los tumbos y con la camisa abierta es Carlos Carrascosa. Sí, el mismo hombre acusado de asesinar a su esposa en el año 2002. Condenado por eso. Absuelto muchos años después. 

El ruido de la sirena desde adentro, perturba.

5 HORAS ANTES.

INT. RESTAURANTE – DÍA

No. Vamos un tiempo más atrás.

INT. MI CASA – DÍA

1 AÑO Y 3 MESES ANTES.

Noviembre de 2017.

Mensaje de Whatsapp: Hola Martín, soy Marcelo Tamburri de Turner. Me comunico con vos de parte de Tomás Yankelevich, con quien sé que venís conversando. Indirectamente ya estuvimos ligados a través de un episodio de “Nafta Súper”. Me gustaría reunirme con vos para contarte una idea que queremos desarrollar.

Así empezamos con Turner (hoy Warner Bros. Discovery) las charlas para llevar el caso de María Marta García Belsunce a una serie. Los hechos reales como materia prima para la ficción, no son algo nuevo para mí. Tuve la fortuna y algún mérito de formar parte de varios equipos autorales que abordaron adaptaciones basadas en la realidad, pero sin dudas fue mi trabajo en “Historia de un Clan” (Telefe- Underground, 2015) el antecedente por el que me convocaron. Aquella era una serie basada en los secuestros y crímenes que el Clan familiar Puccio perpetró en los años 80 y tuvo una recepción notable en el público y la crítica.

Un evento histórico como punto de partida para construir un relato de ficción puede ser una ventaja, en este caso “la hoja en blanco” pesa menos, no abruma porque las imágenes ya existen, las heredás de los hechos; pero eso también se puede volver una dificultad: algo que ya pasó te acota, te genera límites y te levanta muros a la hora de hilvanar un relato. Y en ese sentido, nadie a mi entender expresó mejor que –de pie por favor- Alan Moore lo que significa adaptar un hecho real. En “From Hell” (Ed. Planeta – DeAgostini), posiblemente una de las mejores novelas gráficas jamás escritas, publicada originalmente en forma de serial de 1989 a 1998 Moore relata la historia del infame Jack el Destripador. El relato está ambientado en una ciudad de Londres sórdida y terrorífica, durante los asesinatos de Whitechapel a finales de la era victoriana especulando sobre la identidad y los motivos del icónico asesino serial. Moore nos presenta su propia obra escribiendo un prólogo donde señala que esa historia que vamos a leer es la autopsia de un hecho histórico, en la que usó la ficción como escalpelo. Luego indaga más en su propia metáfora y afirma que “si se puede diseccionar algo con la suficiente profundidad –con incisiones precisas, persistentes y metódicas- entonces se podrá revelar no solo el funcionamiento interno de ese algo sino, también, el significado que se oculta tras dicho funcionamiento”. Y finalmente concluye: “Pero esto no es historia. Es ficción. Aunque el asunto entraña en sí mismo un notable enigma de carácter histórico, mi propósito es quitarle el énfasis al ”Quién lo hizo?“ para trasladarlo al ”¿Qué ocurrió?“”. Que Moore hable de un hecho histórico como algo terminado, sin vida, es brillante. Literalmente diseccionar los eventos, acotando las líneas temporales, los recorridos de los personajes que hacen a esa historia para después organizar todo en una estructura narrativa o un esquema actancial es una ilustración precisa de este trabajo en donde uno termina sintiéndose mitad autor y mitad forense. Y por supuesto, siempre hay lugar para imprimir la impronta personal, es cuestión de ingeniárselas. Y vuelvo a citar a Moore, porque “naturalmente conviene recordar que toda historia es, hasta cierto punto, ficción; que la verdad no puede ser enunciada con propiedad una vez que los cuerpos se han enfriado”. 

Y agarro la posta del concepto; porque “el cadáver habla”, reza un dogma de la Criminalística, y en este caso, el cuerpo de María Marta García Belsunce dejó de “hablar” hace casi veinte años, aunque en su momento, los que “hablaron” lo suficiente fueron los medios de comunicación. En el año 2002 yo tenía 25 años y hacía rato que intentaba ganarme la vida en este oficio. Recuerdo la cobertura mediática descomunal que tuvo el crimen, los giros en la causa, el morbo de la opinión pública, “el pituto”, la poca empatía que generaban Carrascosa y la familia en general. Recuerdo haber comprado “el relato” que vendía la tinta impresa en las tapas de los diarios más importantes del país. Dicen que el caso tuvo más portadas que el juicio de 1985 a las juntas de la dictadura militar. En una Argentina azotada por una de sus tantas crisis, “Corralito” mediante, los medios operaban para que se hablara de otra cosa, y por supuesto, la gente necesitaba leer o ver que había otros que la pasaban peor que uno, y mejor si eran gente adinerada, concheta y antipática; que se jodan.

