¿Sirve para algo la falta, el agujero, el espacio vacante? “Treinta rayos se unen en el centro de una rueda, pero es el hueco en el eje lo que le da utilidad a la rueda”. Es una línea de un texto escrito hace más de dos mil años por un pensador taoísta llamado Chuang Tsu. Más acá en el tiempo y en Buenos Aires, Luciana Cáncer escribe: “Dejaba el postre porque tenía demasiada crema, apenas picoteaba unos trocitos de merengue. A la tarde, Pichona untaba criollitas con dulce de leche, pero yo le pedía un platito especial de criollitas sin untar. Siempre dejaba algo afuera. Un vacío. Una promesa. Un lugar guardado para algo”.
Y “Un lugar guardado para algo” es el título de su primer libro. Como el pensador taoísta, Luciana Cáncer exploró esa nada, la usó a su favor, y escribió una biografía personal de hambre voluntaria. Tiene 46 años y es, entre muchas otras cosas, contadora y anoréxica en recuperación. Su abordaje a la enfermedad no es crudo ni escabroso. Cuenta la anorexia de a poco, en piezas dispersas y fragmentadas con las que va armando una película personal. Ella (la narradora) se escapa del lugar común No quiere ser modelo, no hay seguidilla de atracones ni de vómitos; tampoco autoflagelación o dietas o pastillas para adelgazar.
En una sociedad en la que la comida es un punto de encuentro y un modo de amar, Luciana decidió dejar de comer. El disparador es impreciso: quizás por un comentario que le hicieron, quizás fue una muerte o un amor imposible. Todo eso o nada de eso. Fue una forma de blindaje, de clausura. Una transformación difusa pero evidente. La cuestión es que entre los 14 y los 20 años se privó del alimento.
¿Por qué?
La anorexia es parte de mi identidad y aun así sigo sin saberlo. Me gustaría que mis respuestas sean más claras, pero es difícil de explicar. Empecé ingenuamente y terminé metida. Y eso tarda cero tiempo, eh. Muy poco. Es cuestión de meses. Se convirtió en todo mi universo cuando yo era muy chica, un work in progress de ser humano. Tenía mucha curiosidad, me interesaban muchas cosas, quería estudiar mil carreras, dibujar, escribir. Y hay algo de eso, creo. Empezaba a entender que iba a salir al mundo y que el mundo es inabarcable, incontenible. La clausura era una forma de protegerme del miedo que me generaba, que es imposible de prever. Hay algo ahí de “intentar contener” que es muy desbordante.
¿Cómo es tener hambre por decisión?
Es una sensación de vacío permanente. Como si tuvieras a un bebé adentro de la panza pateándote. A mí el hambre me hacía sentir poderosa porque “yo me la bancaba”. Y me fue tomando por completo. En una enfermedad así, tu personalidad deja de existir. Dejás de reconocerte. Lo único que me importaba era sostener el hambre. Era mi obsesión, un suplicio, hasta en un momento no pude más.
Es una tarde de martes y el otoño está en todos lados. En la caricia del sol que se cuela entre los edificios de Recoleta y en el café con leche que se enfría como si estuviese apurado. Luciana habla de su historia con cuidado. Empezó a escribirla en el taller literario de Natalia Rozenblum, al que asistió entre 2009 y 2012. Era un diálogo encriptado entre “L”, de Luciana, y “A”, de anorexia. Fue tomando forma años después en otro taller, el de Santiago Llach. Hasta que lo recibió Magalí Etchebarne, editora de Ediciones B. Entonces ese conjunto de pequeños textos se tituló Un lugar guardado para algo.
A mí el hambre me hacía sentir poderosa porque “yo me la bancaba”.
La autoficción transcurre, sobre todo, entre Lobos, su lugar de crianza, y Buenos Aires, la ciudad a la que se mudó a los 18 años para estudiar la carrera de Sistemas. El desarrollo físico de Luciana se había detenido: no menstruaba, tenía las caderas angostas. Tampoco podía armar vínculos, ni amistosos ni de los otros. No tenía planes, ni ganas de planear. Luciana era un cuerpo de 45 kilos distribuidos en casi un metro ochenta.
