Qué confianza en el poder liberador del lenguaje. Qué virtud otorgada a la relación más simple: una persona que habla y otra que escucha. Sucede que no sólo los espíritus se curan, sino también los cuerpos.
Maurice Blanchot
I. Hace poco la escuché a Beatriz Sarlo, en una entrevista que le hizo Tomás Rebord, diciendo que a los siete años le llamó la atención la palabra “intelectual”, leída en el diario El Mundo -presente en su casa gracias a su madre-. Ella no sabía qué significaba, pero la palabra la atrajo -“tengo una enfermedad, veo el lenguaje”, diría Barthes-. Sarlo dice que pensó “yo de grande voy a ser una intelectual. No sabía lo que era, pero ya había elegido el nombre con el que me iba a identificar”. Me quedé pensando bastante en esa respuesta y volví sobre mi elección por el psicoanálisis. A diferencia de Sarlo, no leí esa palabra, sino que se la escuché a mi mamá. Tampoco sabía qué era eso. Pero me atraía muchísimo el modo en que ella pronunciaba la palabra psicoanalista. Algo en ella se encendía. Ella siempre fue muy moderada, muy discreta y poco adepta a mostrar sus afectaciones, pero cuando decía psicoanalista yo veía un brillo, una mínima modificación en su cuerpo, una especie de alegría inconfesable. Psicoanalista, pronunciaba, y yo la veía, como nunca, inquietarse. Quizás, pienso ahora, era un instante en que se la notaba cerca de una pasión. No se trataba de lo que ella pensaba del psicoanálisis -de hecho tenía una relación bien ambivalente de amor/odio-, la cosa no pasaba por su ideología (aunque le estoy eternamente agradecida por haberme “mandado al psicoanalista”). La cosa pasaba por su boca, por su cuerpo. La palabra psicoanalista pasaba por su boca y eso a mí me atraía de un modo particular -“los incidentes pulsionales, el lenguaje tapizado de piel”, diría Barthes-. Luego, también alguna vez pensé en lo que me dijo Osvaldo Umérez -uno de los psicoanalistas de los que más aprendí y muy muy querido también por mi mamá-. Él deslizó, sin estridencias, que el deseo de mi papá -que era casi un ingeniero en sonido y fabricaba equipos de audio- tenía mucho que ver con mi elección por la práctica del psicoanálisis, por la práctica de la escucha. Quedé atónita. Nunca lo había pensado antes. La boca, el audio, la voz. Y entonces pienso en la vocación -concepto que nunca me gustó-, en el llamado, en eso que nos convoca. Algo nos llama, nos convoca, aunque no sepamos bien de qué se trata; pero es eso y ninguna otra cosa. La vocación como llamado al que no se puede no responder. No se trata de lo que nuestros padres esperan de nosotros, porque eso sería un Ideal -al que es imposible responder sin fallas-, se trata de lo que leemos como marca del deseo. No deseo de algo en particular. Deseo. Así, sin objeto alguno, sin aspiración ninguna -querer objetos, tener aspiraciones es otra cosa-.
II. Hace un tiempo coincidí con Maitena en que no dudar de eso que uno quiere, incluso sin saber por qué, es una suerte enorme. Pero que sea una suerte, no significa que sea una buena suerte. El camino está también plagado de dificultades, impedimentos, inhibiciones. Nunca es un camino directo, sin rodeos. El deseo es rodeo. Nunca es cómodo, ni mucho menos fácil. El deseo es un poco infernal, oscuro. No digo que uno esté obligado a pasarla mal, digo que justamente porque se trata del deseo es que la cosa se traba, se tropieza. Hay zozobra, angustia, ir y venir; dejar, volver. Pero nunca, nunca es sin eso. Sin eso no hay deseo, hay manual de instrucciones, hay consejos de otro-que-sabe (“escuchame a mí que tengo más experiencia que vos”). Es porque se trata del deseo que la cosa se pone ríspida, áspera, ripiosa. Nicolás Baintrub escribió acá, de manera precisa y muy bella -la belleza de lo despiadado-, algo de ese tránsito, de ese recorrido. Un tránsito que no es hacia el deseo, sino empujado por el deseo, por la ineluctabilidad insoportable del deseo. Subrayo ahora: “El deseo es brillante y aceitoso como un pez vivo. Cuanto más genuino, más escurridizo”.
III. Una cosa es el deseo que nos empuja -casi siempre, incluso, muy en contra de nuestra voluntad- y otra, muy distinta, son la profesión, la carrera, los proyectos, las aspiraciones, los objetivos, las metas. En cierto momento me di cuenta de que nada de lo que hago ahora lo busqué intencionalmente, ni estuvo en el lugar de meta. Quiero decir que no tuve aspiraciones, ni pasos hacia. No dije “primero hago esto, después aquello y más tarde esto otro”. Fue un poco a los tumbos, a los rodeos, a las chapas -como se dice-. Lo que siempre tuve -y tengo- fue un análisis. Y cada uno de ellos me posibilitó un corte con algo del impedimento. Y entonces, siempre a posteriori, puedo leer esos cortes y podría decir de qué me separé, con qué corté en cada uno de esos análisis. Separarse de algo, no de alguien -a veces están superpuestos y entonces nos separamos de las dos cosas a la vez-, cortar con lo que se nos viene encima para lidiar un poco mejor con el deseo. Nada más, nada menos, sin medidas. Disipar el humo, no la niebla.