Esa era más o menos la coyuntura y lo que recordaba cuando esta historia llegó a mí. Los pormenores del caso aspiran a estar plasmados en la serie “María Marta, el crimen del country”, que ya se puede ver en la plataforma HBO Max, dirigida por Daniela Goggi, con un elenco de lujo y un Carrascosa encarnado magistralmente por Jorge Marrale.

Quiero hacer un viaje creativo que me permita liberar la intuición, y hacerme cargo de cada decisión. Germán Loza me va a acompañar como guionista en colaboración, un tipo talentoso, riguroso y con la confianza necesaria para decirme si algún camino que estoy tomando está errado, o si es una reverenda bosta. A la empresa le pido que me asigne a una persona para investigar, para resumir los expedientes que yo no llegue a leer, que me produzca entrevistas y que encuentre lo que no hay. Daniel Amoreo, periodista y hermano de la vida. A este muchacho le puedo pedir cualquier cosa, lo necesito a bordo. Vanina Spadoni, del equipo de Tamburri, asignada a supervisar el contenido de la serie, va a terminar siendo una aliada incondicional, otro ojo crítico, criterioso y obsesivo de cada paso que doy. Pido que me faciliten el acceso directo a los protagonistas del caso. Todo me lo dan, entonces no tengo excusas, no me puede salir mal, me tengo que poner a trabajar. Mientras me documento, devoro libros y expedientes, navego en Youtube y miro material de archivo, en paralelo, organizo la agenda para charlar con las personas a las que me dan acceso: los hermanos y hermanas de María Marta, sus grandes amigas, abogados y fiscales que han pasado y aún transitan la causa, periodistas allegados al caso y por supuesto al hombre que ha tenido todos los reflectores apuntados desde que todo comenzó: Carlos Carrascosa. Para hablar con él, hay que pasar por Jorgelina, su confidente y apoderada. Jorgelina y Malú son dos mujeres que llegaron al círculo del viudo cuando éste estaba preso en el penal de Campana. Sin ningún interés de por medio y con una fuerte vocación por la investigación, idearon e hicieron un blog sobre el caso (casobelsunce.blogspot.com) volcando los expedientes y organizando mucho material audiovisual y de prensa. Estas dos mujeres posiblemente le hayan salvado la vida a Carrascosa, le dieron esperanzas de libertad aún cuando su sentencia a pasar el resto de su vida en la cárcel, parecía irrevocable. 

Mis primeros encuentros con Carrascosa fueron cordiales y concurridos. Jorgelina, Malú, autoridades y productores de la empresa. De mi parte, muchas preguntas sobre el caso y su raid judicial. Un día con un equipo de realización hicimos un recorrido por la tristemente célebre casa del country Carmel, donde ocurrieron los hechos. Carrascosa contaba su historia una vez más, como lo hizo tantas veces en declaraciones testimoniales e indagatorias, con lujo de detalles, como lo hizo frente a periodistas, jueces, fiscales, policías; con toda su paciencia estoica, pero esta vez su interlocutor soy yo, su relato me apunta con su mirada. Recorro cada recoveco de la casa, planta baja, alta, cocina, jardín, el pozo séptico donde se encontró el famoso “pituto”; escucho a Carrascosa mientras estoy adentro del claustrofóbico baño donde a María Marta le arrebataron la vida. Recorro en auto el country, los caminos desde la entrada hasta la casa, mido algunos tiempos del recorrido con cronómetro porque por un momento me creo que soy un detective, y quiero visualizar todo antes de plasmarlo en el guion. Advierto el revoleo de ojos de un vecino cuando lo ve a Carrascosa conmigo y un camarógrafo que nos sigue. Leo esa mirada incómoda y hastiada de ese socio del Carmel: “otra vez... ¿hasta cuándo esta gente, hasta cuándo este caso?” - debe pensar. Y yo mientras tanto, genero un vínculo con él. Tengo claro que no lo quiero juzgar, no me interesa, no estoy para eso. Quiero desentrañar la historia y contarla de forma honesta. Me quiero creer un rato que puedo vestirme de Capote, de Mailer, Walsh, Soriano, Chandler, Pizzolatto o de Briante, pero no me tengo que olvidar que soy Martín Méndez de Almagro, no me sobra absolutamente nada. En esta jornada de visita al country me pasa algo curioso. Ese mismo día se estrena la obra de teatro de fin de año de mi hijo menor, que por ese entonces termina el jardín en un colegio de Boedo. Casi como una sentencia me condenaron a ser director de la obra, la cual se ensayó más que una ópera que se estrena en el teatro Real de Versalles. El elenco multitudinario de papis y mamis fue demandante, pero nos divertimos. Me sale caro porque me pierdo el estreno y sobre todo la cara de felicidad de mi hijo, pero no hay otra opción para visitar el country Carmel otro día, Carrascosa está vendiendo su casa y posiblemente no vamos a tener la chance de invadirla de esa manera otra vez.

