Ella había dicho que de ahí la sacarían muerta, pero no. Una jueza había ordenado “el reintegro en forma inmediata” de esa estancia, que se llama Casa Nueva, a la madre y a sus hermanos. El campo y la casa es uno de los tantos bienes que conforman una herencia en disputa. Hay imágenes. “Proceda: detengala”, ordena un policía y Dolores Etchevehere se sacude un poco. “Tranquila, tranquila -vuelve el policía-; no le pongan las esposas, acompañenla a la camioneta… Tenga cuidado con los escalones, señora”.
Hasta ese momento, la única hija del clan Etchevehere llevaba veinte días en Casa Nueva. Compartió la estadía con unas cien personas del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), la organización social liderada por Juan Grabois. Quería poner en marcha su plan: el Proyecto Artigas. Dolores salió escoltada. Fue un operativo de seguridad que podría merecer un prófugo. Este episodio fue noticia en octubre pasado, cuando la guerra entre los Etchevehere, los terratenientes más poderosos de Entre Ríos y una de las familias más ricas del país, se hizo pública.
Fue un bullicio. Los patrones hicieron un piquete en la entrada y hasta la estancia viajaron Patricia Bullrich, ex ministra de Seguridad y presidenta del PRO, y Miguel Ángel Pichetto, ex senador y auditor de la Nación de Juntos por el Cambio. Fueron a tomarse una foto en apoyo a los Etchevehere, a los varones de la familia. Casi un año después la herencia, vasta, sigue indivisa. Y la pelea entre ella, su madre y sus hermanos, sigue vigente.
“A mí me expulsaron de la familia porque para los Etchevehere corruptos, ser mujer o ser pobre es ser descartable”, dice Dolores Etchevehere, 52 años. Habla con elDiarioAR desde el departamento que ocupa en Buenos Aires junto a sus hijos. Vive, desde hace un tiempo, con custodia. La puerta de ese departamento ha sido violentada varias veces. Metieron llave, intentaron hacerla girar: querían hacer ruido. Se llevaron el pomo de la puerta. Tocaron con insistencia el portero eléctrico. Dice Dolores que basta un mensaje o un llamado para que la policía se ponga a disposición.
Dolores es la primera mujer en la historia de los Etchevehere en demandar a su familia de origen en reclamo de la parte de la herencia que por derecho le corresponde. No sólo eso: investigó y juntó pruebas para demostrar a la Justicia las maniobras de estafa y el pacto de poder entre sus hermanos y su madre con abogados, contadores, escribanos, jueces, empresarios y funcionarios públicos, incluso más allá de las fronteras de su provincia.
¿Quiénes son los “Etchevehere corruptos”? ¿Por qué en masculino y en general?
No puedo decir que se salve alguno que tenga el apellido Etchevehere. No hay uno en mi familia de origen que no haya sido corrupto. Porque no importa si robás una lámpara o un banco: sos ladrón. Una familia de poder como la mía recurre a la corrupción para acceder al capital y sostenerlo. Parte de su corrupción es que ninguna mujer herede.
¿Y tu madre?
Mi madre no es Etchevehere. Por más que le hagas fuerza…
“Los Etchevehere corruptos tienen tanta impunidad que creen que pueden avanzar sobre una mujer y pisarla”
Dolores es hermana de Luis Miguel, quien fuera presidente de la Sociedad Rural Argentina entre 2012 y 2017, y ministro de Agroindustria durante la presidencia de Mauricio Macri. Es hermana de Juan Diego, quien, según relata en Sola, una autobiografía publicada por Planeta, “no se destaca en nada virtuoso, basta googlearlo y aún así no existe; siempre está olfateando una oportunidad para ganar plata, no importa a través de qué”. Y es hermana de Sebastián, que la golpeaba cuando era chica. Y de adulta también: tenían que sacarla de la casa que compartían porque sino no paraba. Y si paraba era para escupirla en el piso, cuando ella ya no aguantaba los guantazos. Todos son hijos de Leonor Barbero, viuda de Luis Félix Etchevehere, fallecido en 2009.
