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9 de diciembre de 2021 07:30 h

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Todo lo que haga después,

cada palabra que escriba o lea, habrá nacido de ahí.

Alan Pauls

I. Osvaldo Umérez era titular de la cátedra a la que entré en 1998 y en la que me inicié como docente. La formación en el seminario interno fue rigurosa, sostenida en el tiempo y fundamental en mi recorrido. Pero no fueron los textos que leíamos, ni las puntuaciones de los invitados a la cátedra, ni los comentarios a los textos que ahí se hacían cada lunes de 21.30 a 23 hs lo que me enseñó. O, en rigor, nada de eso hubiera tenido consecuencias sin Osvaldo Umérez, sin su posición enunciativa, sin su sentido del humor, sin sus carcajadas, sin sus preguntas, sin su voz, sin su puesta en juego. Me doy cuenta de que las marcas de su enseñanza no están en lo que sé de “teoría”, sino en el modo en que esas marcas se constituyeron en los modos de leer, en los modos de interrogar un texto, en los modos de subrayar; en la cuestión de que, en la clínica, no se trata solamente de lo que hay que escuchar, sino también de lo que no hay que escuchar. Esas marcas irrumpen siempre sorpresivamente, por eso creo que no son consignas, ni técnicas, ni mandatos; son marcas de una transmisión producida más allá de su voluntad. Y de la mía. Las más de las veces en las que Umérez me hacía una pregunta yo quedaba titubeando, dudando, pensando. Es que sus preguntas funcionaban en sí mismas, no esperaban una respuesta y, a la vez, se notaba que él también se estaba haciendo esa pregunta. Una vez me planteó: “¿vos tenés muchos lapsus cuando das clases?”. No sé qué habré contestado en ese momento, pero sí sé que, como muchas otras veces, no entendí la pregunta. Y entonces me quedé pensando qué tendría que ver una cosa con la otra. ¿Por qué me estaba haciendo esa pregunta? ¿De qué estaba hecha esa pregunta? No se trataba de esforzarme en comprenderla, no era eso lo que me arrojaría alguna pista, no se trataba de entender. Y entonces la dejaba a un costado, como tantas otras. Y un día supe algo a partir de un lapsus que tuve mientras daba clase. Y también lo supe a partir de pensar lo que se juega en la enseñanza, la enseñanza de lo que no se puede enseñar. Si bien nunca es voluntario, se puede enseñar desde una posición de saber, aferrados a lo que sabemos, agarrados a que no se nos escape nada, o se puede enseñar desde una posición en la que el propio saber pueda ser agujereado. La diferencia es, justamente, nuestra relación con el agujero en el saber. La diferencia es desde qué lugar pretendemos que hablamos. ¿Pretendemos o no pretendemos? De eso está hecha la diferencia.

II. Me gusta volver una y otra vez sobre este mismo asunto, porque son los asuntos de mi vida cotidiana, de la práctica del psicoanálisis. Porque trato de no hacer las cosas en modo automático. Y entonces vuelvo otra vez sobre la enseñanza y la transmisión en psicoanálisis. Porque lo considero, además, un asunto fundamental. Si el saber del psicoanálisis no es acumulable, la pregunta de Lacan “lo que el psicoanálisis enseña, ¿cómo enseñarlo?”, insiste. Porque en el psicoanálisis se trata de resistirse a una enseñanza que haga sistema; no sólo de resistirse sino, como dice Lacan, de un “rechazo a todo sistema”. Y lo dice en la apertura de su seminario, es decir, como marca de enunciación. La respuesta a la pregunta por la transmisión la responde Lacan así: “esta vía es la única formación que podemos transmitir a aquellos que nos siguen. Se llama: un estilo”. Y un estilo no se elige y no se puede copiar, porque el estilo, como se dirá en la Revista Conjetural, instituye diferencias. Lo otro del estilo es la imitación, la emulación, la copia, la mímesis, la identificación masiva, el querer ser como alguien, el querer ser alguien, el querer ser. Como diría Juan José Saer: “cuando se cree ser alguien, algo, se corre el riesgo, luchando por acomodar lo indistinto del propio ser a una abstracción, de transformarse en un arquetipo, en caricatura”. Quizás por eso, cuanto más inhibido está alguien, más establece relaciones en espejo con el saber del otro, quedando cegado por las imágenes y actuando una caricatura, otra forma del impedimento.