Él ya es un hombre mayor, 75 años. Ese día tenemos la chance de tener momentos a solas, parates, descansos, algún café. Intercambiamos teléfonos. Me cuenta que está escribiendo un libro de sus memorias. Es un tipo que revisa su pasado, su presente, y entiende que el tiempo es un bien cada vez más preciado, que no le sobra. Al tiempo, empezamos a cruzarnos audios de WhatsApp. Cuando tengo una duda sobre fechas, detalles, resoluciones judiciales o simplemente sobre asuntos que desconozco, como el funcionamiento de la comisión directiva de un country, un botón de pánico en la celda instalado cuando él comenzó con problemas de salud, algún detalle sobre el mundo bursátil, cualquier cosa, así sea trivial, le pregunto y al rato tengo un audio con respuestas precisas. 

Hasta que siento que ya es un buen momento para el mano a mano. Para escribir a un personaje tan complejo como Carrascosa, necesito escarbarlo, radiografiarlo emocionalmente. Tengo la posibilidad, no lo puedo desaprovechar. Quiero entender cómo piensa, cómo habla, quiero saber de su vida antes del crimen de su esposa, quiero saber cuáles eran los sueños que tenía y no pudo cumplir a causa de esto. No quiero hablar del caso, quiero que me hable de él. La producción ya está al tanto y tengo luz verde. Y él me da vía libre, entiendo que su entorno también aprueba el encuentro. Allá vamos.

Pautamos un almuerzo en el Paseo Champagnat, en Pilar, un regio y pequeño shopping donde la gente de la zona, plagada de countries y barrios privados, puede ir al supermercado, comprar ropa, helado, palos de golf y disfrutar de la gastronomía de restaurantes y algunas franquicias conocidas. Carrascosa ese día iba a pasar por el Carmel a visitar al amigo que le alquila su casa, próxima a venderse. Yo vengo en mi auto desde Caballito. 

5 HORAS ANTES.

Ahora sí.

INT. RESTAURANTE – DÍA

Carrascosa me cita al mediodía. Soy puntual. Cuando llego al restó no hay casi nadie. Alguien ya está sentado en una mesa al fondo y me levanta la mano. Es él. Por un instante juego a que estoy en un episodio de “Mindhunter”, la genial serie creada por Joe Penhall, producida y dirigida por –de pie por favor- David Fincher. En esa serie, a finales de los años 70, dos agentes del FBI, pioneros totales, se reúnen con asesinos encarcelados para trazar sus perfiles psicológicos y estudiar el modus operandi de un “serial killer”, concepto virgen hasta ese momento. Y también resuelven casos. Cada encuentro de esos es un partido de ajedrez, un estudio minucioso de las palabras, de intenciones y conductas gestuales. 

Carrascosa tiene un sobrepeso importante, los dedos y el bigote amarillento, todos los resabios de un fumador longevo, la piel con rosácea, propia de un hipertenso. Un físico castigado por la vida y el encierro. Sus canas albinas me encandilan cuando le pega un rayo de sol y sus ojos claros se esconden en las arrugas de los pómulos y el entrecejo. Hoy la arquitectura de esa mirada es la de alguien que no mide cada gesto o palabra porque no se cuida de la lupa de un fiscal, de un tribunal, o de un periodista. El apodo que el fiscal Diego Molina Pico le puso a Carrascosa en su momento fue “Amianto”, por su carcaza dura e inexpresiva. Hoy pareciera no caberle ese alias, al menos no a la persona que tengo enfrente.

Dos empanadas fritas de roquefort y una copa de vino, pide Carrascosa. No tenía pensado tomar alcohol al mediodía, pero la combinación me tienta. 

-Lo mismo para mí.

El mozo tiene un par de años más que yo, y parece haber estado chusmeando con la mujer de la caja. Sin dudas reconoce a Carrascosa. 

Me habilita a grabar la charla. 

-A mí me salvó, fundamentalmente, que siempre tuve buen humor. Y el humor te saca. Además tuve una vida muy linda y cargué pilas cuando me tocó lo peor. Ahora estoy descargando lo que cargué durante muchos años. 

Esa es la respuesta a mi simple “¿cómo estás?”. Carrascosa me cuenta que está cansado, literal y espiritualmente, vivió dos vidas y está claro cuál fue el evento que lo cambió todo.

-Los duelos tienen varios estados, primero dolor, la culpa… hay uno que es la negación. A mí me duró un montón la negación, no quería saber nada, no podía creer lo que me había pasado, que María había muerto. 

