Informe

“Mamá, soy gorda”, la infancia estigmatizada

Rodolfo Reich

Bocado —
11 de octubre de 2021 16:13 h

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“Mamá, soy gorda. Soy gorda, mamá. No, mi amor, no lo sos. Sí, lo soy. No, mi amor, sos hermosa. No mamá, soy gorda, soy gorda. No llores, no, sos hermosa.  Sos hermosa. No, es que soy gorda. Soy gorda, mamá. Mamá, mamá, soy gorda, gorda, mamá. Soy gorda”.

En el video una madre abraza a su hija. Están en un sillón, la niña vestida con su uniforme escolar, su guardapolvo blanco, y las lágrimas humedeciendo sus mejillas. Ambas lloran, balbucean y repiten las mismas palabras cambiando apenas el orden con visible desesperación.

El video circuló hace un par de años por redes sociales. Lo subió a internet la abuela de la niña, con esa torpeza que da el enojo y, tal vez, sin pensar que exhibía a su nieta al mundo, que desnudaba su intimidad. Lo hizo enfurecida con ese mismo mundo exterior, con los chicos que en la escuela burlaban a su nieta por ser gorda.

Entonces la niña tenía siete años. Una edad en que la mayoría de los chicos ve dibujitos animados en la tele o en YouTube. Que empiezan a leer libros cada vez con menos ilustraciones y aprenden a multiplicar cifras simples. Cinco por dos es igual a diez, cuatro por tres es igual a doce. Una edad en la que -lo sabemos todos- nadie debería estar llorando desconsolada porque sus compañeros le dicen gorda o su versión más edulcorada, rellenita. Pero la niña del video llora de manera ininterrumpida durante más de un minuto, con mocos y angustia. Llora hasta que la filmación termina. Aún así el sonido persiste: es fácil adivinar que su llanto continuó por minutos, tal vez días, semanas, meses, años. Tal vez esa chica sigue llorando hoy.

“Gorda”, el gran insulto moderno de la Argentina y también de buena parte del mundo. El más perverso y también el más perfecto porque se camufla bajo un manto de preocupación, de salud pública, de mensajes de meritocracia y de superación. “Si sos gordo, te vas a morir más joven”. “Vos podés dejar de ser gordo, tan solo tenés que comer menos y ejercitar más”. “Vos podés, confío en tu fuerza de voluntad”. Ser gordo parece ser una -mala- decisión individual. Pero alcanza con escarbar apenas la superficie para que el insulto muestre todo lo que esconde: asco, racismo, odio y negocio.

“Mi primera dieta fue a los 9 años”, cuenta Alejandro Parrilla (“Parri” para sus amigos), editor de videos, ocasionalmente dj y actor. “La mía fue a los 9 meses”, retruca Brenda Mato, modelo plus size -como se nombra ahora a las modelos apenas dejan de ser flaquísimas- reconocida por su actividad y militancia de la diversidad corporal. 

Con estadísticas de la FAO que afirman que más de un 30% de los chicos en Latinoamérica tienen sobrepeso, cada día miles de ellos son sometidos a dietas diversas, incluso siendo aún lactantes. 

“Es conveniente empezar a tomar medidas cuando el niño comienza a mostrar sobrepeso, por poco que sea, ya que un niño con sobrepeso tiende a convertirse en un niño obeso, y esta obesidad puede ser un grave problema de salud en la edad adulta”, escribe -sin ruborizarse- una nutricionista en uno de esos tantos sitios web dedicados a enseñar cómo ser buenos padres y madres. “Por poco que sea”; un corset milimétrico en el que hay que encajar a la fuerza.

La mayoría de los niños gordos crecieron entre insultos, burlas, soledad, sentimientos de culpa, nutricionistas y dietas bajas en calorías. Sus vidas estuvieron llenas de yogures descremados, galletitas de agua, la prohibición de un chocolate. Obligados a faltar a las fiestas de cumpleaños de sus amigos para no tentarse con las papas fritas. En sus mentes resuenan voces que llegan desde el exterior como también de su propia conciencia: No comas ese alfajor; sos gorda y nadie te va a querer; cerrá la boca de una vez; este mundo de disfrutar la comida, de ir con tus amigos a la playa y usar  traje de baño que muestre la panza no está hecho para vos. 