Las mujeres de la familia Etchevehere tenían, según Dolores, una vida triste. Quedaban arrumbadas en casas lúgubres. Eran esposas obedientes, silenciosas y silenciadas. Ese era el destino que querían para ella: un marido, una casa, unos hijos. “Los Etchevehere corruptos tienen tanta impunidad que creen que pueden avanzar sobre una mujer y pisarla. Que una mujer no participe es fundamental para sostener el status quo. 'Lo que pasa es que una mujer cambia el apellido'. es una frase que escuché muchas veces”, dice Dolores en esta ventanita de Zoom.
Todo empezó hace once años, cuando Dolores viajó desde Paraná a Tribunales para revisar el expediente de la sucesión. La herencia consiste en bienes propios y no gananciales, es decir, adquiridos durante el matrimonio. Se trata de campos, inmuebles y muchísima hacienda: todo es tanto que la Justicia avanza en la valuación. Para Dolores, la Justicia es lenta porque “es cómplice”. Debe dividirse entre los cuatro hermanos y la madre en parte iguales. Entonces en los tribunales porteños, de pie frente a la carpeta, la traición: los hermanos, con la complicidad de la madre, falsificaron su firma varias veces.
“Ellos hicieron una maniobra para que todo figure como ganancial. Por eso estoy luchando. Porque es un escándalo”, explica Dolores. De esa manera, los hermanos tomaban posesión de la administración de toda la sucesión. Es el momento en el que el vínculo filial se destruye. El Caso Etchevehere es más que una pelea por bienes familiares. Es un ejemplo de violencia económica, una maniobra machista que incluye a las clases altas. De hecho, la historia de Dolores Etchevehere podría sentar una nueva jurisprudencia en las sucesiones, que resguarden de una manera más segura a las mujeres.
Dolores, además, denuncia el vaciamiento de El Diario, fundado por su bisabuelo Luis Lorenzo Etchevehere en 1914, gobernador de Entre Ríos entre 1931 y 1935. Y presentó pruebas que demuestran un fraude al Estado. A través de una sociedad anónima, sus hermanos tomaron un crédito de medio millón de dólares para invertir en la siembra de soja. Según la hermana, esa plata no fue al campo sino a sus bolsillos. “No es una herencia, no es una ‘ocupación’. Mi caso es multidireccional”, dirá Dolores.
El centro y la periferia: “¡¿Por qué vas con esos negros de mierda?!”
Es el verano de 1978. Paraná, en Entre Ríos, está envuelta en los vapores de la siesta. Ahí viene el heladero en su bicicleta. Dolores, de unos ocho o nueve años, lo sabe porque el pitido del silbato se interpone al sonar de las cigarras, que en esta ciénaga se hacen oír. En el sopor de la primera tarde, la nena sale a la galería de la casa familiar. A un lado y otro se extiende el jardín. Hay un tobogán, hay hamacas, el subibaja. Cuando el heladero se detiene y le extiende la paleta que ha comprado, ella ve a un grupo de chiquilines escondidos detrás de una mora. Están descalzos, lo que indica lo obvio: no tienen dinero para helados. Dolores los conoce, son sus amigos del verano. Entonces los invita a entrar en la casa para compartir la merienda.
Prepara leche con chocolate y unos panes con manteca y azúcar. Es una fiesta hasta que la madre de la pequeña anfitriona irrumpe en la cocina. Primero un cachetazo le cruza la cara. Después, el grito: “¡Sacá a estos negros de mierda de acá! ¡Sacá a estos sucios de acá! ¡Fuera!”. Los invitados salen disparados. Humillada y en silencio, la nena y su madre se miden las miradas. Al final, Dolores se rinde y llora.
No hay uno en mi familia de origen que no haya sido corrupto. Parte de su corrupción es que ninguna mujer herede.
Esa será la primera vez de muchas palizas y otros silencios. Como cuando tuvo que callar ante la palidez de una de sus niñeras, a la que mandaron abortar, a la que le advirtieron que de quejarse perdería el trabajo. La queja molestaba más que la hemorragia, que era evidente. O de la vez que la fue a buscar la policía al ranchito de su amiga Josefina, que la había invitado a jugar. La casita era de chapa y estaba prendida de la barranca de La Floresta, un barrio muy humilde de Paraná. Del patrullero bajó un médico para “verificar” su estado de salud. Cuando la dejaron en su casa, volvió el cachetazo y el grito de la madre: “¡¿Por qué vas con esos negros de mierda?!”. Pero esa vez, Dolores no lloró: se enojó.