Quiero saber de su vida, la que no fue pública, la que no estuvo contada en diarios, ni cegada por flashes de cámaras, ni privada de su libertad. Esa que vivió para él, y para ella.

-A María Marta la conocí cuando tenía diecisiete años, ella tenía diez u once. Había una familia de cuatro hermanos, de los cuales yo era amigo del mayor; y María Marta era amiga de la menor. Y eran de esas casas a las que íbamos todos a estudiar. Ahí la conocí, yo tenía diecisiete, dieciocho, estaba en otra. Pasó el tiempo, y me voy a navegar. Porque me tocaron dos años de Marina, en la colimba. 

Carrascosa, hábil y rápido para los negocios, ya lo era de joven porque también supo sacarle provecho a aquella experiencia. Sin dudas tenía pasta de bon vivant.

-En vez de dos años, hago tres y tengo un título de Marino Mercante y un año y medio viajo por el mundo. Siempre hice la ruta del Mediterráneo y Mar del Norte. Eran viajes de ciento veinte días, lo que hoy son treinta y cinco. Arriba del barco son 8 horas de trabajo, es muy parecido a lo que es la cárcel y la camaradería. Además pensabas en el bagayo que ibas a comprar para revender, hacíamos contrabando… todo. En el Puerto, vivís en el barco. Estás tres días y tenés un día de guardia por dos libres… esos dos libres te tomás un tren y estás enseguida en Rotterdam o te vas tres días a París. 

Él sólo, sin que yo le pregunte, me lleva a la próxima parada: ella.

-En uno de los períodos en tierra, acá en Buenos Aires, me la encuentro a María Marta y estaba de novia con un chico de la barra nuestra. Ahí quedó. Ella tenía carita de beba, 16 años, tenía. Me voy de viaje y vuelvo en abril del ’70. Y un amigo mío me programó…sale con su novia, me dice que vaya, que le iba a decir a María Marta. Y ahí la reencontré. Salimos, todo bien. Algo me había gustado porque la invité a salir al día siguiente. Hasta que llegamos al 30 de abril, que yo me había ido a Misiones con un amigo, y volvimos a los pedos porque otro amigo había organizado un asado el 1° de mayo, en un campito que queda por acá nomás. Y yo le había dicho a María Marta de ir juntos, así que volvimos a los pedos. Pasamos el día ahí, y a la noche, cuando vuelvo, la acompaño a la casa y le digo: ¿no tenés ganas de ir a bailar? Cambiate y te espero. Bajó, se cambió y nos fuimos a Happening – calle Pacheco de Melo, entre Callao y Ayacucho-. Ahí fue, el 2 de mayo, el primer beso, lo que en ese momento se consideraba el inicio de una relación. Al mes, le pedí casamiento. 

Carrascosa sonríe y su gesto se ilumina por primera vez desde que estamos sentados. Me cuenta que María Marta se asustó bastante por lo súbito de la propuesta, y se tomó tres meses hasta que le dio el sí. Así arrancaron a compartir sus vidas y además de comer perdices, porque las podían pagar, trabajaron juntos, y viajaron por todo el mundo. 

-Trabajamos juntos veintiséis años, viajamos solos siempre, no nos aburríamos, teníamos de qué charlar, hablábamos todo. Nunca nos levantamos la voz. Pero si se enojaba, María Marta no te levantaba la voz, te metía la palabra justa que te hundía. Se podía calentar, pero no a los gritos. Yo sabía mis tareas, a la mañana le llevaba el café a la cama. Ella ni me lo pedía, era de las personas que necesitaba media hora para despertarse. Antes, mejor que no le hablaras porque estaba de mal humor. Hay que saber manejar a una taurina, no es fácil. Si ella te dice algo, nunca le digas “no” de entrada… tenés que darle toda la vuelta y en algún momento puede ser que cambie algo, si vos tenés razón. Te va a entender, pero hay que buscarle la vuelta. 

-¿Por qué no tuvieron hijos?

-No fue un acuerdo. Yo soy estéril.

Silencio. Pero ya me metí en el barro, y sigo: 

-Pero podían adoptar y no lo hicieron. 

-Hubo varios momentos. Un momento fue cuando se enfermó el chiquito de María Laura –hermana de María Marta-. La muerte de Santiaguito fue muy dura y lo sufrimos mucho. No nos alentó para adoptar. Después quise yo y ella no quiso. Después quiso ella y yo no quise, porque ya éramos grandes. Después hubo otro caso que nos pasó, cuando éramos más grandes. Tenemos unos amigos, que fueron los que nos trajeron a Pilar, que era un matrimonio como nosotros, no tenían hijos y se llevaban bárbaro…de golpe, adoptaron dos chicos. Y se les armó un quilombo matrimonial, y pasaron a ser un desastre. Y nosotros lo vimos de afuera. Era una vidriera que no nos gustó tampoco. No tenía que ser. 

