CRÓNICA

Mujeres migrantas: sobrevivir en el conurbano entre violencia y relleno sanitario

0

Las calles de tierra y las casillas de madera van escaseando; toman su lugar las casas de material, porque en los Eucaliptus, uno de los 15 asentamientos urbanos de la cuenca del río Reconquista, los hombres son casi todos albañiles. Es conocido como “el barrio paraguayo”: la comunidad más numerosa del área Reconquista, en la localidad de José León Suárez, partido de San Martín.

El trazado de los terrenos, los espacios públicos y las calles también son obra de los propios vecinos. Todo se resuelve y mide en pasos: para los lotes diez pasos de frente, treinta de fondo. Para la vereda tres, para la calle nueve. 

El barrio está rodeado por los vapores que emanan de la fermentación de “la montaña” de basura, la muralla de la Autopista del Buen Ayre, y las arboledas de eucalipto que sobrevivieron a la tala del bosque que dió origen al nombre. La montaña, la muralla y los árboles son propiedad de la Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE). 

El complejo CEAMSE Norte III se creó en 1977, cuando la dictadura militar prohibió la disposición de los residuos sólidos urbanos en basurales a cielo abierto, y su tratamiento final pasó de la incineración al enterramiento o relleno sanitario: un vertedero controlado en terrenos previamente impermeabilizados. Bajo la premisa de la disminución del impacto ambiental, la basura pasó a ser propiedad privada de la empresa, y su recuperación por medio del “cirujeo” un delito. Aunque la actividad ya no está penada, el estigma que la rodea sigue vigente. En el área Reconquista la mayoría de los vecinos complementan sus ingresos con alguna forma de reciclado de residuos. 

“En el barrio la gente come, se viste y construye su casa de la basura. La basura no es vista tanto como un problema de contaminación, que lo es, sino más bien como un recurso para la supervivencia”, dice Natalia Gavazzo, doctora en antropología de la UBA, investigadora del CONICET, profesora de UNSAM y directora del proyecto Migrantas en Reconquista, enfocado en la generación de estrategias socioambientales para fortalecer la resiliencia de las mujeres migrantes de los barrios de la cuenca. 

Kika es parte del proyecto Migrantas en Reconquista. Vecina del barrio, empleada de casa particular y jefa de hogar. Antes de migrar a Argentina trabajó en estancias y también en la huerta de su mamá, pero no le alcanzaba porque para cultivar “hay que tener plata”.   

Muchas mujeres del área provienen, como ella, de zonas rurales de Paraguay, migran por el avance de la frontera de la soja, por inundaciones, sequías y por la desaparición de la agricultura familiar frente a los grandes latifundios y los agronegocios. “La migración ambiental se produce por un modelo de desarrollo extractivista y destructor de los recursos naturales que expulsa a las poblaciones de sus lugares de origen, porque les impide garantizar la subsistencia y la reproducción de la vida”, dice Gavazzo.

Muchas mujeres migran por el avance de la frontera de la soja, por inundaciones, sequías y por la desaparición de la agricultura familiar frente a los grandes latifundios y los agronegocios.

Kika casi que salta de la silla al ver, a través de la cercana puerta del horno, la tonalidad bronceada de su sopa paraguaya. Cuando habla de yuyos y plantas medicinales se olvida del resto. En las clases de biología de un plan FINES con el que estaba terminando el secundario, participó de un taller de escritura coordinado por Teresa Pérez, profesora y articuladora territorial del proyecto Migrantas en Reconquista, que culminó en el libro de crónicas de plantas de mujeres de Paraguay Poha Ñana. Escribió sobre el burrito y conoció a Lilian, otra vecina del barrio con la que además comparte la nacionalidad, el gusto por la escritura y el amor por las plantas. Las crónicas están ilustradas con estampas que las migrantas mismas hicieron en el bosque urbano de la UNSAM, un espacio verde de 3200 mt2 frente al campus de Migueletes de la universidad, que solía ser un estacionamiento. Ahí Kika y Lilian encontraron hasta plantas medicinales que nunca habían visto en Buenos Aires. 