Pensar en les niñes gordes suena muy bien, ¿cómo se puede uno oponer a algo así? Es un discurso conmovedor que se preocupa por la salud y el bienestar de los que no pueden defenderse por sí mismos. Pero en realidad son excusas para ocultar la verdad: que la gordura da asco.

“En distintos momentos de la historia se castigó al gordo pero a partir del siglo XX este odio se multiplicó de la mano de una clase social dominante con tiempo libre para dedicarlo al ocio, para broncearse o hacer ejercicio. Les gordes pasaron así a ser los pobres, las personas que no saben controlarse a sí mismas, que no se adaptan a la productividad capitalista, en especial en tiempos neoliberales cuando lo magro es el discurso dominante”, dice Laura Contrera, profesora de filosofía y abogada con años de reflexión, investigación, escritura y también vivencias en primera persona sobre lo que significa ser gordo en el mundo y en la Argentina. Su cuenta de Instagram (@laucontrerita) permite zambullirse en libros, películas, documentales y ensayos acerca de la gordofobia.

“Hay discursos contra la gordura, incluso algunos bienintencionados que aún así son gordofóbicos”, dice Contrera. Su tono, su cadencia al hablar, muestra que son palabras que viene recitando desde hace tiempo. Se define a sí misma como una power bifemme gorda punk, mantiene intacta su pasión rebelde y militante por los estudios de género y el derecho a la diversidad corporal, conocimientos que comparte en  talleres, en artículos. Pero su voz no esconde también cierto cansancio, como dejando en claro que la sociedad avanza más lento de lo deseable.

“A nadie le interesa la multiplicidad de factores por los cuales une puede ser gorde”, continúa. Si es por un medicamento, por lo que come, por su metabolismo, falta de ejercicio o el modo en que se vive como sociedad. Sobran los estudios científicos que hablan de todo esto pero los que hablan no discriminan causas, recurren a índices aplicados mecánicamente, usan a les gordes como excusa de distintas campañas de turno, sea para promover una dieta espantosa o militar en contra de la industria de la alimentación.

“Y no es que no lo entienda: la industria de los alimentos es una porquería, una industria que no alimenta, que maltrata la tierra, que abusa de los recursos y de la gente. Pero les gordes no tenemos por qué ser la imagen de esa lucha. El mundo está lleno de personas que no son gordas y que aún así comen pésimo y en los controles médicos les saltan muchos problemas. A ellos no los mira nadie: el mal personificado somos nosotros, les gordes”.

La industria al acecho

Según la Organización Mundial de la Salud, sobrepeso y obesidad equivalen a enfermedad. Esta idea viene siendo instalada desde hace más de 50 años pero terminó de condensar en el sistema médico y nutricional global a finales de los años 90, ganando el prestigioso estatus de la gran epidemia de la modernidad: “La obesidad infantil es uno de los problemas de salud pública más graves del siglo XXI. El problema es mundial y está afectando progresivamente a muchos países de bajos y medianos ingresos, sobre todo en el medio urbano. La prevalencia ha aumentado a un ritmo alarmante. Se calcula que en 2016, más de 41 millones de niños menores de cinco años en todo el mundo tenían sobrepeso o eran obesos. Cerca de la mitad de los niños menores de cinco años con sobrepeso u obesidad vivían en Asia y una cuarta parte vivían en África (...) El número de niños y adolescentes de edades comprendidas entre los cinco y los 19 años que presentan obesidad se ha multiplicado por 10 en el mundo en los cuatro últimos decenios”, afirman desde la página de la OMS.

Para la nutricionista Rocío Hernández (@nutriloca en las redes sociales), sobrepeso y obesidad no se pueden abarcar mirando tan sólo índices y promedios. Lo dice cuidando cada palabra que utiliza, tomándose una pausa antes de dar una respuesta. Como profesional, con estudios universitarios y trabajo en consultorio, ella se reconoce como parte del sistema oficial de salud. Y sabe que desde el activismo gordo se cuestiona justamente el modo en que  el sistema piensa y trata a sus pacientes. A ese grupo de personas que ha sido patologizado e invisibilizado por tener un peso que no se ajustaba a una determinada normatividad. “Desde determinados espacios científicos se establecieron relaciones causales sin pensar que correlatividad no siempre significa causalidad. Pareciera ser que a los profesionales de la salud el peso nos pusiera incómodos. Destilamos una superioridad de la salud que es una gran mentira. Y esa es una deuda zarpadísima que tenemos”.  