IV. Disipar el humo de querer “ser alguien”, “ser algo”. Si tuviera que resumir qué efectos tuvieron en mí los análisis, diría eso. Y sin eso encima, la cosa se aliviana bastante. Atravesar el espejo, he ahí la cifra de un mundo inmenso que se abre -y tampoco es de una vez y para siempre-. Para mí no se trató nunca de “ser psicoanalista”, sino de la atracción que tenía por el psicoanálisis -desde casi siempre como paciente, luego como lectora-. Por eso no me apuré, ni me precipité a vivir del psicoanálisis -tampoco a nombrarme “psicoanalista” - incluso hoy en día no me es del todo cómodo nombrarme así-. Tuve durante muchísimos años ingresos económicos de otros trabajos. Porque siempre fui sabiendo, por los análisis, que para escuchar a otro es mejor tener la cabeza despejada de fantasmas, de fantasías, de ideales, de cuentas. Y el dinero ¡vaya si no condensa todo eso, y más! No hacer cuentas, no depender de cuántos pacientes vienen o no vienen, no generar una relación de dependencia ahí, me parece fundamental. Hay personas que preguntan un poco desubicadamente por la cantidad de pacientes que uno “tiene”. Nunca sé, porque no los conté. Se escucha un paciente por vez y en cada momento es el único. A la pregunta por la cantidad de pacientes, habría que contestar: “tengo uno” -la sola idea de la expresión “tener pacientes” me molesta-. Hace poco hablaba con una amiga y con un amigo, que también se dedican al psicoanálisis -hablé por separado, pero acerca de lo mismo-, de la “libertad” que se requiere para poder escuchar a otro. Y de cómo esa libertad está, sobre todo, en no estar agarrando o reteniendo a los pacientes, ni haciendo cuentas. Por eso uno puede, por ejemplo, acompañarlos amorosamente a la puerta cuando deciden que ya no quieren seguir viniendo. Y no, como hace el estereotipo del psicoanalista que interpreta en todos lo mismo: “no quiere venir, es resistencia”. Hacerles lugar, que nos importen, que no nos dé lo mismo, incluso quererlos -si es que uno no es un cínico-, es no agarrarlos, no retenerlos. Acaso una de las formas del amor libre.
V. Escribí resistencia y pensé en esa pequeña pero contundente torsión que hizo Lacan cuando dijo “la única resistencia es la del analista”. Lo dijo en un momento en el que en el psicoanálisis se interpretaba a mansalva a los pacientes como los que se resistían a analizarse. Estar pendiente -es decir, colgado- de la imagen de “ser analista”, agarrarse al sillón y creerse siempre a salvo, creer que se puede SER psicoanalista, y encarnar una imagen determinada, por ejemplo, van al listado de las resistencias del analista. Impostarse, simular, pretender, infatuarse, también. Siempre elegí analistas poco serios, muy graciosos y algo despistados, en el sentido de poco pendientes de la pista de la imagen. Me gustan los analistas que no actúan de analistas. Que no aparentan. Y entonces me acuerdo de esta cita de Lacan del texto La tercera: “Sean entonces más sueltos, más naturales cuando reciban a alguien que viene a pedirles un análisis. No se sientan obligados a darse importancia”. Y gracias a Sebastián Gamazo di con una nueva traducción -la de Gerardo Arenas en la edición de Paidós- que dice: “no se sientan tan obligados a darse ínfulas”. Me gusta más “ínfulas”, definitivamente. Ir soltándose, no darse importancia, ni ínfulas: no es que uno lo pueda hacer voluntariamente. Es un trabajo enorme, horadar la imagen de sí puede llevar años de análisis. Pero sin eso no hay analista posible. Y, aún así, el analista nunca está garantizado. Justamente porque no es un ser ni es una profesión.
VI. Para Lacan la pregunta “¿qué es el psicoanálisis?” es una pregunta un poco ploma, pesada, una pregunta equivalente a cargar con un muerto, una especie de trabajo de esos que nadie quiere hacer. Por eso se da el lujo de contestar con la siguiente tautología: “es el tratamiento dispensado por un psicoanalista”. Unos años después dice: “todo el mundo cree saber lo que es el psicoanálisis, salvo los psicoanalistas, y eso es lo molesto. Ellos son los únicos que no lo saben (...) si creyeran saberlo de inmediato, sería grave”. Y luego, en una entrevista refiere: “proponer ayudar a las personas significa el éxito asegurado y la clientela detrás de la puerta. El psicoanálisis es otra cosa”. El “otra cosa” va en la línea del “no es eso” que permite, justamente, no fijar las cosas en una definición, en una esencia, en un ser, en un estereotipo. “No se trata de eso” sería un buen modo de resistir a la pretensión del sentido acabado, fijo y absoluto. Si el psicoanálisis es una experiencia, muchas veces resulta una experiencia intransferible, indefinible e inexplicable que transcurre en una intimidad inédita, única. Siempre me resultó conmovedor escuchar o leer el modo en que Jean Allouch se refiere a su encuentro con Lacan: “el psicoanálisis que me hacía falta era ese. Estaba allí. El analista que me hacía falta era él”. Acaso una certeza invaluable, como la del deseo como vocativo.