“Quizás cuando recuerdo a mis niñeras. Ahí encuentro un poco de calidez. A ellas les pasaban cosas tremendas, pero yo las seguía. Las hijas del capataz eran mis amigas. Ahí, cuando recuerdo eso… Ahí sí soy un poquito feliz”, dice Dolores a elDiarioAR.
¿Cómo era vivir entre el centro, tu familia de origen, y los bordes, dominados por el personal doméstico, los peones...?
El tipo de familia de origen a la que pertenezco tiene un determinado locus. La vida transcurre en el centro de la casa, en ambientes que están pensados para eso y con una determinada estética. El living, el comedor, los cuartos, el jardín. ¿Cuándo me daba cuenta que estaba fuera de ese locus? Cuando ya no estaban esas alfombras, esas cortinas, esos ventanales. Yo iba y venía, me escapaba a la periferia. Esa periferia cambió mi percepción sobre la vida, te diría. Y cómo yo era chica y encima mujer, nadie me prestaba atención. Nadie, en la casa, preguntaba “dónde está Dolores”.
¿Dónde era más evidente el contraste?
En la periferia, el trabajo manual, la fuerza. Caras de esfuerzo. Otro tipo de contextura física. Otra ropa. Cuando esas mujeres estaban sin sus uniformes, que eran impecables, vestían una ropa muy diferente a la que yo veía dentro de casa. La comida, otro ejemplo. Nosotros comíamos carnes, verduras varias servidas en bandejas enormes, esto, lo otro, entradas, postres, fruta. En la periferia, sobras o “comida blanca”, fideos, papa…
¿Y qué te pasaba en la periferia?
Podía participar de las conversaciones, cosa que no ocurría adentro. Podía escuchar, podía mirar. Nadie me echaba.
¿Qué es lo que te moviliza para enfrentar a tu familia, no en una sobremesa, sino en la Justicia?
Quiero la parte de la herencia que me corresponde y que mis hermanos y todos los que participan de esta mega estafa sean juzgados. Y si tienen que ir presos, deben ir presos. Cuando vi mi firma falsificada empecé un proceso de desafectación. Mi experiencia me indica que es posible perder el amor, por alguien que tiene tu misma sangre. Hay un mandato: “Pero es tu madre, pero son tus hermanos”. ¿Por qué son familia debo quererlos? ¿Debo omitir su corrupción? Esa imposición es tremenda.
Sobre Casa Nueva: “Yo fui a mi casa, yo entré a una de mis casas”
En Casa Nueva, en octubre pasado, Dolores unió el centro y la periferia: dos locus en uno. Dice que no fue ni tomó ni ocupó ni usurpó la estancia: “Yo fui a mi casa, yo entré a una de mis casas”, devuelve la única Etchevehere. No es un argumento personal, la Justicia también determinó que no fue ilegal la estadía en el predio. Como la sucesión está indivisa, el casco es tan suyo como de sus hermanos y su madre, y puede compartir el espacio con quien quiera.
¿No fue una manera de molestar a...?
No. Si yo hubiera ido con una grupo de amigos de mi estatus social, no se hubiera instalado la palabra “toma”. Si yo hubiera ido con 40 amigas mías, divinas, no lo hubieran llamado usurpación.
“En Casa Nueva queríamos arrancar el proyecto agroecológico Artigas en conjunto con el MTE. Fuimos realmente organizados. Queríamos empezar a producir la tierra de manera sustentable y que sea un ejemplo a replicar. ¿Cómo? Con alimentos sanos, a precios normales y que la gente pueda en su barrio, no en el Coto... Conseguir huevos de verdad en el almacén de la esquina de tu casa. Porque… ¿Por qué tenemos que pagar en el híper la lechuga envenenada y carísima? Por eso este no es un tema de ‘herencia’: nosotros en Casa Nueva estábamos interpelando un sistema económico que se derrumba”, sigue Dolores. Aquellos días en Casa Nueva fueron su siesta: en la hora alta, con el sol en la cúspide y mientras el resto dormía, ella se dio permiso.
VDM/SH