En Buenos Aires compartía departamento con dos estudiantes, como ella, que iban a la facultad pero en horarios diferentes. Para ese entonces, Luciana se había convertido en un as del engaño. Tomaba, por ejemplo, una porción de tarta de las que enviaba su madre en tuppers y montaba una escena. Apoyaba sobre el plato la porción y se ocupaba de dejar un resto, una huella de comida. Pasaba el cuchillo y el tenedor, como para mancharlos un poco. Sin probar bocado, la tarta terminaba en el incinerador del edificio, y los cubiertos y el plato en la bacha. Evitaba lavarlos para que las chicas con las que convivía pensaran que ya había cenado.
Decías que en un momento no pudiste más. ¿Qué pasó?
Cuando dejo la facultad es el momento en que peor estoy. Ahí admito la enfermedad. Basta de “ya comí”, era insostenible. Porque me hacía sentir muy mal. Yo era, soy, buena: buena persona, buena hija, buena compañera. Y me estaba convirtiendo en alguien que no me gustaba. Si seguía mintiendo con la excusa de que solo mentía en esta área, la de la comida, bueno, se iba a expandir. Iba a ser una mentirosa en todos los órdenes de la vida. Y dije, no. Honestidad, conmigo y con los demás.
¿Fue una autoimposición?
Y… yo no quería. No quería dejar de ser esa persona porque tampoco podía sostener la sensación de comer y tener el cuerpo lleno. A veces decía: bueno, el lunes empiezo a comer para que mi mamá no se preocupe. Y eran días de sentirme peor que como estaba antes de hacerme esa promesa. Lo cierto es que yo estaba en suspenso. Cuando dejé la facultad, me busqué un trabajo porque de eso dependía quedarme en Buenos Aires. Y ahí el cuerpo me salvó, mi cuerpo empezó a registrar que tenía que comer. Yo me enojaba porque no quería. Sentía que mi voluntad ya no era suficiente, que mi cuerpo no me hacía caso. Pero fue más fuerte que la cabeza.
¿Por qué se habla poco de anorexia o siempre se la encara desde el mismo lugar?
Porque está relacionada con la muerte, por ignorancia. Tampoco está instalado como tema de salud. Por miedo, porque está frivolizada y porque muchas mujeres no la asumen. ¿Cuántas veces viste a una persona asumir públicamente que tiene este problema? Pocas, pero te puedo asegurar que hay miles. O sea, no tenés que llegar a pesar 30 kilos, ni terminar internada en una clínica. Hay mujeres a las que ves y te das cuenta: muchas mujeres, algunas muy públicas, sostienen a lo largo del tiempo esa flacura...
¿Y cómo es hoy tu relación con la comida?
Difícil. Va a ser así siempre. Pero la acepto más. Como más. Más que antes. Pero siempre acotado. Decido yo la cantidad. Me cuesta comer en público. Si me siento cómoda puedo hacerlo, sino prefiero comer sola. Si algún día como más, siento culpa. Pero ya sé lidiar con eso. No podría no ser así. Soy con esto.
Cuando Luciana abandonó la carrera de Sistemas, buscó trabajo y un terapeuta. Muy de a poco, a su ritmo, empezó a desenredarse. Con el tiempo fue sembrando en su tierra arrasada. Terminó de escribir su libro en 2018. La salida se postergó por la pandemia y ella decidió volver a Lobos, a la casa materna, a ese pueblo donde empezó todo. “Me interesa vivir cada vez mejor. Y por suerte, eso sucede porque estuve tan mal siendo tan joven que ahora todo es para arriba. Voy hacia lo luminoso”, dice. Por lo pronto sale en bicicleta a pedalear por Lobos y toma notas de ese escenario familiar. La diferencia es que mira con ojos nuevos.
Le pregunto si encontró alguna relación entre su trabajo como contadora, que puede hacer a distancia, y su oficio de narradora. La respuesta, sin embargo, toma otro rumbo: “A mí me encantan los números. De hecho, me hubiera dedicado a ser licenciada en matemática. Pero bueno, también tenía que comer… Que vivir, digo”. Notamos el fallido, abrimos los ojos: nos reímos. Luciana completa: “¿Ves cómo es? Vivir, comer...”. Y parece que sí, que va hacia lo luminoso.
VDM