¿Por qué nos encanta el pan? Un cambio genético hizo que nuestra saliva pudiera digerir el almidón hace 800.000 años

Antonio Martínez Ron

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El superpoder que nos permite a los humanos empezar a procesar el almidón de los alimentos con nuestra saliva se gestó mucho antes de lo que pensábamos, según un trabajo publicado este jueves en la revista Science

Una investigación liderada por Omer Gokcumen, de la Universidad de Buffalo (UB), sitúa el origen de esta revolución metabólica hace más de 800.000 años, cuando la duplicación del gen de la amilasa salival (AMY1), que facilita esta capacidad, preparó el terreno para la adaptación humana a los alimentos ricos en almidón, que empezamos a consumir en masa muchísimo más tarde, tras la revolución neolítica y el cultivo de cereales.

Mientras el resto de animales tienen que esperar a que los carbohidratos lleguen hasta el estómago y que la enzima amilasa, segregada por el páncreas, pueda descomponerlos en azúcares más pequeños, nuestra especie expresa esta enzima en la saliva y empezamos la digestión del almidón en la boca. Esto explica por qué si dejamos un pedazo de pan sobre la lengua notamos un sabor dulce, una capacidad cuyo origen los científicos situaban al comienzo de la agricultura, hace unos 10.000 años, y que está presente también en nuestros animales domésticos, expuestos a las mismas dietas ricas en almidón que nosotros.

Madurado a ‘fuego’ lento

El nuevo trabajo se ha basado en el análisis de los genomas de 68 restos humanos antiguos, incluida una muestra de Siberia de 45.000 años de antigüedad. Los autores han descubierto que los cazadores-recolectores preagrícolas ya tenían un promedio de cuatro a ocho copias de AMY1, lo que sugiere que los humanos ya caminaban por Eurasia con una amplia variedad de números altos de copias de este gen mucho antes de que comenzaran a domesticar plantas y a comer cantidades excesivas de almidón.

El estudio también indica que se produjeron duplicaciones del gen AMY1 en neandertales y denisovanos, lo que les lleva a concluir que este cambio clave sucedió mucho antes de que nuestra especie se separara de los neandertales y a dar la cifra de al menos 800.000 años. “Las duplicaciones iniciales en nuestros genomas sentaron las bases para una variación significativa en la región de la amilasa, lo que permitió a los humanos adaptarse a dietas cambiantes a medida que el consumo de almidón aumentaba drásticamente con la llegada de nuevas tecnologías y estilos de vida”, señala Gokcumen.

Esta observación concuerda con la disponibilidad de almidón cocinado entre los homínidos arcaicos, posible gracias a que aprendieron a usar el fuego

Es difícil establecer la causa de estos primeros cambios, pero los autores creen que estas duplicaciones iniciales antes de la división entre humano, neandertal y denisovano, pudieron tener que ver con el uso del fuego para calentar los alimentos. “Esta observación concuerda con la evidencia reciente del consumo de almidón de los neandertales, y tal vez con la disponibilidad de almidón cocinado entre los homínidos arcaicos, posible gracias a que aprendieron a usar el fuego”, escriben.

Como lanzar una piedra a un estanque

Los investigadores creen que la duplicación inicial de AMY1 fue como la primera onda que se extiende tras lanzar una piedra a un estanque: creó una oportunidad genética que más tarde fue fundamental para nuestra especie. A medida que los humanos se expandieron por diferentes entornos, la flexibilidad en el número de copias del gen proporcionó una ventaja para adaptarse a nuevas dietas, en particular las ricas en almidón. “Tras la duplicación inicial, que dio lugar a tres copias de AMY1 en una célula, el locus de la amilasa se volvió inestable y comenzó a generar nuevas variaciones”, explica Charikleia Karageorgiou, una de las autoras principales del estudio. A partir de tres copias de AMY1, se pueden obtener hasta nueve copias, de modo que cuando llegó la revolución neolítica aquel cambio ya estaba en marcha.

La nueva investigación también documenta cómo la agricultura afectó a la variación de AMY1 en los agricultores europeos, que vieron un aumento en el número promedio de copias del gen en los últimos 4.000 años, probablemente debido a sus dietas ricas en almidón. Un resultado que concuerda con la investigación anterior de Gokcumen, en la que mostró que los animales domésticos como perros y cerdos también tienen un mayor número de copias de AMY1 en comparación con los animales que no dependen de dietas ricas en almidón.

