El duelo alguna vez fue histriónico, excesivo, multitudinario. A la casa del moribundo concurrían los curiosos. Los deudos no estaban solos, a los extraños se les permitía el derecho de llorar en sociedad por lo inevitable. El muerto era un país, un contorno evocable, cada vez más grande y privativo: rodeaba y asfixiaba, se convertía en un todo. El pasado no se olvidaba, se lloraba. El pasado era el país con una única frontera: de un lado estaban los muertos, del otro, los vivos.
El psiquiatra Michel Hanus en La pathologie du deuil dice que “El duelo es a la vez el estado en que nos pone la pérdida de un ser querido (estar de duelo), las costumbres que acompañan ese acontecimiento (llevar el luto) y el trabajo psicológico que tal situación implica (hacer su duelo).” Esta explicación se asemeja a las tres fases que los médicos estudiamos en la universidad: La fase de impacto (según Silverman) o impasibilidad (Parkes y Clayton) donde se incluye la negación, el rechazo, la incapacidad de comprender lo sucedido y el automatismo: los ritos se cumplen sin que se sepa dónde, cómo, por qué. La segunda fase, de depresión (Clayton) o repliegue (Silverman), donde los ritos terminaron y la exigencia de volver a la normalidad (trabajo, familiar, pasiones) es cada vez más poderosa. Y la fase final, o de recuperación, en las que todas las guías coinciden.
En 2019 Sonia Zelich reabrió el Museo de las Mariposas en el número 149 de la calle Evans de Pueblo Liebig. Su padre, Mateo Zelich, había fallecido un año antes tras dedicar buena parte de su vida a aquel lugar. Encontré la casa por casualidad: recuerdo las habitaciones frías aunque luminosas y los pisos de baldosas viejas que se hundían en las esquinas. Recuerdo, también, que las paredes tenían ese color que cambia con los años, donde la pintura no se descascara pero envejece. Sonia habló de inmediato de su padre. Era médico, dijo con orgullo. Antes de preguntarle cuál había sido su especialidad le dije que yo también era médico, aunque sin tanto de qué enorgullecerme. Compartir profesión a veces nos iguala, aunque otras nos distancia de manera inevitable: ¿qué puede saber un médico de ciudad de la práctica diaria de un médico rural?¿Qué puede saber un coleccionista de historias de alguien que colecciona insectos? Quizás compartimos la misma pasión: la fragilidad de aquello que vemos: pacientes, mariposas. Recuerdo cómo cambió el tono de voz al describir la colección. Ante las vitrinas, ella repetía lo que decía su padre y transmitía un saber que no era solo conocimiento, era tristeza, melancolía. Recuerdo que algo en su voz me decía que su duelo no había terminado. Quizás sea así: nuestros duelos no terminan. Nunca. El duelo de ninguno de nosotros. Aún hoy cuando leo lo que escribí sobre mi padre muerto no puedo dejar de llorar.
El escritor inglés John Berger dibuja lirios en Bento’s Sketchbook y dice que la flor es originaria de Babilonia. Íntimo, aclara que debe terminar pronto ese dibujo para una mujer que murió hace dos días: colocarán la imagen en algún lugar de la iglesia, cerca del ataúd. “Mañana es el funeral –escribe Berger–. Entonces, el dibujo, enrollado y atado con una cinta, irá, junto con las flores de verdad, sobre el ataúd, y será sepultado con ella. Quienes dibujamos no solo dibujamos a fin de hacer algo visible para los demás, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable”.
Los familiares atesoran las fotos y dibujos de sus muertos; nosotros olvidamos su historia clínica, borramos las imágenes mentales que tomamos durante su convalecencia.
