Voy a romper una regla. No calculé cuánto tiempo te va a llevar leer este correo pero se escucha con Sirius, de The Alan Parsons Project, la banda sonora de la serie The Last Dance. De bailar por última vez se trata esto.
No, no es que hayas amanecido con disforia de calendario. Hoy efectivamente es lunes, no miércoles, que es el día establecido para la llegada quincenal de este newsletter. Cuando estudié periodismo, hace quince años y algunas convergencias digitales, la noticia iba indefectiblemente en el primer párrafo. Ahora te hacen esperar al quinto para hacerte saber que no tienen el dato que te prometieron en el título. A Google, hasta que cambie las reglas con las que gobierna, le gusta eso. A mí, por tradicional y por ansiosa, no tanto. Antes de que termine el primer párrafo te cuento la noticia: este es el último envío del Cuchá Cuchá. Es por un cambio laboral que me tiene contenta y nerviosa. Gana contenta.
Decir adiós acá, por más que Cerati haya dicho que es crecer, es tan difícil que lo dejé como última tarea de las que cierran este ciclo. Como se deja para el final el bocado de la milanesa que se supone más delicioso y como se deja para el final lo que sabemos que va a costarnos más porque ahí está puesto el corazón. ¿Viste cuando te despedís de gente a la que querés mucho y dejás el abrazo que te va a quebrar para el final? Bueno, así.
Una madrugada de noviembre de 2020 me desperté agitada y transpirada. Lloré y no volví a dormirme. Me había soñado en un recorrido por salas de terapia intensiva. En el sueño, caminaba entre camillas de gente intubada, en coma, acostada del derecho y del revés. Gente que se estaba salvando o se estaba muriendo, todavía no se sabía. Antes de salir de cada una de las salas, un enfermero o un médico me daba una lista con los nombres de las mujeres y los varones que se les habían muerto ahí en los últimos meses. La única vez que alguien me hablaba en ese sueño era al final de cada sala recorrida. Un médico o un enfermero me entregaba el papel y me decía, siempre, esto: “Contalos”. La sesión de terapia que siguió al sueño la empecé así: “Hace ocho meses que cuento muertos”.
Estaba enojada y angustiada. “No soy médica, no soy enfermera, nadie que quiero se murió de esta mierda. Ya sé todo eso. Pero todos los días cuento muertos y dice mi psiquis que no es gratis”, dije en terapia, y fue una de todas las veces que hablé ahí de la carga mental y emocional de trabajar de contar la pandemia. De escribir las notas que después se convierten en informes radiales o televisivos -así funciona la cadena alimentaria del periodismo- que mis amigos y amigas no periodistas evitaban porque hubo un momento en el que la restricción de la información, incluso la negación, fue parte del botiquín de primeros auxilios.
El Cuchá Cuchá fue mi maniobra de evasión. No lo supe ni cuando lo propuse para integrar el equipo -equipazo- de newsletters que ofrece elDiarioAR ni apenas empecé a hacerlo, pero lo fui sabiendo con el correr de las semanas y de los envíos. Lo supe cada vez que blindé un martes por quincena para dedicarlo a un texto que quedara a mil pueblos de los muertos que contaba y que soñaba, como si 3.000 ó 5.000 ó 10.000 caracteres fueran los ladrillos que construyen una guarida. Un texto que me acolchonara el oficio y, porque es difícil de separar, también la existencia.
Con el correr de los envíos, ese salvavida que me tiraba a mí misma se me fue volviendo cada vez más visible. Empecé a prestarle mucha atención a cuidar la guarida. Le inventé una política de admisión que no escribí en ningún lado pero que fue cada vez más clara. Acá, en los martes de blindaje que preparan los miércoles de encuentro con vos, que ahora mismo me estás leyendo, no entraron ni la pandemia, ni las violaciones grupales, ni la pobreza que condena a uno de cada dos nenes y nenas de los que nacen en este país, ni los malabares que hay que hacer para ser inquilino y salir vivo de esa experiencia, ni Putin, ni Zelenski, ni que San Lorenzo está en la lona.
No la escribí en ningún lado, pero la línea editorial de este newsletter se construyó a puro egoísmo: “Julieta, inventate una balsa”. Pasó algo hermoso: el Cuchá Cuchá fue, según me contaron algunos de ustedes que se tomaron el trabajo de escribirme un correo o mandarme un mensaje por Twitter o Instagram, también un lugar acolchonado y cálido para algunos de sus lectores y lectoras. Que eso haya pasado es una alegría enorme y novedosa. Cuando escribís una nota y alguien se toma el trabajo de responderte tenés entre el 90% y el 98% de probabilidades de que sea para putearte. A vos y a tu vieja, de paso. Cuando hacés un newsletter, la calidez que siempre vuelve engrosa los ladrillos de la guarida.