Más allá de la autocrítica, Rocío no pierde el entusiasmo que la caracteriza y que la convirtió en una figura pública y querida en Instagram, donde suma más de 140.000 seguidores. Es parte de una generación de nutricionistas que busca nuevos caminos en el modo de abordar la alimentación y se niega a medir a las personas solo por lo que dicta el IMC (el Índice de Masa Corporal). Menos aún admite que las culturas de las dietas se apoderen del tema. “Hay una sociedad que se cree moralmente superior y desde esa superioridad dice uy, pobre gordo o qué bien, qué flaco que estás, asumiendo que flaco es igual a sano y gordo es igual a enfermo. Pero hay mucha gente flaca que está enferma y mucha gente gorda que está sana. La deconstrucción que precisamos es gigante”.

Rocío tiene el pelo enrulado, lentes enormes de cristal amarillo y sonrisa contagiosa. Elige el camino de sus redes para entablar varias de sus luchas más personales, sea discutir contra la normatividad de los cuerpos, propiciar una alimentación a base de plantas o ir contra las grandes empresas de alimentos. En su red social abundan videos, entrevistas en vivo y reflexiones que alternan con recetas para preparar unas deliciosas cookies o unas trufas golosas. “La industria nos da alimentos por el traste, nos da mucho más de lo que necesitamos. Indudablemente los cuerpos se van a modificar según esas basura que nos dan. Pero no tiene sentido mirar al individuo desde un punto de vista pesocentrista, decir que si tiene sobrepeso significa que está enferma. No funciona así: existen muchos otros indicadores, las patologías son multidimensionales, es preciso evaluar, escuchar y respetar al otro, a su cuerpo, a lo que quiere ser. Y dejar de lado ese entorno que impone una belleza hegemónica”.

Esteban Larronde también es parte del sistema de salud. Cardiólogo, nació en La Plata, una ciudad grande y universitaria cercana a la capital argentina. En un momento de su vida decidió dar un giro profesional y se fue a vivir a más de mil kilómetros de distancia, a una localidad andina al norte de la provincia de Neuquén. “Tenía 40 años, trabajaba de cardiólogo y en lo personal hacía todo lo mismo que les decía que había que hacer a mis pacientes. Comía lo que les recomendaba, hacía el ejercicio que les indicaba. Y aún así empecé a tener panza, que es donde surge el síndrome metabólico, en la acumulación de grasa intraabdominal. Entendí algo que los médicos hacemos ya de manera natural, sin reflexionar sobre el tema: vemos a un paciente y le decimos que tiene que comer menos y moverse más. Como si fuese algo voluntario, una decisión que uno toma así nomás”.

Hoy Larronde tiene 50 años y un cuerpo ejercitado. Le gusta la discusión y no teme confrontar sus argumentos con quienes piensan distinto. Es un apasionado sobre los procesos químicos y biológicos que realiza el cuerpo; le interesa el camino de la mente a la hora de enfrentar su entorno, pero a su vez se esfuerza casi con desesperación por encontrar analogías, ejemplos simples que permitan entender todo esto sin necesidad de que su interlocutor posea conocimientos científicos. Desde su refugio patagónico, recuerda aquellos años en los él mismo les echaba la culpa a los pacientes por ser gordos: “Y de esa culpa surgen luego los fármacos y las cirugías. Detrás está la famosa hipótesis calórica, un concepto simple para entender el mundo. Pero claramente esa hipótesis y nuestro modo de tratarla no funcionan. Desde hace años venimos diciendo y haciendo lo mismo, y según las estadísticas hay cada vez más sobrepeso y obesidad. En un momento tenés que frenar, mirar hacia atrás, a los costados, y darte cuenta de que estás viendo el tema de una forma equivocada”.