Los médicos debemos acompañar a los pacientes hacia ese destino insondable que es la muerte, pero también debemos acompañar a los que quedan. A ellos les damos consuelo, un abrazo, unas frases que por repetidas no son inadecuadas. Contenemos a la familia en el inicio de esa primera etapa de la negación del duelo, pero ¿cuántas veces asistimos a un funeral? ¿Cuántas veces volvimos del cementerio con ellos? ¿Cuántas veces nos lavamos las manos para borrar el tacto del ataúd? ¿Cuántas veces nos cortamos las uñas al ras y cambiamos de peinado? Los familiares atesoran las fotos y dibujos de sus muertos; nosotros olvidamos su historia clínica, borramos las imágenes mentales que tomamos durante su convalecencia. Un médico residente me dijo que la primera vez que vio a los deudos al salir de la habitación de una mujer que acababa de morir deseó nunca más pasar por esa situación. Otro residente me confesó que él reza una pequeña oración después de constatar el óbito. En sus voces, mi eco. En el eco, mis viejos miedos.
John Berger en A fortunate man registra la vida de un médico rural. “Permitimos que el médico acceda a nuestro cuerpo, algo que solo concedemos voluntariamente a nuestros amantes, y no sin cierto temor. Sin embargo el médico es un desconocido”. ¿Y por qué los pacientes nos otorgan ese privilegio? El propio Berger más adelante contesta la pregunta: “Si el médico no nos puede curar, también le pedimos que sea testigo de nuestra muerte. Su valor como testigo radica en que ha visto morir a otros” Ese valor también sirve para los deudos, son tantas las muertes que vimos que ellos confían en que sabremos cómo actuar allí donde nadie sabe.
Los pueblos, como las personas, como los rituales, también mueren. Y Liebig, el pueblo de Mateo y Sonia Zelich, en la mitad de la provincia de Entre Ríos, coquetea con la muerte. La ruta de acceso al pueblo está asfaltada, la cinta es lisa, suave, prolija, pero ahí termina el milagro de la vida: el asfalto es lo único que parece nuevo. Al entrar hay un club de fútbol, un monumento que es una lata de Corned Beef, los restos de una fábrica que alimentó a todo un continente durante la Segunda Guerra Mundial y un viejo ayuntamiento. En el ayuntamiento funciona una especie de feria con entrada gratuita. En la puerta hay tarros de morrones en vinagre, paquetes de yerba y té, botellas de aceite y otras cosas que se ofrecen a la venta. La feria es una habitación colmada y es también un rejunte de nostalgias, de trastos: de olvidos. Las cosas, amontonadas, tienen carteles en letra manuscrita que anuncia qué son. Hay un proyector del Cine Club Liebig que funcionó de 1920 a 1974 donde aparecen dos nombres: señores Andrés y Alberto Nonini. Hay máquinas de coser. Un carro-cuna con bebé de plástico, tan antiguo como el cochecito, que tiene puesto un gorro rojo y unos zapatos que hacen pensar en el microrelato apócrifo de Hemingway: Vendo zapatos de bebe sin uso. Hay una central telefónica, radios, un confesionario, un farol y una mujer vieja que recuerda el esplendor de Liebig: el primer lugar de la provincia donde hubo cloacas y agua corriente. La mujer señala una mesa y pregunta si ya visité el Museo de las mariposas. Primero veo la mesa: hay fotos que hablan de la prosperidad y del carbón que en un principio se traía de Europa en los mismos barcos que retiraban los productos de manufacturación. ¿Y las mariposas? ¿Dónde quedan?, pregunto porque salir de la feria es escapar de la melancolía: escapar del duelo quizás sea abandonar Liebig.
