Nadie hace filas descomunales como en el Louvre para verlo. Nadie se toma selfies con este hermoso cuadro de 85 x 127 cm de fondo. La obra “Paisaje con vista del castillo de Mariemont” (1611) de Jan Brueghel el Viejo, sin embargo, está ahí, en el Virginia Museum of Fine Arts de la ciudad de Richmond, Estados Unidos, a la espera de ser descubierta y disfrutada por los amantes del arte y también de la astronomía debido a un pequeño gran detalle: como revelaron los investigadores italianos Pierluigi Selvelli y Paolo Molaro, es una de las primeras representaciones artísticas conocidas del telescopio.
En la esquina inferior de la obra del pintor flamenco se ve a una pequeña figura en un posición novedosa para la época: el archiduque Alberto VII, soberano de los Países Bajos, extiende su mirada a través de un cilindro metálico.
Como un cronista visual, Brueghel retrató el amanecer de una revolución. Durante la mayor parte de la historia, la humanidad se había limitado a escudriñar el cielo nocturno -fuente de asombro y misterio- a simple vista.
Cuando Galileo elevó su telescopio hacia los cielos en el siglo XVII, amplió nuestra visión de la naturaleza y alteró para siempre nuestra comprensión del cosmos y de nuestro lugar entre las estrellas. Como dice el filósofo de la tecnología Don Ihde, nuevos instrumentos conducen a nuevas percepciones.
En los siglos transcurridos desde entonces, la astronomía le usurpó a la religión el monopolio en los asuntos celestiales a través de la construcción de telescopios cada vez más potentes, ambiciosos y estacionados en lugares propicios para una visión sin interferencias.
En 1990, el Telescopio Espacial Hubble nos obsequió un universo nuevo, ya no distante e inalcanzable como se lo pensaba hasta entonces, sino como un lugar que podíamos conocer y conquistar no a través de una ocupación física sino a nivel del entendimiento.
En 1990, el Telescopio Espacial Hubble nos obsequió un universo nuevo, ya no distante e inalcanzable como se lo pensaba hasta entonces, sino como un lugar que podíamos conocer y conquistar no a través de una ocupación física sino a nivel del entendimiento.
Ahora le llegó el turno a su esperado sucesor, el Telescopio Espacial James Webb, para ampliar aun más nuestros horizontes intelectuales y seguir buscando respuestas a los antiguos interrogantes sobre nuestra aparición en la Tierra, qué lugar ocupamos en el escenario que habitamos y si hay más planetas que podrían albergar otras formas de vida.
La ansiedad y excitación se perciben en la comunidad astronómica y científica en general, fuera y dentro de las redes sociales. Es entendible: con 14 años de retraso y un costo de diez mil millones de dólares en fabricación, este instrumento de 6200 kg, del tamaño de una cancha de tenis, cien veces más sensible que el Hubble y cuyos espejos parecen un hermoso panal dorado es el observatorio espacial más grande y poderoso hasta ahora construido, toda una catedral científico-tecnológica, un verdadero obsequio de Navidad.
“El Webb” -que lleva el nombre del administrador de la NASA que dirigió la agencia durante los años gloriosos del Programa Apolo- es en el fondo un sobreviviente: superó ya reiteradas amenazas de cancelaciones por su abultado presupuesto, atravesó incontables problemas técnicos y postergaciones de la fecha de su lanzamiento y, como todos, le afectó la gran pausa que impuso en el mundo un diminuto pero peligroso virus.
La odisea espacial de esta máquina extraordinaria desarrollada entre la NASA, la ESA y la agencia espacial canadiense comienza movida por una promesa: la de reescribir la biografía del universo. “El Telescopio James Webb es un nuevo tipo de 'máquina de descubrimiento'”, señala entusiasmada la astrónoma escocesa Gillian Wright. “Una que nos permitirá descubrir cosas que ni siquiera hemos pensado que existían”.
El día que se agrandó el universo
Nos hemos habituado tanto a ser bombardeados por imágenes fastuosas, exuberantes y coloridas del universo cercano y lejano -de solitarios paisajes marcianos, de galaxias encadenadas en un abrazo eterno, de las monstruosas tormentas de Júpiter o del silencio sepulcral de la Luna- que cuesta recordar que hace tan solo cien años la concepción del cosmos por parte de los astrónomos era bastante distinta a la actual.