Este fue el primer -y único- newsletter que hice. Fue más difícil de lo que pensaba y creo que es porque con el correr de las semanas tenés cada vez más ganas de cuidarlo, de que crezca fuerte y lindo. Como si fuera la planta más linda de tu balcón, de la que esperás hacer hijitos para que cada uno de tus amigos tenga un pedacito de algo que vos hiciste en su casa.
Cuando escribís de-lo-que-se-te-ocurre y no de-lo-que-está-pasando las reuniones para decidir sobre qué será la próxima entrega son un monólogo interior en el que te ponés cada vez más exigente. Querés que no se parezca a los últimos envíos, querés que sorprenda, querés que no tenga nada que ver con lo que hayas leído últimamente. Querés que sea sobre el tema que más te importa en el mundo, aunque sea por un ratito, porque de los temas que más te importan en el mundo salen los textos de los que te seguís acordando muchos años después.
Con los textos también te ponés cada vez más exigente. Ninguna otra cosa me hizo borrar tantos párrafos como el Cuchá Cuchá. Párrafos buenísimos, te juro, pero que se iban por las ramas o que eran para demasiados pocos. Nunca estuve tan pendiente de inventar y sostener un tono, de que me reconocieras por escrito. La ventaja de escribir notas de 3.000 ó 5.000 caracteres que sirven primero para contar algo y después para envolver huevos o para que no se acumule jugo de basura en el fondo del tacho es que el narrador empieza y termina ahí, en ese ratito. Acá hay ponerse a teclear y que salga la voz que a vos te hace decir, si las cosas van bien, “tu newsletter me suena”.
Hacer todo eso, que espero que te haya gustado, fue exigente y espectacular. Sobre todo espectacular. No sé cuáles son tus planes para el futuro, pero te recomiendo tener un newsletter. Quererlo y cuidarlo y odiarlo pero sabiendo que se te va a pasar porque lo querés un montón.
Mi primo, que es una de mis personas de cabecera y también es diseñador de imagen y sonido, me dijo hace muchos años, cuando iba a la facultad, que le gustaba mucho lo que estudiaba pero que le había arruinado la inocencia con la que miraba una película. Que miraba dónde estaban puestas las luces, la continuidad de las escenas, los planos que elegía el director. Que ya no podía hacer de cuenta que no sabía todo lo que sabía sobre luces, planos y continuidad y que eso le ponía los ojos técnicos. Y que todo eso era una cagada.
Inventé este refugio para hablar de música, sonidos y ruidos advertida por eso que me dijo mi primo hace muchos años porque no me lo olvidé nunca. No sé todo lo que hay que saber -no sé casi nada de lo que hay que saber- para escribir la crítica de un disco. Trabajé en la misma redacción que Federico Monjeau y que Pablo Schanton así que sé cuánto hay que saber para hacer la crítica de un disco: una barbaridad.
Escribir sobre música sin tener nada técnico para decir fue la primera decisión de la línea editorial que le inventé al Cuchá Cuchá. No tener nada EN SERIO para decir fue la maniobra de evasión fundante, aunque me tomara este texto como un trabajo muy importante cada vez.
Quise escribirte una carta quincenal sobre esto y no sobre cualquier otra cosa porque cuando no sé qué hacer para tranquilizarme pongo música. Me parece que, ahora que miro para atrás y reviso todo, este newsletter se trató de eso más que de ninguna otra cosa.
Hay un verso de La noche eterna, una canción hermosa de Él mató, que dice “voy a derrumbar mi casa y empezar de nuevo”. Creo profundamente en ese verso cada vez que lo escucho. Lo creo con el cuerpo y creo también que si no me lo dijeran cantando no me quedaría tan a mano la certeza de que es posible resetearse cada vez que haga falta. Todas las veces que lo escucho y que me conmueve la posibilidad de inventarse la propia existencia pienso que lo que me hace la música no me lo hace ninguna otra cosa. Escribir(te) sobre eso me hizo mucho mejor de lo que podía prever. Aunque confiara de antemano en que iba a estar bien.
Quiero darte las gracias. Gracias por leer el Cuchá Cuchá y por seguirlo en cada entrega. Gracias si lo compartiste, si volviste al texto algunas semanas después, si me escribiste un correo, si lo disfrutaste en silencio o se lo leíste a alguien en voz alta. Gracias por recomendarlo, por disfrutarlo y por, a pesar de los envíos que te hayan gustado menos, darme revancha. Fue un honor y una alegría enorme. Y para siempre.
JR