Hacía unos minutos había estado en su habitación. Cama 122. La mujer tenía un cáncer de mama en un estadio terminal. Estaba lúcida, tranquila. Si bien la voz era débil podía hablar con claridad. Después de contestar las preguntas médicas de rutina -No, no tenía dolor. Sí, intentaría comer algo esa noche- la mujer pidió un vaso de agua y el médico residente que alguna vez fui se lo dio. El residente salió, habló con los familiares, respondió las preguntas habituales: No, no podía decir cuándo. Sí, lo importante era evitar que sufriera. A los pocos minutos la enfermera le pidió que regresara a la habitación 122. La mujer había muerto. Una de las cosas que le pareció extraña al entrar fue el cambio: cómo lo que había estado vivo, hablando, hacía pocos minutos ya no estaba. Cómo se producía esa ausencia. A dónde iba esa luz detrás del cuerpo, esa energía vital concentrada en la circulación, en la sangre. Lo segundo que sintió fue que no quería enfrentar la angustia que lo esperaba afuera. Escuchaba el murmullo y la ansiedad de la familia que había viajado desde el exterior para despedirse: escuchaba un llanto, un rezo. Estiró la mano, bajó el picaporte. El médico residente salió al pasillo. Trató de disimular la incomodidad, el impacto del sufrimiento ajeno, la tristeza que en cada palabra se hacía propia. Por eso habló y habló. No recordaba nada de lo que había estudiado en la Universidad ni las recomendaciones de sus residentes superiores, pero hablaba. Frenético. Casi sin respirar. Miraba los ojos de los familiares, miraba el número 122 en la puerta. Y hablaba. Con los años aprendería que a veces ni siquiera se necesitan oraciones complejas. A veces alcanza una mirada, un abrazo, dos palabras, un simple “Lo siento”.
Al salir del ayuntamiento de Liebig bajo hasta el río por una calle lateral donde un hombre, descalzo en pleno invierno, hace un pozo al costado de la calle, casi en la cuneta. Vendo eucaliptos al mismo precio que sale comprar un kilo de pan, me ofrece. Me señala un muelle, dice que sirvió en su época para bajar los botes pero que ya no se puede caminar sobre las tablas ni los tirantes que llegan hasta el río. A un costado señala las ramas de un árbol que la última crecida arrancó de raíz. Si se da maña, baje por ahí, me sugiere. Le agradezco, pero no. Le pregunto cómo llegar al museo de las mariposas: al volver, hay una calle larga: ahí está la casa del viejo Zelich.
Mateo Zelich fue un médico rural que ejerció en Pronunciamiento, según cuenta su hija Sonia, y que sufrió una dolencia demasiado larga que ella no especifica, y una muerte demorada, aunque digna. Desde sus 3 años coleccionó mariposas y caracoles de todo el mundo. El método: intercambio por correo. No traía ejemplares de viajes, todo lo hacía por correspondencia. Sonia recuerda cómo criaban mariposas para intercambiarlas por ejemplares de otras partes del continente y de Asia, de donde provenían en su mayoría. Mateo Zelich también acumuló fósiles, escarabajos, mantis, fragmentos de papiros egipcios, huevos de dinosaurios y hasta una roca lunar; y también le quitaba la ponzoña a las yararás y la enviaba para al Instituto Malbrán para que hicieran el suero antiofídico. Mateo escribió durante años una columna en el diario El observador, Bicherío, donde relataba sus vivencias: una vuelta se le complicó para extraer el veneno de una de las víboras –la desarticulación propia de las mandíbulas de la yarará le da la posibilidad de rozar la piel del captor hasta el último instante– y su esposa le dio un ultimátum: el veneno o la familia. Desde entonces al Malbrán llegaron las serpientes vivas. Zelich ya no les sacó el veneno.
En el duelo está el recuerdo. Las mariposas son la metamorfosis: así como se pasa de larva a oruga, así se sale del duelo. Con los años se anularon ciertos ritos –la ropa no es negra, el luto es breve–, y con la pandemia llegó una imposibilidad física para las familias: no ver al moribundo, no acompañarlo. Hace poco fue noticia en una reserva al norte de Bogotá, Colombia: familiares de muertos por Covid-19 recibieron las cenizas y decidieron plantar árboles, quieren crear un pequeño bosque y recuperar el contacto físico de los que perdieron. Antes, cuando era residente, sufría al salir al pasillo y decirle a la familia que el paciente murió. Ahora los residentes salen de las habitaciones y no hay nadie. Descartan la ropa que los separa del virus, se lavan las manos y llaman a los familiares por teléfono. Dan buenas noticias, en el mejor de los casos. Y otras veces, un pésame, quizá torpe, quizá el mejor que se pueda en esos momentos como antes, pero lejos, aún más lejos, a través de una llamada encendida sobre una pantalla negra.