III. Por eso Lacan dice que si se puede plantear la cuestión del deseo del enseñante, es señal de que se está planteando un problema. Y si el problema no se plantea, “es que hay un profesor”. Un profesor existe, sigue, “cada vez que la respuesta a esa pregunta está escrita”. Lo cierto es que hay profesores y profesores. Algunos se posicionan teniendo todas las respuestas a las preguntas - a esas que incluso nunca se formularon- y presentándose como dueños de un saber absoluto. Otros, en cambio, conocen la verdad, como dice Lacan, de que sus enseñanzas son un recorte, y eso les permite “poner un poco más de arte en el asunto”, un arte “por la vía de collage”, es decir: “preocupándose menos de que todo encaje, de un modo menos temperado (...) tendrían alguna oportunidad de (...) evocar la falta que constituye todo el valor de la propia obra figurativa (...). Y por esa vía llegarían a alcanzar, pues, el efecto propio de lo que es precisamente una enseñanza”. No hay enseñanza sin agujero, no hay enseñanza sin deseo; no hay enseñanza si todo encaja. No hay enseñanza desde la solemnidad del saber. No hay enseñanza sin chiste, sin risa. Es involuntario pero sin dudas es efecto de una posición que sólo se puede realizar en la medida en que hayan caído los espejos. Y en la medida en que se haya hecho un corte con la proximidad familiar. Por eso Allouch dice que no hay verdadera transmisión a nivel de la familiaridad. Y por eso no hay enseñanza sin imposibilidad. Ya lo dijo Freud.

IV. El discurso universitario no es aquel que sí o sí se actúa en la universidad. Hay personas que sostienen ese discurso por fuera de la universidad -y, a la inversa: en la universidad puede no haber discurso universitario-. Es eso que Henri Meschonnic llamó “el academicismo del pensamiento”. Dice: “se trata de todas las formas de saber que esconden su propia ignorancia. Es lo que aprendí al estudiar el texto bíblico y los comentarios. ¿Cómo gente tan sabia, que traduce esos textos, no se da cuenta que su saber produce ignorancia e impide incluso saber que la produce? Nada me parece más cómico que lo serio del saber”. El saber es serio, impide y produce ignorancia. El supuesto saber del otro impide porque fascina, porque detiene, porque inhibe. Padecí esas posiciones infladas de saber, esas posiciones pesadas, solemnes, agobiantes. Y fue el análisis el que me posibilitó empezar a hacer trastabillar, a hacer caer eso que se me venía encima. Ahora me resultan patéticos y cómicos, porque la solemnidad que se requiere para sostener esas posiciones no puede sino causar gracia. No hay que olvidarse de que en esas posiciones de saber se trata de sostener y de ejercer un poder. Por eso se requiere de la solemnidad. “El poder necesita solemnidad para ejercerse”, dice Anne Dufourmantelle. Alguna vez pensé que analizarse produce, entre otras cosas, dejar de babearse fascinados por el saber del otro.

V. “Primero practiqué y luego, un día, me puse a enseñar”, dijo Lacan. Y pienso que esta época está colmada de personas desesperadas por enseñar, por instituirse en posiciones de saber. Lo veo en el psicoanálisis pero también en la literatura. Muchos desesperados por SER analistas y enseñar, o por SER escritores y enseñar. Cuando en ambas prácticas se trata menos del ser que del acto; es más: si hay ser, no hay acto. Por eso Lacan agrega, alguna vez: “lo que me salva de la enseñanza es el acto”. El acto de la escritura tampoco tiene nada que ver con querer ser escritor. No es casual que la literatura que más me gusta venga de autores que se consideran lectores, o que dicen cosas como: “He leído y he escrito. Más leo que escribo, como es natural, leo mejor que escribo. He viajado. Preferiría que mis libros viajen más que yo”. En este caso lo dijo Antonio Di Benedetto.

