Tengo una obsesión con las notas con testimonios. No vale decir que fulanito dice que el precio del tomate se fue por las nubes. Hay que aclarar que fulanito tiene un apellido, seguramente alguna ocupación, que vive en tal lado, y que ya no puede comprar tomates porque tiene tres hijos que mantener y que para ir a trabajar toma dos colectivos y el tren. Entonces, el testimonio de fulanito será un testimonio que nos diga algo sobre el precio del tomate y no simples palabras de relleno en un página.
Esa obsesión tiene una responsable: María Seoane. Tiene una fecha, abril de 1994. El Frente Grande acababa de dar un batacazo en las elecciones para convencionales constituyentes y había ganado en barrios tradicionales del PJ. María se estrenaba como editora de la sección política de Clarín y yo como colaboradora principiante. Me había pedido que recorriera Lugano y Soldati en busca de esos testimonios que explicaran el voto sorpresa a Chacho Alvarez. Entregué una nota con un montón de “fulanitos y fulanitas” sin apellidos ni edades ni nada más. “¿Cómo vas a entregar una nota así?”, me cortó en seco, fría como un glaciar y ahí nomás me mandó de vuelta a Lugano a buscar testimonios como corresponde. “Excelente, corazón, excelente”, se entusiasmó esa segunda vez, cálida como una madre.
María Seoane era así, un torbellino que oscilaba entre extremos, pero siempre en ese terreno extenso e incierto del periodismo. María Seoane murió hoy a los 75 años.
Conocí a María en diciembre de 1993, cuando entré como becaria a Clarín. Ella había entrada poco tiempo antes. Fue la primera mujer editora de la sección política. Recién acababa de ser mamá de Alexis, y un poco era la mamá de toda la sección en la que sobraban hombres. Iba entre la dureza de un carácter forjada en la militancia de los 70 y el exilio pero a la vez disfrutaba de ese lugar en el que muchas veces nos colocan a las mujeres en las redacciones. María no sólo se ocupaba de comprar masitas para festejar un cumpleaños, buscaba las más ricas.
Tenía la costumbre de llamar a todos “corazón”, a los becarios, a Julio Blanck, el jefe de la sección, o a Fernando de la Rúa, el futuro presidente. Todos caíamos en sus abrazos y estrujamientos.
Fue durante esos años de becaria que María me convocó junto a mis compañeros Martín Etchevers –hoy gerente de Relaciones Institucionales del Grupo Clarín– y Jorge Liotti –hoy jefe de Política de La Nación– a una investigación “ultra secreta”. Debíamos clasificar archivos secretos de la dictadura para luego entrevistar a un “garganta profunda”, un represor arrepentido, que nos explicaría como funcionaba el mecanismo de represión cultural durante aquellos años. Fueron varios meses de reuniones secretas en la casa de María y luego la entrevista con el arrepentido en un salón oscuro y oculto en la confitería Los Dos Chinos. La investigación, liderarada junto a Oscar Raúl Cardozo, tardó años en publicarse, y cuando lo hizo recibió el premio Rey de España. Nosotros –todos pibes de veintitantos– apenas fuimos mencionados pero a María le debemos esa ilusión de habernos sentido protagonistas de nuestro Watergate criollo.
María había llegado a Clarín con dos libros fundamentales. La Noche de los Lápices, sobre la desaparición de los estudiantes secundarios de La Plata, y Todo o Nada, una biografía sobre Mario Roberto Santucho pero que es más una exhaustiva investigación sobre la guerrilla en Argentina. Luego llegaría su impecable biografía de Jorge Rafael Videla, El Dictador. La lista es larga, su trayectoria es larga.
María marcó cada uno de los lugares por los que pasó con sus pasiones y sus contradicciones. Pertenecía a una generación de periodistas que formaron escuela en cada una de las redacciones por donde pasaron, una generación de periodistas que estaba –está– convencida de que un simple testimonio sobre el precio del tomate es una oportunidad para darle voz y rostro a un desconocido.