VII. Carmen Güiraldes me enseñó la expresión en inglés “let me walk you through my mind”, y me pareció impresionantemente linda como pedido a un analista, porque no dice “te explico lo que me pasa”, sino que invita al analista a meterse ahí guiado por el que está en el embrollo. Un analista está concernido en eso, no está afuera, no es “objetivo”, participa de la transferencia. Le agradezco esta expresión y también haber buscado en el diccionario la definición de walk someone through something: to slowly and carefully explain something to someone or show someone how to do something. Si subrayamos slowly y carefully -lentamente y con cuidado- me parece que damos cuenta de ese modo tan particular y tan inédito que resulta un análisis. Lentamente y con cuidado: Anne Dufourmantelle escribió un libro que acá se tradujo como Potencia de la dulzura (Nocturna/ Archivida ediciones). Pero prefiero las otras acepciones de douceur, las que refieren a suavidad, a tranquilidad, a lentitud (de todas esas acepciones se ocupa María del Carmen Rodríguez, traductora del libro, en la nota inicial). Las prefiero porque nos recuerdan que en el otro también hay fragilidades. Como en el inglés handle with care, que implica el agarrar con cuidado porque se puede romper; no es que se vaya a romper, es que puede romperse. Dufourmantelle dice: “Ser dulce [suave] con las cosas y los seres es comprenderlos en su insuficiencia, su precariedad, su inmadurez, su tontería (...). Es (...) inventar el espacio de una humanidad sensible, de una relación con el otro que acepta su debilidad o lo que pueda en sí decepcionar. Y en esta comprensión profunda compromete una verdad”. Me gusta cuando Dufourmantelle dice que “un psicoanalista, hasta cuando es abrupto, no escucha sin dulzura [suavidad/lentitud/tranquilidad], ya que ella participa en un gesto que invita al otro”.
VIII. Hace poco escribí un poema. Empecé creyendo que era un poema que aludía a la atención flotante, un poema sobre la posición del analista. Pero a medida que lo iba escribiendo me daba cuenta de que era también acerca de la posición del analizante. Para cuando lo terminé, pensé que justamente esos espacios van juntos y son, en alguna medida, indistinguibles, en el sentido en que no se trata nunca de dos personas, sino de un decir. Y que no hay decir posible si la persona -del analista- no se borra un poco. Por eso Blanchot dice “una presencia sin rostro, apenas alguien, un personaje indeterminado haciendo equilibrio en cualquier detalle del discurso, como un hueco en el espacio, un vacío silencioso que, sin embargo, es la verdadera razón para hablar, rompiendo sin cesar el equilibrio […], transformando inadvertidamente el monólogo sin objeto en un diálogo en el cual cada uno es hablado”. “Como si no estuviera ahí” subraya la particular presencia del analista. Lo que no está ahí es, en el mejor de los casos, la persona del analista: sus fantasías, sus miedos, sus perspectivas, sus cuentas, sus metas, su ideología. En definitiva: su espejo. Y por eso Allouch dice que la transferencia empieza cuando el analizante se desentiende del analista. Y eso no puede ocurrir si antes el analista no se desentiende de sí.
El poema se llamaba Psicoanálisis: instrucciones de uso. Osvaldo Bossi sugirió, y entonces me gusta más así, Psicoanálisis: algunas instrucciones de uso:
Olvidarse de sí
pensar en nada
suspender lo que se sabe
pero también las ansias de saber.
Subrayar nimiedades
extirparle el sentido
a las palabras que aprietan
pero también a las que brillan.
Desalojar fantasmas
encontrar lo que no se busca
querer la oscuridad del deseo
pero también la opacidad del odio.
Apagar la amenaza
de lo inminente.
Sentir los espasmos
de las risas en el cuerpo
alivianado.
Deshacer la obediencia
y fundar un espacio
en el que no haya obligaciones
por un rato
no más.
Estar ahí para atajar
la sorpresa de lo inesperado
la pequeña alegría
de lo incierto.
IX. “Hace tiempo he reconocido que el inevitable destino del psicoanálisis es mover a contradicción a los hombres e irritarlos”, dijo Freud. Esa irritación quizás tenga que ver con lo que Allouch precisa: “el psicoanálisis está más del lado de lo que la sociedad no puede controlar, del lado del loco, de quien tiene síntomas”.
“La vida cambia. El psicoanálisis también cambia”, dijo Freud. Lo que no cambia jamás son las críticas dirigidas hacia su invento, ese que a su vez cambió el mundo -y mi vida- para siempre.
AK