Lilian nació en Asunción del Paraguay, pero creció en Concepción, a orillas del río. Sus abuelos vivían en el campo y ella, junto a su mamá y sus hermanos, migraban por temporadas para cosechar algodón; ella arrancó a los once años. A los doce dejó el colegio y empezó a trabajar en casas particulares, porque en el campo “había temporadas que había plata y otras que no”. Ante la mala situación migró a Buenos Aires junto a su mamá y su hermana. 

Según Pablo Escribano, Especialista Regional Temático en Migración, Medio Ambiente y Cambio Climático de la Organización Internacional para las Migraciones de Naciones Unidas, no existe una convención o definición internacional de lo que constituye la migración ambiental o climática. Desde la OIM, la movilidad humana es entendida como un fenómeno multicausal, por ende, la crisis ambiental tiene impacto en otros factores de migración: “Un caso claro son los factores económicos, porque hay un impacto del cambio ambiental en la disponibilidad de recursos, en el empleo, en el bienestar en general. Los factores ambientales y de degradación de la tierra se conjugan con procesos de cambio de uso del suelo, de inseguridad alimentaria, y de pérdida de empleo”.   

Lilian llegó al barrio en el 2008, embarazada de ocho meses. Los terrenos no estaban divididos y las calles eran, en su mayoría, de tierra. No había tendido eléctrico, gas, ni agua corriente. Para conseguir agua debía caminar las 15 cuadras que la separaban del caño principal, en el barrio Independencia, y volver con baldes y bidones hasta el tope. Después los vecinos se organizaron para comprar los caños y hacer la extensión. Quienes no lo lograron se quedaron con agua de pozo, pero las napas están tan contaminadas que el agua sale “salada”. No se puede tomar. 

Cualquier camión que no sea de un municipio debe pagar, por tonelada, para dejar los residuos en CEAMSE. Para no gastar, otros camiones se metían en los barrios cercanos para tirar la carga ahí. Los vecinos aprovechaban para llenar con esa basura los pozos del barrio. Esto pasaba sobre todo entre 2006-2012, el periodo de urbanización más fuerte de los Eucaliptus. Lilian recuerda la espera, junto a su marido, carretilla en mano, hasta la llegada de los camiones llenos de tierra, basura y cascotes para rescatar algo. 

Perdió la cuenta de cuántos volquetes necesitaron para llenar el pozo inundado sobre el que construyeron su primera casa de madera con techo de chapa. Esas fosas que hoy se tapan con basura son producto de la masiva extracción de arena de alta calidad que durante la década del 20 se usó, entre otras cosas, en la construcción de los subterráneos de Buenos Aires. 

Salir a comprar

En una época llegaron al barrio volquetes con madera y Lilian se armó roperos, un mueblecito para los cubiertos, y hasta el piso, que era de tierra. “Iba colocandola como podía, y arriba ponía alfombra, que también traíamos de ahí”. Otra vez, cuando hubo inundaciones en Capital, llegaron camiones con rollos de tela. La mayoría estaba podrida y mojada, eran desechos de algunas tiendas. “Con las vecinas decíamos que nos íbamos de shopping. Fue una temporada linda, disfrutábamos de ir de compras”.  

Lilian y su marido querían darle “algo mejor a sus hijos”: empezaron a construir una casa de material. Pero cuando instalaron el piso, se hundió casi dos metros. Otras viviendas del barrio tienen las paredes rajadas. El relleno de basura resiste el peso de una casilla, no el de una casa. 

La migración climática provoca que las personas salgan de sus comunidades, pero hay pocos análisis sobre el bienestar ambiental en destino. “Tenemos un déficit de información muy importante sobre las afectaciones específicas al bienestar comunitario de estas poblaciones, que además tienen menos recursos para asentarse en zonas salubres, con lo que se crean nuevas vulnerabilidades”, dice Escribano. 

“Respiras la basura en el aire. Hay días que el olor que llega es re fuerte, abrís la ventana y es como estar ahí mismo”.