La culpa da lugar a las cirugías, dice Larronde. Y en ese sentido Argentina es un paraíso con negocio incluido.  En 2018, según la encuesta anual de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética, este país se ubicó en el séptimo puesto entre los países del mundo con más cantidad de procedimientos estéticos (la posición más alta entre los países latinoamericanos la tiene Brasil seguido de México). Además, según la Cámara Argentina de Turismo Médico, en 2019 -previo a la pandemia de Covid19- se recibieron a unas seis mil personas que vinieron para realizarse intervenciones estéticas. Las liposucciones abdominales ocuparon nada menos que el segundo puesto, apenas detrás de los implantes mamarios. Ahora, con aeropuertos cerrados o trabajando en su mínima expresión, el número de turistas extranjeros se derrumbó desde marzo de 2020 pero el negocio sigue vivo; subsiste con una creciente participación del público local. “Al estar más horas en sus hogares las personas están más expuestas al espejo, además se ven constantemente en las pantallas con Zoom o videollamadas, eso hace que recuerden más sus imperfecciones y quieran modificarlas”, explicó en un artículo publicado en el diario Ámbito el médico Gustavo Prezzavento, jefe del Servicio de Cirugía Plástica del Hospital Alemán de la Ciudad de Buenos Aires.

No estar flacos sería entonces una imperfección a corregir. Pero para Larronde la gordura, al menos la que puede atribuirse a la alimentación, está lejos de ser una imperfección o error; es una respuesta lógica y sana que el cuerpo le da al entorno en el que vive. “Si veo un chico desnutrido, no veo un enfermo; lo enfermo es la sociedad que lo contiene. Un chico está desnutrido porque apela a gastar su grasa para sobrevivir. Sin dudas va a terminar enfermo pero usar la grasa es una reacción sana, es el modo que encuentra el sistema para sobrevivir. Con un chico obeso sucede lo mismo: su organismo apeló a un recurso que es guardar como grasa esa sobrecarga de comida que le está llegando. Está sobreviviendo en una sociedad obesogénica. Si no engordara, algo estaría mal con él.

El concepto de sociedades obesogénicas comenzó a circular en círculos científicos hace más de 20 años pero cobró relevancia social cuando fue tomado por organismos como la OMS en su llamada lucha contra la epidemia de la obesidad. Refiere a sociedades organizadas de modo tal que la respuesta inevitable de la población es la de engordar. En las causas listadas destacan el modo de alimentarse, con omnipresencia de productos ultraprocesados, junto a estímulos permanentes que apuntan hacia una vida cada vez más sedentaria con los niños viendo el mundo a través de múltiples pantallas. Una noción que el activismo gordo discute por considerarla parte de interpretaciones lineales.

El cardiólogo Larronde se erige como enemigo público de los ultraprocesados, definiéndolos como estímulos supernormales que no permiten que nuestro instinto biológico responda poniendo los límites necesarios. “El premio Nobel de medicina Nico Tinbergen introdujo el concepto de ”estímulo supernormal“, explica. ”Es lo que usa la industria para venderte cosas. La pornografía es así un estímulo supernormal del sexo. Los likes en las redes sociales lo son para la sociabilización. Los casinos para el juego. En la comida estos estímulos supernormales están metidos dentro de los ultraprocesados, esa comida de diseño hecha por la industria que altera tu centro de placer, produciendo un desbalance entre hambre y saciedad. Te dicen que te venden la porción justa pero es una mentira: ellos saben que la porción justa es infinita. Por eso tratar al individuo como a un enfermo no tiene sentido, la solución es más que nada política. Desde las posibilidades de mi consultorio intento que no entremos en ese juego, que seamos “los locos” que comamos distinto, volviendo a una comida real, una comida sin ultraprocesados“.

En su introducción al libro Mala Leche, Soledad Barruti desnuda a los alimentos de diseño: “Con bebés y niños como clientes predilectos, las grandes marcas parecen decididas a hacer de la comida una experiencia perfecta: práctica, rica hasta lo adictivo y libre de cualquier sospecha. Para lograrlo, cuentan con un arsenal imbatible de aromatizantes, colorantes, texturizantes, vitaminas agregadas, packagings rutilantes y miles de millones de dólares invertidos en publicidad. Todo parece diseñado para nuestra comodidad. Pero el precio que pagamos por comer sin saber es muy alto: la dieta actual se convirtió en el obstáculo más grande que debe sortear un niño para llegar sano a la adultez y un adulto a la vejez”. Dice sano, que no es lo mismo que flaco.

II. Mi personalidad

Quiero hablar un poco en primera persona. Yo, Rodolfo Reich, soy periodista y me especializo en gastronomía. Mi Instagram abunda en fotos de alfajores golosos y locros potentes, recomiendo las mejores medialunas hechas con pura manteca o un pollo frito con ají picante. Gran parte de mi trabajo es vender placer. Me gusta comer y me gusta que a otros también les guste. Pienso la vida alrededor de una mesa, me interesan las recetas, la cultura, la historia de una comida. Investigo sobre materias primas, productores, herencias culinarias y la creatividad.