Es probable que los individuos con un mayor número de copias de ‘AMY1’ digirieran el almidón de manera más eficiente y tuvieran más descendencia

A partir de aquel momento, la evolución hizo el resto. “Es probable que los individuos con un mayor número de copias de AMY1 digirieran el almidón de manera más eficiente y tuvieran más descendencia”, comenta Gokcumen. “En última instancia, sus linajes se comportaron mejor a lo largo de un largo período evolutivo que aquellos con un menor número de copias, lo que propagó el número de copias de AMY1”. 

Por qué comemos patatas y cereales

“Es muy interesante, porque es una zona del genoma que, debido a la repetición de secuencias, es propicia a la recombinación y hace que se duplique el número de copias”, apunta Lluis Montoliu, investigador del CNB-CSIC. Para Gemma Marfany, catedrática de Genética de la Universidad de Barcelona (UB), el análisis genómico está muy bien trabajado a nivel metodológico, dado que la región genómica que contiene los genes de amilasa, al estar duplicados y con secuencias muy homólogas no es sencilla de alinear y analizar.

“La presencia de este gen de la amilasa, necesaria para degradar el almidón, favoreció que podamos digerir y aprovechar bien las plantas ricas en hidratos de carbono que nos proporcionan energía, como la patata y otros tubérculos, el arroz, el trigo y otros cereales”, señala Marfany. En su opinión, “expresar más amilasa en la saliva confirió a nuestros antepasados una ventaja respecto a tener solo una copia del gen AMY1, como tienen chimpancés y gorilas y, más tarde, con la aparición de la agricultura y domesticación de cereales, todavía se incrementó más esta presión de selección natural”.

“El gen de la amilasa es un claro ejemplo de evolución genética en respuesta a la dieta, similar al caso del gen de la lactasa, que muestra una de las señales más marcadas de selección positiva en nuestro ADN”, explica Antonio Salas, genetista de la Universidad de Santiago (USC). En su opinión, este trabajo representa un reto técnico considerable, además del esfuerzo bioinformático y de análisis evolutivo necesario para comprender esta variabilidad. “Los autores aportan evidencia de que las variaciones en el número de copias del gen AMY1 coinciden con los cambios necesarios para la transición de sociedades cazadoras-recolectoras nómadas a sociedades agrícolas sedentarias, aunque uno de los retos pendientes es comprender el mecanismo fisiológico exacto a través del cual la variabilidad en el número de copias del gen confiere una ventaja adaptativa, especialmente en distintos contextos culturales con variabilidad dietética significativa”, destaca.  

“Lo que los autores deducen de su estudio es que las primeras duplicaciones pudieron ocurrir antes de la divergencia de humanos modernos, neandertales y denisovanos”, señala el paleoantropólogo y académico español José María Bermúdez de Castro. “Esta divergencia se ha estimado entre 550.000 y 765.000 años, aunque algunos autores la llevan atrás en el tiempo hasta los 800.000 años, y esta es la fecha que usan los autores del trabajo”. Puesto que existen evidencias del uso del fuego para cocinar en un yacimiento de Israel (Daugthers of Jacob Bridge), datado en aproximadamente 780.000 años, los autores consideran que el empleo del fuego para cocinar —que permite digerir mejor los alimentos— pudo influir en la duplicación del gen AMY1, apunta. 

La capacidad de ingerir almidón de tubérculos cocinados gracias a estas duplicaciones podría estar relacionada también con un incremento de capacidad craneal

Estas conclusiones apuntan una posibilidad fascinante y es que aprender a manejar el fuego propició un cambio en nuestra saliva y abrió la puerta por la que terminó produciéndose la revolución agrícola posterior. “Es una hipótesis interesante, porque la capacidad de ingerir almidón de tubérculos cocinados gracias a estas duplicaciones podría estar relacionada también con un incremento de capacidad craneal”, añade el especialista en ADN antiguo Carles Lalueza-Fox. Aunque ya había otros trabajos anteriores sobre este gen que proponían duplicaciones después de la separación de humanos modernos y neandertales, recuerda, lo más relevante es que aquí encuentran una cierta variabilidad en los genomas arcaicos y proponen una fecha anterior. “Y hay una historia bonita en paralelo —señala—, y es que las duplicaciones de este gen también se encuentran en perros y no en lobos; datan de hace unos 7.000 años y se han relacionado, claro, con la agricultura”.