Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar Entero o a pedazos, una versión hermosa y sinfónica grabada en Obras. Si podés, prestale atención a Gaby, que parece el hombre más feliz del mundo.
Se llamaba Javier y tenía tres años más que yo. Con ese arranque podría estar a punto de meterme en una historia de amor pero estoy a punto de meterme en la historia de un contagio.
Javier era uno de los hermanos mayores de Esteban, un compañero con el que compartí desde salita de cuatro -salita amarilla- hasta séptimo grado, y el primer ser humano al que recuerdo haber visitado en un hospital. Cuando estábamos en cuarto grado, un auto atropelló a Esteban en una de las tres esquinas que cruzábamos todos los días para ir y venir de la escuela. Lo internaron en el Hospital Naval, le desinflamaron los hematomas cerebrales, le dieron no sé cuántos puntos -pero muchos- en la cabeza, acompañaron la soldadura de sus costillas, contuvieron a su madre, una mujer cuya delgadez y rulos morochos recuerdo a la perfección pero su nombre no. ¿Alicia?
Esteban tenía tres hermanos y una hermana, todos mayores que él, todos bastante parecidos: cejas anchas, ojos marrón claro, velocidad turbo al hablar. Javier era el que le quedaba más pegadito y fue también el que más lo acompañó en los casi cuatro meses que pasó en el hospital. Eran los noventas, mediados de los noventas, así que Javier llevaba un solo objeto a la habitación en la que acompañaba a su hermano: un walkman. Un auricular para él, otro para Esteban, algún casette que hubiera comprado, grabado o intercambiado en un recreo. Y nada más.
“Traje algo nuevo”, dijo Esteban una mañana de sexto grado. Me acuerdo de que era sexto grado porque todas las horas que pasó dibujando monos con una Bic azul el aula estuvo a cargo de Clara, una chaqueña sesentona old school que enseñaba matemática pero sobre todo enseñaba ética, aunque no lo anduviera anunciando en ninguna carátula. Y el recuerdo de las maestras viene agarradito del recuerdo del grado y del aula en el que las tuviste.
Esteban se había ganado la confianza de varios de nosotros. Primero, porque sabíamos que su proveedor oficial era Javier y cualquier cosa que viniera de alguien un par de años más grande nos situaba un poco más cerca de esa cosa que mirábamos con la ñata contra el vidrio: la adolescencia. Segundo, porque ya había tenido un par de casos de éxito. Nos había enseñado a rapear la letra entera de Samantha, de Machito Ponce. Nos había puesto en fila para que pasáramos por su walkman a escuchar Santeria, de Sublime. Había llevado a los bailes a los que las chicas llevábamos comida y los chicos, bebida, una copia de “¿Dónde jugarán las niñas?”, el disco con el que Molotov se metió en la música latinoamericana pegándole un patadón a la puerta de entrada. Subido a la silla del living de turno, Esteban movía los brazos para organizar las hormonas de mis compañeritos en los coros de Puto, Chinga tu madre y Gimme the power. Nosotras nos organizábamos para jugar al semáforo o a la botellita.
La mañana de ese “traje algo nuevo” del que no me olvido Esteban nos dijo que los que quisiéramos escuchar un pedacito de canción nueva, nos anotáramos en una hoja. Que en el recreo nos mostraba, y que si no alcanzaban los quince minutos del primero, bueno, usaríamos un pedazo del segundo y listo. Para montar esa especie de muestra gratis, Esteban dependía de su walkman, del casette que su hermano le había prestado o grabado, y de Guille, otro compañero nuestro, que siempre llenaba los álbumes de figuritas y que siempre tenía el reloj más moderno del aula.