Bebo mucho alcohol y mi colesterol está alto, por eso cada día tomo una pastillita que lo baja a niveles aprobados. No hago ejercicio. Siempre fui el peor en gimnasia, nunca jugué al fútbol y me avergonzaba profundamente tener que hacer una malograda vertical frente a mis compañeros de clase. Nunca fui gordo. Al contrario, fui chiquito, flaco y débil. Tardé en desarrollar la pubertad y sufrí por eso. Por años odié mi cuerpo y me resultaba imposible relacionarme con chicas.

No soy ejemplo de nada. No soy ejemplo de salud. Amigos y conocidos que me ven comer y cocinar me preguntan cómo puede ser que no engorde. Me lo dicen como si yo hiciera algo bien, algo mejor que otros.

Ahora que casi llego a los 50 años de edad estoy empezando a engordar. Mido 1,73 metros, peso 78 kilos. Son 15 kilos más de lo que pesaba hace 15 años. En Internet, donde abundan las “calculadoras IMC” que explican de manera taxativa si nuestro peso es el correcto, encontré que según sus parámetros tengo sobrepeso. Es decir, según las normas explícitas e implícitas que rigen nuestro tiempo, estoy enfermo. O, como mínimo, en camino de enfermar.

“De chico era imposible no darme cuenta de que la gordura estaba mal. Es de las primeras cosas que te discriminan cuando estás en la primaria. Me hacía sentir como, ‘uy, qué cagada, ojalá fuera flaco’”, dice Parri, el editor de video. En su cuenta de Instagram @parritaduarte postea algunas fotos despampanantes, repletas de ironía y sensualidad. Está desnudo, recostado en la cama, un cigarrillo en la mano, el contorno de los ojos delineados. Es imposible negarlo: si a esas mismas fotos las hubiese subido un hombre o una mujer flacos, el resultado sería inevitablemente distinto. “Esas fotos son como una militancia doble, para los demás pero también para mí. Es mi manera de incorporar, interiorizar el gusto a mi propio cuerpo. No tengo certezas de nada, no soy un teórico de la gordura. Sé que siempre fui gordo, desde chiquito. Y que es parte de mi personalidad. Hay un punto donde es una cruz. Y hay otro punto donde aprendo a convivir con esto”, dice con soltura, como si ese equilibrio fuera fácil. Pero él sabe que no lo es.

Parri requirió muchos años -al menos 30- para ganar la autoestima necesaria que le permite hoy exhibir su cuerpo de esta manera. Su infancia transcurrió en los años 80, cuando el sobrepeso aún no era considerado el temido mal del siglo. En su casa cuidar a un nene era sinónimo de darle bien de comer. Y bien era mucho. Además, a él le gustaba comer, siempre fue un goce, un disfrute. A los 9 años su madre lo llevó a un nutricionista, comenzó su primera dieta. En un principio funcionó y bajó de peso; luego volvió a subir. Hizo dieta una vez más, bajó y subió. En ese subibaja estuvo por varios años.

“Cada vez se hacía todo más difícil. En la preadolescencia empecé a percibirme como una ficha defectuosa en las relaciones humanas, me sentía espantoso. Me veía horrible y actuaba en consecuencia. Me vestía con ropa fea, no le prestaba atención al pelo. Ya está, soy gordo, soy una causa perdida, un punto negro en la humanidad, descartado para lo que es el juego de seducción. Se acentuó cuando empecé a salir a bailar. Para colmo soy puto. Gordo y puto. Y en el colectivo gay el gordo no está bien visto, al menos no en esa época. Ahora parece que un poco está cambiando. En ese momento estaban los osos, el arquetipo del gordo barbudo y puto, pero eran grupos que se cerraban en sí mismos de manera hermética porque fueron rechazados primero por la comunidad y luego también por los propios”, dice con resignación. No hay enojo ni resentimiento en sus palabras. “Si pudiera darme un consejo a mi yo del pasado, al niño y adolescente, le diría que no se lo tome todo de manera tan tremenda. Que la sociedad exagera. Hay gente que todavía me dice que baje de peso por mi salud, luego se dan vuelta y se dan con un montón de merca”.