Voy elipsando un poco la charla, y hay un tema que no quiero eludir y tiene que ver con un accidente que sufrió la madre de Carrascosa. Lo comentó al pasar en alguna de las charlas previas que compartimos, pero sin demasiados detalles. Para mí es revelador, figura en la causa judicial y en su momento ningún medio lo levantó.

-Yo con mi madre tenía una relación excelente. Era el mimado, el más chiquito. Éramos tres hermanos. Mi hermano murió antes de los setenta. Papá murió a los 69 o 70. De todos los varones Carrascosa, el único que pasó los 70 soy yo. Todos murieron de un bobazo. La vieja tomaba una pastilla para dormir. Quizás le dejaba de hacer efecto y a las 5 de la mañana se despertaba. Iba a un roperito que tenía al lado, donde tenía una botella de moscato. Y en ayunas, 4 o 5 de la mañana, se tomaba dos copitas de moscato, con lo cual quedaba con un pedo padre, con ochenta años. La llamabas por teléfono y no podía ni hablar. Después de ese moscato, quiso entrar al baño, se tropezó, se fue hacia delante y pegó la frente contra el lavatorio. La operaron, un coágulo, pero nunca quedó normal. Al tiempo falleció.

No le quiero entrar al caso, pero no lo puedo evitar. Para Carrascosa un accidente en un baño era algo posible, probable y lamentablemente normal. Si nada más y nada menos que su madre murió así. A él lo acusaron de instalar la hipótesis del accidente de su esposa, cuando ningún médico que se hizo presente aquel día fatal detectó la presencia de disparos en el cuerpo, y ni siquiera los forenses pudieron confirmarlos en una autopsia hasta que licuaron la masa encefálica y cayeron los proyectiles en una bandeja de plata. 

Ya me comí las dos empanadas de roque. Carrascosa ninguna. No tiene tiempo. Él habla, yo escucho. Me comería una docena más. Decido cambiar un poco de tema.

-¿Cómo es hoy tu situación económica?

-No me sobra nada, estoy con lo justo, nada más que cobrando alquileres. Yo vendí mi acción cuando valía dos palos verdes. Y después fui moviendo, compré propiedades. Era la acción de la Bolsa. Para ser agente de Bolsa necesitas una acción del Mercado de Valores (Merval); esa acción en ese momento en el Merval salía dos millones de dólares. Y la vendí y los cobré, cash, una transferencia, en dos minutos. Era la época del corralito, todo el mundo guardaba la plata en la casa, pero la mía estaba en la cuenta, y sobre todo en propiedades…

Aclaremos; en aquel momento, 2002, a casi un año de las medidas del ministro de economía Domingo Cavallo, solamente el que tenía dinero se podía plantear cómo y dónde guardarlo. Pero entiendo que el statu quo de los socios del Carmel hiciera que para Carrascosa “todo el mundo” se remitiera a sus conocidos y a la frontera delimitada por las hectáreas del country. Aunque ese no es el dato relevante: la hipótesis del crimen que hoy se ve como la más sólida es que se corría el rumor de que la pareja guardaba mucho dinero en efectivo en su casa, y por eso entraron a robarla; entonces María Marta volvió de forma inesperada a su hogar -por un partido de tenis suspendido por lluvia- y encontró a los ladrones con las manos en la masa. Supuestamente los conocía y lo pagó con su vida.

-¿Hay un día que no pienses en lo que pasó?

-Es difícil. No en el hecho en sí, sino en algo referente a... Por algún motivo, porque te llama uno, el otro, porque hablaste con éste, o leíste una noticia. 

-Y en el futuro cercano… ¿qué objetivo tenés?

-Saber quién la mató, principalmente. Y el juicio al Estado una vez que esté firme mi absolución, que ahora está en primera instancia y no tiene firmeza, porque el fiscal apeló, entonces me evita el juicio al Estado y al fiscal que me acusó. Así como estoy ahora, no le puedo hacer juicio a nadie. De todas formas ahora sé dónde estoy, sé para dónde ir… como dice la canción de Serrat: ‘Bienaventurados los que están en el fondo del pozo, porque de ahí en adelante sólo cabe ir mejorando’, ir subiendo... 

Hablamos del tiempo que estuvo en la sombra. Carrascosa estuvo cinco años y medio en la cárcel y 2 años en prisión domiciliaria. Me deja contrariado cuando me dice que la cárcel le dio un poco de seguridad y lo sacó de la incertidumbre que era vivir devorado por los embates del sistema judicial y por el escarnio público al que lo sometían los medios.

