“El día que me doy cuenta de que la situación se complica es el 18 de diciembre, cuando Fernando de la Rúa se reúne en Cáritas con representantes de la Iglesia, empresarios y la CGT. Estaban Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde, que eran senadores. También estaba el presidente de la Sociedad Rural… Ese día de la Rúa se sienta con los organismos más representativos de la sociedad. Una reunión hermética, blindada. Ni yo pude entrar. Pero te decía: me di cuenta de que la situación no daba para más cuando de la Rúa sale y vuela un adoquinazo que impacta sobre el Móvil A, que es el auto presidencial. No le pegó de casualidad. Y cuando siento el ladrillazo pienso: ‘esto termina mal’”.
Habla Víctor Bugge, 65 años, 43 como fotógrafo presidencial. Retrató a todos los Jefes de Estado desde 1978. Los de la dictadura: Videla, Viola, Galtieri y Bignone. Los constitucionales: Raúl Alfonsín, Carlos Saúl Menem, Fernando de la Rúa, Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández. Y también retrató a cada hombre que compuso la saga de una Argentina a la deriva, la frontera trágica que dividió el año 2001 del 2002. Cuatro presidentes en once días: Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde.
“El día del ladrillazo al auto presidencial pensaba que la cosa terminaba mal. Pero me convencí de que ‘se terminó’ al día siguiente, el 19 de diciembre. Me avisan que vaya al despacho, que de la Rúa iba a grabar el discurso que luego pasarían por cadena nacional. Yo estaba con la cámara, esperando para tomar la foto oficial. Eran las cinco y media, seis de la tarde. Y cuando escucho ‘estado de sitio’... Estado de sitio: ahí me convenzo. La cuestión es que de la Rúa se equivoca, un furcio, nada grave, y tuvieron que volver a grabar. En esa interrupción, él se levanta, ordena unos papeles que estaban sobre el escritorio y ahí me acerco y lo apunto con la cámara y el tipo se pone mal. Me dice, muy enojado: ‘¡¿Qué quiere?! ¡¿Qué hace usted acá?!’ Y pum, disparo la cámara y le hago la foto”.
Víctor Bugge habla. Polera negra ajustada, jean, medias estampadas con líneas blancas, azules y negras, zapatos de vestir muy lustrados. Un par de uñas pintadas de rojo, hábito que adoptó cuando el músico Charly García le pidió que lo fotografiara porque él también merecía tener un retrato firmado por quien le toma fotos al poder. Bugge está sentado en uno de los sillones de su oficina. Corcovea de a ratos, la cadera a un lado y a otro, se yergue, se inclina, se toca los brazos. Su oficina está apenas separada por una pared de vidrio que no llega al techo. El resto del ambiente es un rectángulo amplio en el segundo piso de la Casa Rosada. Las paredes están revestidas en madera, los sillones son de cuero y los respaldos, capitoné. Hay una gran mesa de vidrio y televisores encendidos en canales de noticias. Y hay fotos y pinturas y objetos y copas de champagne con fondos de gaseosa. Hay, aquí, un clima de azotea, de altillo: un lugar donde se conspira, una guarida. Una luz ocre, de postigos apenas abiertos. Y una luz diáfana que corre apenas por dos ventanitas, no más grandes que una caja de pizza, a las que aquí llaman “las ventanitas de Bugge”.
“Bueno, terminan de grabar el discurso en el que De la Rúa declara estado de sitio, yo ya había hecho la foto oficial. Y... quedé medio preocupado, ‘acá se terminó todo’ pensaba. Estaba en el salón blanco viendo cómo se iban, en fila: De la Rúa, Lopérfido, Cavallo, asistentes, secretarios. Eso no quise fotografiarlo. Y me vine para acá. Estaba Roberto Buceta, fotógrafo y compañero, que falleció. Y Damián Schapovaloff, fotógrafo, mi sobrino, un pibe, 20 años tenía. Me pongo a editar las fotos, todos teníamos una sensación… Y cuando largan la cadena, pum, tiro la foto oficial a los medios. Ahí me acerco a la ventanita y veo que se paran en la plaza un par de chabones. Se para una moto. Después un pibe en bicicleta y grita algo sobre la madre de de la Rúa, que no voy a reproducir. Y después una camioneta. Yo veía por la ventanita todo eso. Bocina, bocinita, bocinazo. Cacerola. Insulto, insulto. Cacerola. Cacerolazo. Los miré a los chicos, a Roberto y a Damián. Los tres, sin hablar, decidimos que nos íbamos a quedar acá”.
