Opinión La muerte de Nora Cortiñas

La orfandad

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Se nos fue la madre de todos y todas.

Toda mamá es irremplazable –incluso aquellas a las que no hubiéramos preferido como madres, pero que están en ese lugar porque la vida o las circunstancias las obligaron a cumplir esa función–; la mía, por ejemplo, que fue una mamá inolvidable, tan amorosa como bienhumorada y enamorada de sus hijos. La política le pasó por el costado, entre otras cosas porque estaba ocupada siendo madre de tres y porque con ser una gorila moderada le alcanzaba y le sobraba (“moderada” significa aquí que se negaba a toda forma de radicalización y odio). Nadie le reclamó otra cosa; la historia, por suerte, le permitió que sus hijos entraran a la dictadura como apenas adolescentes, por lo que nunca tuvo que plantearse salir a reclamar por la aparición con vida de un hijo secuestrado por el Estado. Cuando sus hijos comenzaron a militar, hacia 1981, supe de sus miedos y sus preocupaciones, como también supe de su solidaridad materna con las Madres.

Cuando se dice con mayúsculas, las Madres sólo pueden significar una cosa: las de la Plaza, esas a las que pueblo las abraza.

Mi mamá, Betty, era de 1929. Norita era de 1930 (Beatriz y Nora, dos nombres fechados). Betty usó el Alabarces toda su vida hasta la viudez, el momento en el que lo sacó de su firma. Norita no podía desprenderse del Cortiñas porque ya era el apellido de un prócer. Mamá murió en 2018; Norita se nos acaba de morir hace unas horas, dejándonos irremediablemente huérfanos. Las dos eran petisas y sonrientes; pero Norita aparece en todas las fotos levantando su puño izquierdo –revisen, como acabo de hacerlo, todas las fotos que puedan: Norita sonríe y levanta su puño. Siempre–.

Mi generación –los sesentones más o menos recientes– fue la primera en incorporarse a la lucha política de la mano de las Madres. Hace un año conté cómo, en mi primera movilización durante la dictadura, el día de San Cayetano de 1981, los quince mil asistentes abrimos un cordón para que pasaran las Madres con sus pañuelos; ya entonces estaban en todos lados. Nuestra militancia se movía al ritmo de las Rondas o de las Marchas de la Resistencia. Por eso, no supimos qué hacer en las rupturas: la disputa que originó Línea Fundadora era una trampa para los que no queríamos elegir entre dos Madres –dos mamás–. La solución fue, finalmente, sencilla: había que quedarse con las dos, acompañando y volviendo a acompañar. Esto no significa seguidismo u obsecuencia; significa, simplemente, admiración incondicional. A esas mujeres les debíamos, les deberemos, el agradecimiento eterno por la democracia que no supimos recuperar pero por la que ellas habían sabido luchar.

Cuando la relación con el kirchnerismo volvió a despertar algún encontronazo, la solución siguió, para mí al menos, igual de sencilla: las Madres nunca se equivocaban, hasta cuando parecía que se equivocaban. Lo que les debíamos a esas mujeres era y es demasiado grande como para que les cupiera algún reproche. Y Norita era un ejemplo de esa doctrina: jamás se le escuchó, públicamente, una sola voz de crítica a sus ex-pero-no-tanto compañeras (acabo de releer su homenaje a Hebe cuando murió: “La gente que tiene ganas de la controversia tiene que pensar qué estaba haciendo en los peores años del terrorismo de Estado”. En esos años en que Hebe y ella, como bien sabemos, como nunca olvidaremos, estaban solas en el lado correcto de la vida).

El lado correcto de la vida es el lado Norita de la vida. Estaba en todos los lugares donde se cometiera una injusticia, donde se cometiera una ilegalidad estatal, donde hiciera falta una voz o una mano. Para entender con plenitud qué significa la categoría “derechos humanos”, simplemente hay que seguir la agenda de visitas y actos de Norita. (En ese sentido, su permanente y prudente distancia con el Estado, sea quien fuera su ocupante circunstancial, era una señal de eso: al Estado había que obligarlo, todos los santos días, a cumplir con su obligación de memoria, verdad, justicia y respeto por la vida, por la igualdad y por la libertad. Y no había que perdonarle un solo desliz, se llamara Santiago Maldonado, Nahuel Demonty o Luciano Arruga. Todos eran víctimas del Estado).

No tengo fotos con Norita. Como cholulo soy un tímido fracasado. Pero un día la pude saludar, al final de un panel con la inolvidable Alcira Argumedo, y me dijo: “estuviste muy bien”. Esa dicha es irrepetible.

A ver si nos entendemos: me lo dijo mi Madre.

Para aquellos que la experimentan o la han experimentado, la orfandad es un sentimiento pesado. Es doloroso y es imborrable: no hay día en que no recuerdes a tu mamá (o a tu papá, pero hoy nos movilizan las mujeres, como desde 1977). Hay días peores: son aquellos en los que hacés exactamente eso que a tu mamá la ponía orgullosa. Les propongo ese desafío: sentir todos los días que Norita estaría orgullosa de nosotros y nosotras. Es un desafío terrible: no hay que parar de pelear, día tras día, por la memoria, la verdad, la justicia, la democracia, la igualdad, la libertad. No sé si seremos capaces –en momentos aciagos como éste, cuándo más necesario es ese compromiso, más dudo de que lo podamos cumplir–.

Pero el otro problema de la orfandad es que sentís que te quedaste solo, que no hay nadie más arriba tuyo que te cuide, que te mime, que te ampare, que luche por vos cuando tu miedo o tus limitaciones no te lo permiten. Eso, querida Norita, no tiene solución.

PA/IG