Parri tiene 39 años y está en tratamiento para someterse a una cirugía bariátrica, una intervención dolorosa y agresiva recomendada cuando las dietas no funcionan. A estas cirugías se las cataloga como restrictivas (cuando disminuyen la capacidad gástrica achicando el estómago); malabsortivas (cuando producen una disminución de la superficie de absorción intestinal) y de técnicas mixtas, combinando ambas. Cualquiera sea la opción elegida, las secuelas duran de por vida exigiendo dietas y suplementos específicos.

En adolescentes, los primeros procedimientos bariátricos se hicieron entre las décadas de los 70 y 80, pero a partir del cambio de siglo la práctica se extendió con fuertes publicidades de clínicas y cirujanos bariátricos especializados. “Es un camino difícil y bifurcado -dice Parri- porque estoy consciente de los movimientos que hay por cuerpos diversos y porque yo mismo me amigué mucho con mi cuerpo gordo. Me opero porque quiero estar más cómodo con mi cuerpo en el sentido pragmático de la palabra. Llegué a un punto donde ya tengo problemas por mi peso. No me interesa dejar de ser gordo pero sí quiero poder correr el colectivo o atarme los cordones. No me interesa que la sociedad me acepte. Ya logré quererme, ahora la sociedad me puede chupar el orto. Es por eso que hoy me animo a pensar en la cirugía; antes hubiera sido un error”.

Con nombre de mujer

En una de las imágenes Brenda sujeta una famosa botella de vodka sueco. En otra camina por la calle con un vestido de incandescente color rojo. También se la ve tomando sol junto a una piscina, usa malla enteriza celeste con lunares blancos. Ella es una de las más reconocidas modelos plus size actuales.

“Mi primera dieta la hice a los 9 meses de edad. Según la pediatra yo estaba gorda. Ella seguramente dijo sobrepeso pero prefiero decir gorda: sobrepeso y obesidad son palabras patologizantes. La pediatra tenía seguro una tabla con percentiles, que funciona como excusa perfecta para hacer negocios, para que venga Cormillot y te venda su dieta”, dice con indisimulado enojo. Su historia continuó como tantas otras con picos de descenso de peso y nuevos aumentos. “Aún cuando bajaba sentía que seguía siendo una gorda. Terminás aprendiendo que nunca vas a adelgazar lo suficiente, que hagas lo que hagas te van a quemar el cerebro, se van a meter con vos y con tu cuerpo. El mayor logro de una mujer es ser bella a la manera en que lo indican las revistas. Es una picadora de sesos que nos inculcan desde que nacemos, todo para mantener un gran negocio”.

Brenda ya no es esa niña ingenua e infeliz a la que se le podía vender cualquier cosa. Se convirtió en una activista por la diversidad corporal pero también en la chica de tapa, la que sale en las revistas, la que se maquilla y seduce. Y si bien podrían ser dos caminos paralelos que jamás se cruzan, para ella son uno mismo: su modo de pararse y enfrentar las injusticias con una voz que nunca calla.

A los cuatro años, cuenta, amaba la danza clásica pero le dejaron bien en claro que nunca iba a lograr bailar en un escenario como el del Teatro Colón. Porque más allá de su talento y esfuerzo, su físico no era el adecuado. “Cuando sos todavía una niña, esas informaciones las absorbés sin poder discernir. Por suerte con los años pude reflexionar sobre esto. Entender que no soy un cuerpo constantemente en transición, un cuerpo transicionando a ser flaco. No quiero avergonzarme por existir en la forma en que soy. Pero que yo diga esto molesta a muchos. Les jode que existamos y que además seamos felices con el cuerpo que tenemos. Por eso el insulto, la crítica, las advertencias disfrazadas de salud. Quieren agarrar todos tus sueños y tirarlos a la basura. Así terminás con chicas de 8 años que son anoréxicas o bulímicas, negándose a comer o vomitando después de hacerlo. Toda una paradoja en un país como Argentina, donde vive tanta gente pobre sin dinero siquiera para llevar un plato a la mesa”.