Víctor Bugge se crió en San Andrés, un barrio de San Martín, partido ubicado al noroeste del conurbano. No terminó la escuela primaria. Fue caddie y asistente de zapatero remendón. Se probó en el club Chacarita y quedó: fue wing izquierdo de las Inferiores de fútbol. Cuando lo desafectaron no se fue: tenía un lugar en la popular, al costadito -digamos- de la barra brava. Su padre, Miguel Bugge, era fotógrafo en La Nación. Cuando Víctor le dijo que quería ser reportero gráfico, él le colgó una cámara al cuello. Le dio una sola instrucción: “Sacá”. Y él sacó. Sacó para La Nación, para Editorial Atlántida y para Códex, una editorial que publicaba la revista La Deportiva. En 1973, con Juan Domingo Perón al mando, le ofrecieron tomar fotos oficiales. El contacto fue a través de su padre y de Higinio González, un fotógrafo que entonces colaboraba para El Gráfico. Víctor Bugge aceptó sin dudar. La muerte de Perón, la asunción a la presidencia de su esposa, María Estela Martínez, y el Golpe de Estado de 1976 demoraron su entrada como fotógrafo oficial. Lo logró en 1978, en plena dictadura. Tenía 22 años.
“Después de la cadena nacional y mientras la gente se iba juntando en la Plaza, subí a la terraza y tomé la foto del helicóptero. Fernando de la Rúa se va, se va para (la Quinta de) Olivos. Por el lenguaje corporal de esa salida creo que ellos estaban convencidos de que el estado de sitio iba a ser una solución, que íbamos a dormir todos tranquilos. Y acá, en Casa Rosada, no quedó nadie. El grueso de la Guardia Militar se había ido. Quedaba una seguridad mínima para cuidar el edificio. A la noche la Plaza estaba llena. Pero no era solo Plaza de Mayo: era la Plaza y toda la Avenida de Mayo hasta el Congreso. Ni una bandera había, ni una. Mirá que yo vi plazas, eh. Esa plaza del 19 de diciembre fue espontánea. A la medianoche llega un pequeño refuerzo de la policía. A las dos de la mañana empezaron los itakazos. Por la ventanita yo veía que cuando retrocedía la gente, avanzaba la policía. Y al revés. Había unas vallas acá, de no más de un metro de altura. Las revoleaban. Nos miramos con los chicos: ¿y si toman Casa Rosada? ¿qué hacemos? ¿y si la prenden fuego?”.
A Víctor Bugge nunca se lo confirmaron, pero él averiguó y se diagnosticó solo. Esas patadas y pisotones súbitos, estirar las piernas de manera inesperada como si fuesen serpentinas, tics como sacudir la cabeza rápido, de repente y sin control, esos sonidos guturales que aparecían cada tanto sin que él pudiera advertir tenían nombre de trastorno: Síndrome de Tourette, una enfermedad neurológica que aparece en la infancia. Hubo apodos, “Cabeza con hipo” o “Vito Nervio”. Nunca hizo un tratamiento. Hubo una época en que dominó los latigazos de las piernas y el vaivén de la cabeza con cierto “control mental”. Pero quedaba agotado. Así que, en sus palabras, “abrazó como si fuese un amigo” al síndrome. Dice que ha perdido muchas fotos porque el tic apareció justo en el momento del disparo de cámara. Bugge sentía que todos los ojos se posaban en esos espasmos que él no podía gobernar. Dice, también, que gracias a aquellas ojeadas demoledoras aprendió a estar en guardia. La cámara es el escudo del hombre que después de sufrir la mirada del otro trabaja, justamente, de mirar.