VI. Por eso los psicoanalistas que más me han enseñado son aquellos que no se presentan sabiendo, aquellos que no se fascinan escuchándose a sí mismos, aquellos que no necesitan imposturas ni ejercicios de poder. Aquellos que trastabillan, que tienen lapsus, que ponen de sí en la transmisión. Aquellos que no necesitan hablar de sus pacientes para hacernos creer que eso es hablar de clínica. Como Allouch que dice: “cuando escribo algo a propósito de ÅŒe, claro que tengo presente algunas cosas que pude oír del diván, pero de eso me callo”. No considero que la clínica se aprenda escuchando a otros hablar de “sus” pacientes. No considero que eso sea clínica. Hablar de los pacientes públicamente es una función más, entre tantas, de la espectacularización del Yo.

VII. Lacan hizo explícito el lugar desde donde tomaba la palabra en la enseñanza; ese lugar no es el de experto que enseña una ciencia constituida, sino el de alguien que toma la palabra desde un lugar de no saber: el de analizante. Por eso a veces me pregunto si no es sintomático llamar “capítulos” a las sesiones del seminario. Leer como un libro escrito lo que es un discurso oral, olvidándonos de que ese texto no tiene referente y que la operación del establecimiento significó, justamente, suprimir toda marca de oralidad haciendo pasar por saber constituido lo que no fue sino puesta en acto de la palabra. Rechazar eso es sostener que existe alguien que sabe lo que dice. Y leer es lo contrario a suponer saber en el autor.

VIII. Por eso me gusta tanto la colección Lectores de la editorial Ampersand, porque es el recorrido, de cada autor, por las marcas que los hicieron lectores. Es muy lindo transitar los distintos lugares para leer esas marcas. El epígrafe de Alan Pauls corresponde a la entrada “maestros” y se refiere a Josefina Ludmer. Hay muchísimos lugares para subrayar en los distintos estilos. Me gusta mucho cuando Diamela Eltit dice: “con la lectura de Freud se instaló en mí la certeza de la lectura como una zona de riesgo”, la idea de zona de riesgo como opuesta a la seguridad del saber; o cuando Pauls dice en la entrada “acertar”: “algo que no existe antes, ni siquiera en el antes del deseo del cazador, algo que nace y se hace y deshace en el encuentro entre un texto y un deseo de leer”. No hay un sentido al que acertar. No hay lectura/enseñanza sino en un encuentro, en un encuentro con algo que no se buscaba. Acaso eso sea la transmisión de una enseñanza o, en palabras de Lacan: “un relámpago más allá de los límites del saber”. Se trata de ese instante, como dice Juan Ritvo “sin espesor ni duración en el que ocurre la lectura, ese instante que es la consumación y la ruina de todo saber”. Es eso que Freud nombra en el chiste como “desconcierto e iluminación” y que Lacan retomará varias veces poniendo en primer plano la sorpresa que pone a jugar el Witz cuando “sorprende al sujeto. Con su flash, lo que ilumina es la división del sujeto consigo mismo”. En esa división, en ese hiato, puede colarse algo de una enseñanza por fuera de lo familiar.

IX. Vuelvo a Roland Barthes como se vuelve siempre al amor. Podría volver a cualquier texto y encontraría algo de su posición enunciativa contra todo saber, contra toda solemnidad, contra los profesores que saben y contra los saberes que opacan y entristecen, que desvitalizan y aplastan el deseo. Y podría volver a cualquier texto y encontraría en su escritura la vitalidad de Eros, hecha de “nada que tuviese que ver con un corpus: solo algunos cuerpos”. Pero vuelvo a la Lección inaugural, porque ahí queda explicitado lo que para él significa enseñar. Y porque recuerdo, todavía, la sensación de alegría que tuve cuando leí por primera vez que había llegado para él el momento, no sólo de enseñar lo que no se sabe, sino de “desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado”. A esa experiencia la llama “sapientia: ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo posible de sabor”.

Todo lo que haga después,

cada palabra que escriba o lea, habrá nacido de ahí.