La basura en el CEAMSE fermenta, levanta temperatura y emana líquidos y vapores. “Con la contaminación se convive”, dice Lilian. “Respiras la basura en el aire. Hay días que el olor que llega es re fuerte, abrís la ventana y es como estar ahí mismo”. Recuerda una epidemia de infecciones en la piel: “todo el barrio se llenó de forúnculos. Sanaba en un lugar y salía en otro”. Muchas familias viven del CEAMSE. En las ferias de la zona y en los grupos de compra venta de Facebook se publican condimentos, lácteos, toallitas femeninas, salchichas, y otros productos que vienen de ahí. “Y no están mal”, dice Lilian. “Capaz tiran las latas de atún porque están rotas o no tienen la fecha de vencimiento”. Igual, “hay cosas que se ve que las sacan de un lugar muy sucio, pero la mayoría de la gente lo consume, porque es mucho más barato”. 

A algunos de esos productos los recolectan los quemeros, como se conoce a quienes cirujean en la montaña de basura del CEAMSE. El nombre “La Quema” proviene de los basurales a cielo abierto donde se incineraban los desechos en el siglo XIX. Pero en mayor número provienen de la carga de los camiones de empresas conocidos como “privados”. 

Al CEAMSE llegan transportes recolectores de municipios, de las plantas de transferencia (que acopian diferentes cargas para ahorrar costos de traslado) y de empresas. El circuito para los privados es el ingreso a la balanza del Complejo para pesar la carga, y el abono de la tarifa de disposición de los residuos por tonelaje. Son los únicos que pagan por peso, los municipios y las plantas de transferencia tienen otros convenios. Algunos camiones de empresas lácteas, supermercados, o megatiendas hacen un circuito paralelo, y en lugar de tirar la basura, la venden. 

Existen conflictos de acceso a la mejor basura, cobro de coimas de la policía y empresas “pantalla” que tienen su propio relleno clandestino donde desvían los camiones privados: basura comprada para reventa. “Todo lo que ves en los trenes, los chocolates baratos por ejemplo, vienen del CEAMSE” dice Teresa Pérez, militante territorial de la mesa Reconquista e integrante del proyecto de Migrantas. “El CEAMSE como empresa se funda con los militares y sostiene esa estructura, manejada por la policía y por (el gremio de) Camioneros. Si vos leés la historia de los viejos quemeros que iban a la montaña es el genocidio de Estado administrando basura: mujeres violadas, pibes atados a los postes, gente obligada a meterse a los charcos de lixiviados (líquidos tóxicos generados en un relleno sanitario). Es la misma estructura, con la población hiper pobre”. 

Diez toneladas de basura

El 15 de marzo de 2004 Diego Duarte, un migrante formoseño de 15 años, fue a cirujear junto a su hermano Federico a la montaña del CEAMSE. Según relata Federico, la policía los vio y los persiguió. Se asustaron. Federico, escondido entre la basura, escuchó a uno de los policías dar la orden de descargar un camión, vió como a Diego le le caían encima 10 toneladas de basura. El cuerpo nunca se encontró. La causa está a punto de ser archivada. No hay nadie preso. 

En ese contexto de violencia e ilegalidad, las mujeres quemeras pagan un doble precio: represión polícial y acoso sexual. La solución que encontraron fue articularse en cooperativas de reciclaje y galpones de recupero de residuos. “Veían a los galpones como una oportunidad, o estamos acá, o no sobrevivimos” dice Teresa Pérez. Ellas son, además, quienes llevan adelante los comedores y las organizaciones en los barrios: “Son las mismas compañeras que paraban la olla las que armaron el galpón y la cooperativa”. 

Aunque los efectos del cambio climático son globales, afectan especialmente a las mujeres y a las infancias. “Pero no hay que ver solamente las vulnerabilidades, sino también las capacidades específicas. Hay implicancias importantes de las mujeres en la gestión del riesgo, llevan adelante procesos de autogestión que son muy eficientes: de organización comunitaria, de valorización de los saberes tradicionales, no solo hay que visualizar estos fenómenos desde el prisma de la vulnerabilidad”, concluye Escribano.