“Estaban reprimiendo. El clima era muy tenso. Entraban custodios heridos. Así que se nos ocurrió vestirnos como la gente que estaba ahí, protestando. Me saqué el traje y me puse un jean. Damián se vistió con una malla y Roberto se puso unas bermudas. Nos camuflamos, por las dudas. A ver si entraban y nos confundían, ¿viste? Bloqueamos el ingreso a la sala con un armario. Acá ya no se podía estar porque por las ventanitas, que dan a la Plaza, entraban gases lacrimógenos. Salíamos al patio, el interno, el de Las Palmeras, pero tampoco se podía respirar. Tenemos esta ventana que da a la explanada, uno de los laterales de Casa Rosada. Agarramos unas frazadas que teníamos acá, porque acá pasamos mucho tiempo, y armamos una linga. Porque… en un momento… en un momento pensamos: ‘Nos tiramos desde acá’”.
Víctor Bugge es autor de fotos inolvidables. La del 2 de abril de 1983, por ejemplo, en la que Galtieri está solo en el balcón de la Rosada, con la mano extendida frente a una Plaza de Mayo colmada. La del Pacto de Olivos, en la que Alfonsín camina por la Quinta junto a Menem, ambos de espaldas. La de Menem envuelto en un traje amarillo y rodeado por los Stones. Kirchner y la frente abierta por un golpe de cámara. Cuando Víctor Bugge no saca fotos oficiales, trabaja temas. La cárcel de Caseros, por ejemplo. En 1980 ganó un 0 kilómetro. Fue por una foto que había tomado en una época en la que le interesaba el boxeo. “La mejor del año” de acuerdo al jurado. En la imagen una mano entra en tandas y va directo a la cabeza abierta, herida, de un boxeador. El cuerpo del boxeador está intacto, detenido. Bugge trabajaba en baja velocidad. En esa foto hay acción y quietud. Él observa ahí el síndrome con el que convive.
“En la madrugada del 20 de diciembre ya había muertos... Por la ventanita yo miraba una represión brutal. Nunca, en mis 43 años acá adentro, vi algo así. Te digo una cosa: si esa noche no hubiese estado acá adentro, en la Rosada y trabajando, era un tipo más en la Plaza. Pero mi trabajo es acá, tres días encerrados estuvimos. Porque mi trabajo… Mi trabajo es ser vos pero acá adentro. Esa siempre fue mi idea, con el respeto que se merecen los personajes de turno, eh, pero yo no sirvo para hacer fotografía oficialista. Todos los presidentes y la presidenta me respetaron. Si no, fijate… El 21 de diciembre vuelve de la Rúa. Viene a firmar su renuncia al despacho. ¿Te acordás que dos días antes, cuando interrumpieron la grabación del discurso para tirar en cadena nacional se había enojado conmigo? Que yo me acerqué con la cámara y me gritó que qué estaba haciendo… Bueno, cuando vino a dejar Presidencia, de la Rúa me dijo: ‘Vení, Víctor, vamos a hacer la última foto’”.
Víctor Bugge comenzó a trabajar como fotógrafo cuando “ver” la foto llevaba, por lo menos, 39 minutos. En laboratorios, a veces improvisados en baños, le daba tiempo al revelado, fijado, lavado, secado y se encomendaba a la ampliadora. Si no había luz de seguridad prendía un cigarrillo, pitaba para afuera y esa lumbre debía alcanzar para chequear la separación de los negativos. Pasaron 43 años. Bugge ostenta un récord de ocupación en un puesto requerido. Dice que si puede quedarse, de aquí no se irá. Dice, también, que no retrata presidentes sino personas. Conserva material inédito, como la foto de De la Rúa enojado en aquel intervalo de la grabación del discurso en el que declaraba estado de sitio. Quizás Bugge no sólo saca fotos. Quizás en cuatro décadas de permanencia se dedicó a escribir su propio relato.
VDM/SB