La Unidad 41 del complejo penitenciario de Campana fue inaugurada en 2006. Carrascosa llegó en el 2009 a esta prisión recién estrenada y pudo arreglar para estar en un pabellón tranquilo, aunque no se olvida que a más de uno le brillaron los ojos cuando lo vieron entrar. El preso vale lo que le pueden sacar, es así. Ni lerdo ni perezoso, Carrascosa se ganó la simpatía del pabellón cuando compró un freezer y un buen televisor para el uso común. Compartió al comienzo una celda con cinco compañeros, hasta que pudo ubicarse en una individual. Aprendió a moverse, a relacionarse, y también a decir que no. Me cuenta que un pucho no se le niega a nadie, pero cuando le pedían dos él se rehusaba a convidarlo. Es para San La Muerte a quien le ofrendan ese segundo cigarrillo que no se fuman. Carrascosa asegura que lo ayudó mucho haber sido marino mercante, porque todos los presos tienen un mismo horizonte, la libertad, de igual manera que una tripulación añora llegar a tierra firme.

Le tocó ver cosas duras ahí adentro, y de eso prefiere no hablar. El mes antes de salir en libertad vio morir a cuatro compañeros en trifulcas y vendettas. Supo encontrar un pasatiempo haciendo un programa radial interno por la mañana, y por la tarde hacía escritos para los presos que no tenían abogado privado ni público. Los guardias le remarcaban lo curioso que les resultaba que lo fueran a visitar los hermanos, los primos, los amigos y los sobrinos de la mujer cuya muerte lo había depositado ahí. Era algo singular.

Le pregunto por las visitas íntimas o higiénicas, si las tuvo. Me cuenta que hay un tipo de mujer que tiene fascinación por los presos. Eso tiene un nombre: hibristofilia, que es básicamente la atracción sexual por gente peligrosa, un concepto acuñado por el psicólogo John Money. Carrascosa me da su particular visión sobre el tema.

-Hoy en día los hombres no las escuchan a las mujeres y el preso está al pedo y la llama cada quince minutos, le pregunta… tiene tiempo de escucharla. El interno está tranquilo en cana y la mujer afuera con sus problemas, sólo pasa por saber escuchar.

-¿Cómo fue relacionarse con una mujer después de María Marta?

-Tuve un noviazgo cortito, bastantes años después de lo que pasó, y te digo una casualidad, esa persona nació el mismo día que María, el 24 de abril, son taurinas. Y tuve algunos encuentros más, pero todas se terminaron yendo porque yo quería ser amigo y ellas querían ser mi María. 

Conversamos mucho, abarcamos la niñez, sus amistades, sacó algunos trapitos familiares al sol, y también se puso indiscreto compartiendo chismes y anécdotas de algún preso famoso con el que compartió estadía. No se olvida de la gente que estuvo cuando lo necesitó, y tampoco de los que se borraron en su peor momento. Recuerda con muchísima pena la muerte de su concuñado Guillermo Bártoli, el esposo de Irene Hurtig, hermana de María Marta, a quien consideraba además un gran amigo, condenado por el encubrimiento del crimen, a quien según sus propias palabras, la causa se lo llevó puesto. Hablamos también de la “familia” judicial que no le dio tregua, de vericuetos legales y de las diferentes hipótesis del crimen, pero para entrarle a eso mejor leer la causa o ver la serie. 

Terminamos. Carrascosa está inquieto. Durante toda la charla varias veces se tocó el pecho, como palpándose el corazón, pero no, era el reflejo de tantear el bolsillo de su camisa donde podía sentir el latido del atado de cigarrillos que suplicaba el vicio. 

-Acompañame afuera así me fumo un pucho. 

Acepto, y mientras estoy terminando de pagar, escucho un ruido fuerte, un estruendo, que me exalta. Es una caída. Me doy vuelta y Carrascosa está tirado en el largo asiento boca arriba, convulsionando. 

El lugar sigue casi vacío. Hay una mesa ocupada por gente en la otra punta del salón, pero no los registro. Inmediatamente le pego un grito a la cajera para que llame a emergencias. Le pido al mozo que me ayude. Estoy cagado en las patas, pero no me bloqueo. Mi viejo y mi hermano son los médicos de la familia, yo no estoy para bancarme esta situación. Pero no me puedo nublar y muchos menos paralizar. Estuvimos sentados en esas mesas tipo box. O sea, no hay sillas y la mesa está amurada al piso. Carrascosa queda en una posición incómoda con medio cuerpo debajo de la mesa. Con el mozo hacemos mucha fuerza para sacarlo y ubicarlo bien en el suelo. Se trata de un hombre muy grande y con peso muerto. No estoy preparado ni lúcido como para darme cuenta si se trata de un infarto, un pico de presión o una posesión demoníaca, y un ataque de epilepsia no parece tampoco. Le sale espuma por la boca. Entonces pienso que sí, que es el corazón. Pienso que me dijo que su padre y su hermano murieron así. Pienso que me dijo que había logrado pasar la marca de los 70 en los hombres de su familia. Pienso que todo el caso erosionó y castigó su salud en caída libre. Pienso que resistió lo irresistible. Pienso que estuvo en peligro como cualquiera que está preso tantos años. Pienso que pasó por un infierno. Pienso que hoy lo indagué demasiado, que lo hice revolver su pasado más sentido y que María Marta estaba ahí, en cada memoria, en cada palabra, nadando en un océano de dolor. En síntesis, pienso que Carrascosa ahora mismo se está muriendo por mi culpa.