Las palabras de Brenda se verifican en estadísticas oficiales. Con la pandemia actual la pobreza en Argentina alcanzó en el segundo semestre de 2020 al 40.9% de la población, el número más alto de la última década. Si el análisis se circunscribe solo a niños de hasta 14 años, la cifra alcanza la escalofriante cifra de 56,3 %. En simultáneo, según proyecciones de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP), uno de cada 25 adolescentes tiene algún tipo de trastorno de la conducta alimentaria, convirtiendo a este país en el segundo -después de Japón- con los índices más altos de casos de bulimia y anorexia en el mundo.

En su libro “Gorda Vanidosa”, la filósofa y activista Lux Moreno arranca narrando su propia infancia como una niña gorda a merced de un mundo que la invisibilizaba. “Tener 9 años y darte cuenta de que sos gorda: ¿qué significa esto? Es tomar conciencia de que algunos son mejores que vos. Nada tienen que ver la simpatía o las notas: la marca se lleva en el cuerpo”, escribe. “De repente tengo 11 años, ahí floreciendo entre tantas otras, pero con el prejuicio encima de mis jóvenes rollos. Me acuerdo de que empecé a hacer deportes, me acuerdo de cuánta vergüenza me daba no conseguir ropa deportiva para mi medida. Recuerdo bien mi constante sensación de no encajar corporalmente”.

Y en un relato que duele leer se describe como una preadolescente gorda y llena de granos que para defenderse de alguna manera se hizo retraída, extraña y lectora de novelas sin parar, una chica que soñaba con un amor juvenil y con ser vista como hermosa. Salir de su casa era -con esa palabra- una “tortura”.

Laura Contrera, la filósofa y abogada con una vida estudiando el tema, también marca el componente de poder: “Se usa a los gordos, en especial a les niñes, para avalar un intervencionismo en las clases populares. Una intervención sobre personas migrantes, sobre los pobres, que permite mostrar cómo están maltratando a sus hijos. Nos la pasamos reproduciendo modelos racistas, clasistas, gordofóbicos, incluso cuando los objetivos detrás sean razonables. Los gordos no somos un índice viviente de todo lo que funciona mal en el país o en la industria alimentaria. No somos la excusa para pedir una ley de etiquetado o para quejarse del gobierno de turno”.

A sus 11 años, Lux fue por primera vez a un centro de nutrición infantil donde, con un sistema de semáforos, le marcaron qué alimentos comer y cuáles evitar. Se combinaba con sesiones grupales con otros niños en las que cada uno debía contar qué había comido. Si algún alimento rojo había superado el límite, el escarnio público era total.

A fuerza de dietas y de una médica (“mi primera Hitler alimentaria, una profesional implacable, un villano de película en contra de la industria de la comida chatarra, heroína de la OMS”), Lux logró ser flaca. Pero más allá del límite: “Durante el período que va de los 13 a los 16 años, pasé de ser la gorda introvertida a convertirme en una anoréxica extrovertida. La ”opinión pública“, constituida por mis amigos del colegio y del barrio, no paraba de halagar esa metamorfosis de la voluntad que me llevó de ser una adolescente gorda que no era mirada por sus pares a convertirme en una especie de sex symbol barrial. Quería ser modelo, famosa y amada; y para eso había prescindido de comer o, si lo hacía, en un acto ritual luego me provocaba el vómito”.

Los recorridos por la vergüenza, el escarnio, las dietas infantiles se multiplican en infinitos relatos, todos singularmente parecidos. Lejos de ser historias individuales, ser gordo, gorda o gorde en la infancia se parece a esas series policiales yanquis que son idénticas aunque cambien sus protagonistas. Una persona gorda pronto es rodeada de extraños y de conocidos reconvertidos en médicos especialistas urgidos por dar consejos que sostengan sus prejuicios y superioridad en lo alto.

Rafaela tiene 16 años y es gorda, dice. Los kilos le pesan. Tiene caderas anchas y le cuesta encontrar ropa para su talle. Le gusta bailar. Nunca besó a un chico en la boca. Es la protagonista ficcionada de una novela infantil escrita por Mariana Furiasse , en una colección de libros pensados para adolescentes.

La novela es como un diario íntimo. Un día Rafaela escribe: “No entiendo cómo siendo tan abundante paso tan inadvertida”. Y luego: “No voy a piletas porque me da vergüenza que me vean en malla”.

Así es la infancia de miles en Argentina y en el mundo. Entre la vergüenza y la compasión, el escarnio y el negocio. Ser demasiado visible, ser invisible.

RR