No había galaxias distantes, ni agujeros negros exóticos, ni ondas gravitacionales, ni planetas extrasolares ni enigmáticas materia o energía oscura. No se sabía que las estrellas brillaban mediante reacciones nucleares. Era un cosmos pequeño, pueblerino. Como recuerda la escritora Marcia Bartusiak en su libro The Day We Found the Universe, lo que se llamaba “el universo” consistía en una sola colección de estrellas en la que el sistema solar flotaba como un oasis solitario rodeado por una oscuridad de profundidad desconocida.
Por entonces, parecía inconcebible que existieran otras galaxias y que la Vía Láctea fuera una entre varias. Pero a medida que los telescopios se hicieron más poderosos y se sumaron cámaras y espectroscopios, esa noción reconfortante a la que se aferraron generaciones durante milenios se resquebrajó. Nos asomamos al frío abismo del universo y nos dio vértigo.
Recién en la década de 1920 supimos de qué están hechas las estrellas. En 1925, el astrónomo norteamericano Edwin Hubble midió la distancia a la nebulosa de Andrómeda y demostró que estaba fuera, muy lejos de la Vía Láctea. Nuestra galaxia, de repente, se convirtió en un personaje menor en un drama mucho más grande, complejo y en expansión.
Los descubrimientos se aceleraron en especial en los últimos veinte años. Hoy se descubren nuevos planetas casi todos los días, lo que lleva a los científicos a pensar que la Tierra no es más que uno de los muchos lugares del universo donde se pudo haber originado vida como la nuestra.
Sabemos que las galaxias, atraídas por la gravedad, se juntan en grupos o cúmulos como si fueran pueblos o ciudades. Y que la materia visible es solo el 5 % por ciento del universo. El resto está compuesto por un gran misterio: energía y materia oscuras que forman una gran red cósmica interconectada, la columna vertebral del cosmos, vedada a nuestros sentidos.
“Cuando se lanzó el Hubble hace 31 años a comienzos de los 90s no había evidencia de planetas fuera del Sistema Solar”, recuerda la astrónoma italiana Antonella Nota, directora asociada de la Agencia Espacial Europea. “Imaginemos todo lo que descubrirá el Webb al observar los rayos infrarrojos que es todo otro régimen para la astronomía”.
La nueva joya de la astronomía no es solo un recambio generacional. Es un upgrade, una nueva forma de ver. Tras viajar 29 días hacia una órbita solitaria y estable más allá de la Luna, a unos 1,5 millones de kilómetros de la Tierra, empezará a desplegar sus partes como un Transformer: primero abrirá su sombrilla plateada gigante que protegerá al observatorio de la luz y el calor solar. Entonces, extenderá los dieciocho espejos hexagonales de berilio recubiertos de oro. Recién después de seis meses de pruebas y calibraciones estará listo para iniciar la cacería y captar la luz que llega desde lugares tan distantes del universo que los fotones partieron incluso antes de que los dinosaurios poblaran la Tierra.
Las máquinas del tiempo existen y son los telescopios: cuanto más lejos miramos, más retrocedemos en la película del universo. Todo lo que captan nuestros instrumentos ya sucedió.
Las máquinas del tiempo existen y son los telescopios: cuanto más lejos miramos, más retrocedemos en la película del universo. Todo lo que captan nuestros instrumentos ya sucedió
En especial, el Webb está diseñado para captar aquello la luz infrarroja, aquella que puede atravesar la materia como las nubes de gas y el polvo cósmico, revelándonos así todo lo que hasta ahora nos estaba prohibido percibir con nuestros ojos. Por ejemplo, explorará la llamada Edad Oscura del Universo cuando se encendieron las primeras estrellas hace 13,7 mil millones de años atrás, poco más de 100 millones de años después del nacimiento cósmico.
Los científicos no lo dejarán descansar. “Muchos de los 5000 planetas extrasolares candidatos que hemos detectado serán observados el Webb”, indica el astrofísico suizo-estadounidense Thomas Zurbuchen, director de las misiones científicas de la NASA. “Será capaz de examinar sus atmósferas y analizar sus propiedades químicas”.