Practico algunas maniobras de resucitación, las vamos consensuando con el mozo inspirados por el saber popular y el sentido común. Carrascosa deja de convulsionar y yo no sé si está muerto o si mejoró. Le tomo el pulso. No se cuánto tiempo pasa, pero aparece la ambulancia rápido y una médica joven entra con el camillero a las corridas. Se ve que el restaurante tiene aceitado el protocolo de S.O.S. y estamos en un lugar de fácil acceso. Me vuelve un poco el alma al cuerpo. Me corro para dejar que los que saben trabajen. Advierto que la billetera de Carrascosa está tirada en el piso y la agarro. La abro y enseguida veo el carnet de su medicina prepaga. Me preguntan si soy su hijo. La situación es caótica realmente, porque nadie en estado de tranquilidad y contemplación podría preguntarme eso, a menos que fuera adoptado. Contesto que soy su sobrino, no me sale decir otra cosa en este momento. No me puedo poner a contarle que soy el guionista de la serie del caso en el que la persona que está con este ataque fue acusada de asesinar a su esposa, condenada y luego absuelta y me estaba dando su testimonio para que yo pueda tener material suficiente a la hora de escribir. Es muy largo de explicar. 

Mientras lo suben a Carrascosa a la camilla mando dos audios de Whatsapp. Uno a Vanina Spadoni, breve y conciso. La empresa que me contrató tiene que saber lo que está pasando. El otro mensaje es para Jorgelina. Le digo que me estoy subiendo a la ambulancia con Carrascosa y que estamos yendo al hospital público de Pilar: el Sanguinetti, me sopla el camillero. Ni bien tenga novedades más precisas les aviso. 

INT/EXT. AMBULANCIA / CALLES – DÍA

El ruido de la sirena desde adentro, perturba. 

Carrascosa parece estar más estable. La médica me dice que me tranquilice, que va a estar bien. Le pregunto si tuvo un infarto. Niega con un gesto, escueta. Carrascosa balbucea, delirando. Es buena señal, me dice la doc. En ese voceo suave trato de descifrar algún significado. Carrascosa habla de algún procedimiento judicial, burocrático, como si su subconsciente siguiera atrapado en los recovecos de ese laberinto que lo atrapó tantos años. En milésimas de segundos se me dispara la fantasía de escucharlo confesar en su delirio, como si fuera Robert Durst en el final del genial True Crime “The Jinx” –perdón el spoiler-. 

No veo al conductor de la ambulancia, con lo cual también imagino que puede ser Nicholas Cage en “Bringing out the dead” (Al límite), una especie de revival de la dupla Schrader – Scorsese -de pie- pero al ritmo de una ambulancia y no de un taxi. Veo que a mi teléfono empiezan a caer muchos mensajes, pero todavía no estoy tranquilo como para responder nada. Hace un rato estaba tomando una copa de vino. Hace un rato Carrascosa quería fumar un cigarrillo, y ahora podría estar muerto. La vida es eso, un punto de giro inesperado a un clímax y enseguida te tiran los títulos rodantes finales, y se termina, la pantalla se va a negro.

Por fin el vehículo frena. Las sirenas se apagan. Llegamos. Es una especie de ala trasera del hospital, donde estacionan las ambulancias. Hago el ingreso en la guardia mientras a Carrascosa lo llevan adentro. El tipo de la ventanilla mira el documento, me mira a mí, le doy el carnet de la prepaga. Me vuelve a mirar y no hace muchas más preguntas, aunque intuyo que tiene ganas. Me despido de la paramédica que lo asistió a Carrascosa. Le agradezco y ella me felicita por haber intentando esas maniobras, dice que todo ayudó. Entra un llamado de Jorgelina y la atiendo. Está trabajando y desde Luján, donde vive, le va a llevar un par de horas largas llegar, pero me dice que está viniendo Malú, la otra pata de este dúo dinámico. Ya estoy en un pasillo esperando a que me digan qué le pasó. Se asoma una médica, me pregunta quién soy, sigo respondiendo con mi coartada para ahorrarme explicaciones.

-Pero este señor es Carrascosa, el de...?

-(la interrumpo, enfático) Sí, es él. 