Por ser partícipe necesario del operativo, Guille era siempre el primero en escuchar el pedacito de canción que Esteban quisiera mostrar. Esa mañana le tocaba cronometrar un minuto y cinco segundos per cápita. Cuando el tiempo se cumplía, Guille levantaba la mano, Esteban paraba la cinta, rebobinaba hasta exactamente el lugar en el que quisiera volver a mostrar eso que había traído, y que pasara el siguiente. Así hasta que sonara el timbre o hasta que Clara dijera que basta de charlar y a sentarse. Guille no se movía de su lado, con la vista clavada en su cronómetro y la mente clavada en ese pedacito nuevo de música que acababa de escuchar. Por alta demanda y porque mi apellido empieza con una letra que anda por la segunda mitad del abecedario, mi turno llegó en el segundo recreo.
Me acuerdo de una guitarra que se parece a lo que hace Mollo cuando zapa en un recital y alguien le tira una zapatilla para que improvise, una guitarra tocada con el pedal de la distorsión muy a mano y los dedos estirando las cuerdas hasta que la nota zigzaguee pero no se mueva, que se doble pero que no se rompa. Un arpegio crudo y ruidoso y parecido a ninguna cosa que conociera. Me acuerdo de una línea de bajo detrás de la guitarra, como si le alumbrara el camino que tiene que recorrer la canción.
De escuchar una voz y pensar que así sonaba una garganta prodigiosa en el instante previo a explotar. Decía: “Y vi lo quieto que estaba quieto, tocando el arpa hoy, despertate, no estás muerto, no esperes, no”. Otra voz aparecía cada tanto para ponerles acento -y armonía- a algunas de las palabras. Un chiflido de los que sirven para llamar a un perro o para pedir una pelota que se fue larga en una plaza, y justo después, el hombre de la garganta ajustadísima y a punto de reventar grita: “¡Dale!”.
Guille levanta la mano, Esteban le da al botón de stop, me corta las piernas. Ahora, atravesada por la manija, entiendo por qué la mitad de los compañeritos que habían escuchado su primera estrofa en el recreo anterior le habían pedido escuchar un cachito más. “Si quieren se los grabo”, ofrece, con el mercado prendido fuego. Y desliza: “Me lo pasó Javi”, como si nos refregara por la cara las normas ISO de lo que había que conocer justo en ese momento y ni un mes después.
En la carpeta en la que no tiene anotadas ninguna de las ecuaciones que Clara escribió en el pizarrón, Esteban lleva dibujados unos cinco o seis monos que gritan. Encima de cada mono dice “Catupecu Machu”, dos palabras que ninguno de los habitantes de sexto B, excepto Esteban, conocían hasta que él las dejara desparramadas por ahí. En esa misma carpeta, esa misma mañana, se lleva anotados los nombres de varios de nosotros, diría que diez o doce. En los dos días siguientes, por estricto orden alfabético, nos entrega un TDK de 90 minutos con el primer disco de Catupecu Machu grabado en el minicomponente con doble casettera de Javier.
Quisiera acordarme de cuánto nos cobraba por la copia, pero no me acuerdo. Sí de esto: en algún momento, Esteban aceptaba quince sobres del álbum de figuritas que estuviéramos juntando a cambio del casette grabado, con tapa ilustrada y todo. Quisiera decirle a Esteban, que muy probablemente no lea esto, que el domingo pasado caminé por Migueletes y Gorostiaga y no pude identificar el edificio en el que vivía pero sí estuve segura de que era en esa cuadra. Que pienso en él y en su hermano Javi cada vez que escucho la voz de Fernando Ruiz Díaz o el bajo de su hermano Gabriel, en los primeros discos de la banda. Y que también pienso en ellos dos cada vez que no encuentro mejor cosa que la música para acompañar o cuidar a alguien que quiero mucho.
Que Javier fue el mejor contacto estrecho de contacto estrecho que me podía tocar, y que a Esteban lo quiero para mi emprendimiento, cuando decida cuál es.
Como su autora intelectual y material, el Cuchá Cuchá se toma unas semanas de vacaciones, así que nos reencontramos a la vuelta. Seguro la ruta será inspiradora.
JR