Nicolasa es una de los 600 asociadas de la cooperativa de reciclaje Las Madreselvas. En Paraguay trabajó desde los doce años en el campo, corpiendo con machete y cosechando junto a su madre y sus hermanos. A los 21 años migró a la zona norte del gran Buenos Aires con dos de sus hijos, y consiguió trabajo como empleada doméstica, pero se cansó. “No tenía sábados ni domingos”. Una vecina la invitó a cartonear: “Vas a ver que te va a gustar, y descansas un poco”, le dijo. Nicolasa salía con sus dos hijos, de nueve y diez años.

“Primero tenía vergüenza, fina yo, no quería. Yo vivía en una villa en ese tiempo, cuando empecé a cartonear. ‘Mirá esta ciruja’ decían de mí. Mi cuñada no me quería recibir porque trabajábamos por el cartón en la calle”, cuenta.

“Primero tenía vergüenza, fina yo, no quería. Yo vivía en una villa en ese tiempo, cuando empecé a cartonear. ‘Mirá esta ciruja’ decían de mí. Mi cuñada no me quería recibir porque trabajábamos por el cartón en la calle”

A partir de la movilización de las y los cartoneros la legislación avanzó hacia la creación de la figura del Recuperador Urbano del 2002, la anulación de la ley que prohibía el cirujeo en la ciudad de Buenos Aires en el mismo año, la creación del programa de recuperadores y su registro en 2003, la ley de Basura Cero en 2005 y la creación de la figura del recuperador ambiental de 2008. Los bolsones reemplazaron muchos de los carros, y el GCBA dispuso camiones de recolección de la ciudad para hacer los recorridos. Nicolasa recuerda bien el cambio: podían salir a la calle a reciclar sin ser perseguidas, hablaban con los porteros y lograron que les entregaran las cosas en mano para ponerlas directo en un bolsón y que los camiones lo llevaran hasta la Cooperativa.

La presidenta de Las Madreselvas, Susana Izaguirre, cuenta que trabajan de lunes a lunes en dos turnos. Las mujeres ocupan los cargos de coordinación. “Estoy empujando a dos compañeras para que sean choferes de los camiones”. No fue fácil que los hombres aceptaran las jefaturas femeninas. Izaguirre recuerda que cuando ella misma era cartonera, en la época en que funcionaba el tren blanco, siempre quedaban últimas para subir sus carros: “Teníamos que esperar un espacio. Y subir era a fuerza de golpes, trompadas, fierrazos, palazos”. 

También implementaron un programa de proyectos productivos para los y las recolectoras que ya no están en condiciones de trabajar en la calle. Armaron una huerta orgánica, la cosecha se destina al comedor de la cooperativa, donde los asociados desayunan, almuerzan, meriendan y cenan todos los días. Además participan de un proyecto con el Ministerio de Mujeres para hacer macetas con material reciclado, “para que las compañeras puedan revenderlas”.    

Nicolasa trabaja en la huerta porque tiene 61 años y problemas de columna por haber arrastrado carros de 500 kilos. Vendió su casa en la villa y construyó una de material en un terreno que compró “con papeles y todo”. Sonríe. Y retoma, desde el orgullo, lo que a ella le decían en tono de burla: “Mirá la ciruja”. 

Kika y Lilian a veces pasan el día en la costanera de San Isidro. Desde que se instaló el relleno sanitario CEAMSE no se puede acceder al río Reconquista. Tampoco quedan lagunas, los 300 camiones que entraban por día al barrio para descargar sin pagar las taparon con basura. 

Kika siempre trae cosas del río. Desde detrás del lavarropas, en su casa de material, saca una bolsa, escondida como un tesoro. Contiene piedras y pedacitos de vidrio. Le da lástima tirarlas. Piensa que puede usarlas para decorar su planta de burrito, o llevarlas al bosque urbano. Ahí hay un domo geodésico, un estanque, una huerta, una plantación de maíz en un macetero que lleva el nombre de Berta Cáceres, un espinal, una biblioteca, un mercadito, colmenas, y hasta un biodigestor. Seguro se les ocurre algo.

MR / SB