El show espacial debe continuar
La idea de ubicar telescopios en el espacio para escapar de la contaminación lumínica de las ciudades y las inclemencias de la atmósfera tiene ya casi cien años. El primer telescopio espacial fue propuesto en 1923 por el físico rumano-alemán Hermann Oberth, quien desarrolló el cohete V-2 para la Alemania nazi y junto a Werner von Braun fue reclutado por Estados Unidos para cumplir con su destino manifiesto de poner a un hombre en la Luna.
En 1946, el astrónomo Lyman Spitzer amplió el concepto en un artículo titulado “Scientific Uses of the Large Space Telescope” que se materializó décadas más tarde en el Hubble.
En sus 31 años, esta máquina cambió a la ciencia y a la cultura global de maneras insospechadas. Según el historiador de la ciencia Patrick McCray, es la instalación científica más influyente en la historia de la humanidad. Su influencia se puede medir no solo por la cantidad de artículos científicos que ha producido, sino también en términos del alcance global que tienen sus imágenes -en calendarios, tazas de café, galerías de arte, portadas de discos, en series y películas- y las formas en que se han arraigado profundamente en el imaginario popular.
“Las imágenes del Hubble invocan lo sublime y animan al espectador a experimentar el cosmos emocional y racionalmente, a ver el universo simultáneamente más allá del alcance de la humanidad”, advierte la historiadora Elizabeth Kessler, autora de Picturing the cosmos Hubble Space Telescope images and the astronomical sublime. “Representan la complejidad de la exploración científica. Los mayores descubrimientos provienen de invitar a la razón y los sentidos, la mente racional y la respuesta estética, a encenderse y afirmarse mutuamente. Solo a través de los poderes del asombro y la razón podemos llegar a conocer el universo y comprenderlo”.
La idea de construir un telescopio como el Webb nació en septiembre 1989, meses antes del lanzamiento del Hubble, en una época en la que aún reverberaba la tragedia del transbordador Challenger. Como dice Richard Holmes en The Age of Wonder: The Romantic Generation and the Discovery of the Beauty and Terror of Science: “La ciencia es realmente una carrera de relevos, con cada descubrimiento transmitido a la próxima generación. Incluso cuando una puerta se está cerrando, otra puerta ya se está abriendo”.
Unos 130 astrónomos e ingenieros investigaron la viabilidad de un telescopio infrarrojo o un telescopio de 16 metros basado en la Luna. Oficialmente, el proyectó inició en 1996. El Webb era un proyecto pensado para funcionar durante diez años, con un costo proyectado de dos mil millones de dólares, fecha planeada de lanzamiento entre 2009 y 2014 y se lo conocía con otro nombre: el Telescopio Espacial de Próxima Generación o NGST.
La construcción de Webb comenzó en 2004 e involucró a más de 1.000 personas en 14 países. Y se fue extendiendo debido a errores, sobrecostos presupuestarios, problemas políticos y amenazas de cancelaciones. “El telescopio que se comió la astronomía”, lo llamó revista Nature.
No solo es una una inversión científica. Con él, la NASA se juega el prestigio, en una época en la que megalómanos como Elon Musk y Jeff Bezos y potencias rivales como China y Rusia le han arrebatado la exclusividad del “show espacial”.
Una vez que el nuevo observatorio espacial se estacione en un punto llamado L2, en una órbita estable alrededor del Sol, más lejos de lo que cualquier humano ha viajado y donde no podrá recibir servicio de reparación alguno en caso de un desperfecto, los científicos se turnarán para manejarlo y generar una avalancha de revelaciones capaces de remodelar nuestros conceptos de la historia cósmica.
Como ocurrió con el Hubble, el Webb con seguridad también sacudirá la ciencia y la cultura de maneras que por el momento solo podemos fantasear.
“Haber ayudado a debilitar la certeza religiosa es una de las mayores contribuciones de la astronomía a la civilización”, dijo una vez el físico Steven Weinberg. Quizás el Telescopio Espacial James Webb amplifique aquella revolución que arrancó hace 400 años y abra el camino hacia un futuro lejano hasta ahora solo explorado en profundidad por lunáticos, escritores y soñadores.
FK