Le pido que por favor mantenga discreción, y que evite que cualquiera le saque una foto. Ella me da su palabra, su mirada es confiable, le creo. De repente se acerca a paso raudo por el fondo del pasillo una mujer coqueta, de contextura pequeña y preguntando por Carrascosa. Le hago señas. Evidentemente ella sabe quién soy, pero yo no la conozco. Se presenta como Viviana Binello. Me sorprendo. Ahora sí, yo también sé quién es ella. 

En mis primeros borradores del episodio piloto, ella es un personaje que gravita en la historia. Es vecina y amiga íntima de María Marta. Su esposo, Sergio Binello, fue uno de los condenados en el juicio por el encubrimiento del crimen. Para que se den una idea. La familia Binello también vivió un infierno. El esposo de esta señora también fue demonizado, estuvo preso, gastó todo lo que tenía en abogados, dejó de trabajar, fue absuelto al igual que todos, y su salud también lo castigó mucho. Los Binello, sin ser familiares directos de María Marta, tuvieron la mala fortuna de estar en el momento menos indicado y en el lugar equivocado. Esta señora que tengo en frente, tranquilamente podría odiarlo a Carrascosa, detestarlo desde sus entrañas, culparlos a él y a María Marta de sus peores desgracias. Aún así, Viviana está allí, al pie del cañón por su amigo y lamentándose. 

Siempre fui poco memorioso para traducir los diagnósticos médicos que escucho. Lo que me explicó la doctora es que fue un síncope o un colapso que tiene que ver con el estado físico de Carlos, su presión y otros tantos achaques. Llega Malú a las corridas y preocupada. Habla con los médicos, es anestesióloga. Conversa a otro nivel. Me doy cuenta de que mi participación en este evento va llegando a su fin. Le entrego a Malú la billetera de Carlos. Llego a reparar en que había poco efectivo. Mi auto quedó en el paseo Champagnat y el recorrido con la ambulancia no fue breve, o eso creo, y calculo que estoy lejos, a varios kilómetros. Pero Viviana Binello está atenta a todo y me ofrece llevarme. Si hubiera sido otra persona le evitaba la molestia, pero con lo que me queda de cabeza no me puedo perder unos minutos a solas con ella porque todo lo que me pueda decir y contar me interesa. Y no me equivoco, en el trayecto me habla del padecimiento familiar, y sobre todo de la relación de amistad que tenía con María Marta. El día del crimen ellas jugaron un partido de tenis que se suspendió por lluvia y compartieron ese último momento lúdico de intimidad, antes de la tragedia. Me dice que la extraña. 

-Le arruinaron la vida a mucha gente.

Llegamos a destino. Anochece. Me despido. Agradezco. Ella me da su teléfono. Queda a disposición. Para ese momento la empresa ya está avisada del happy ending de toda esta peripecia y de que no vamos a salir en todos los diarios acusados de empujar a Carrascosa al abismo de su deceso. Su vida y el proyecto siguen firmes. Mi auto está estacionado frente al restaurante y cuando me estoy por subir, alguien me frena. Es un mozo. No es el mismo que me ayudó a asistirlo a Carlos. Pero entiendo que estaba allí en ese momento.

-¿Vos estabas con el señor mayor que se descompuso?.

Asiento. A esta altura de la jornada y con mi cansancio me pongo paranoico. Falta que me digan que me busca la policía para prestar algún tipo de testimonio. El mozo hace una pausa, con cierto pudor.

-Quería avisarte que el señor perdió algo. 

Y enseguida me dice qué es lo que perdió. Por suerte el sector de Informes está cerrado, sino tenía que pedir que este objeto perdido me fuera devuelto y llevarlo nuevamente al hospital. Y la verdad, no tenía energía ni ganas. La llamo a Jorgelina. Le cuento que Carlos extravió algo, que recién mañana lo pueden recuperar. 

-¿Qué perdió? 

-La dentadura.

Silencio.

La carcajada de ella desinhibió a la mía. Dejamos fluir las risas, eran pura descarga. Nunca me di cuenta que él tenía dientes postizos. Y tampoco eso es algo que uno va por la vida contándole a cualquiera. Me imaginé los dientes de Carrascosa en una bolsa pasando la noche ahí. Si alguien hubiera querido hacerle otro análisis de ADN, otro de tantos, ahí estaba la muestra a disposición. Y yo hoy me llevo otro tipo de muestra, y mucho más que un trabajo de campo al que un autor puede acceder como precalentamiento para contar una historia. Pienso si esto podría entrar en la serie, pero no, se me iría de tono.

Alan Moore me diría tranquilamente que ya suelte el escalpelo y me saque los guantes quirúrgicos. Es suficiente, el procedimiento, al menos el de hoy, terminó. FIN

@artindez_guion

MM