A veces es más interesante lo que sucede en la previa de una entrevista que la entrevista que se publica. A veces, también, las bambalinas de un reportaje merecen “una nota aparte”. ¿Cómo se preparó Esmeralda Mitre para recibir a elDiarioAR? ¿Qué era eso que tenía sobre su escritorio el empresario Claudio Belocopitt? ¿Y el momento exacto en el que Alberto Samid se enfureció delante del grabador encendido? Hay datos de archivo, referencias, climas, declaraciones o rodeos del personaje que no llegan a un texto. Y no hay entrevistado sin entrevistador así que este boletín también indaga en los fracasos y los aciertos a la hora de entrevistar, de la escucha y lo imprevisible. Gracias por venir será una ventana para que corra aire y también para conocernos.
Sobre el asunto este de “darle voz a los que no tienen voz”
Juan José Milei, Chicho, el tío del Presidente, está viviendo en una pensión. Dejó el departamento que heredó de sus padres porque el 11 de julio recibió una notificación de desalojo. El papel dice “¡Último aviso!”. Dos palabras encerradas en signos de exclamación hechos con un sello, dos palabras definitivas estampadas en tinta roja. El mensaje sigue así: “Comunícole que en virtud de órdenes impartidas por el Juzgado Civil N°48 deberá desalojar su domicilio indefectiblemente el día 30 de julio; bajo apercibimiento de ser lanzado por la fuerza pública”. La nota está firmada por un oficial de Justicia.
Chicho no quiso “ser lanzado por la fuerza pública” -un dispositivo que implica policías, ambulancias, bomberos, y una vergüenza y bronca atroces, además una puerta volteada a patadas en caso de que el residente se resista- así que le pidió plata prestada a los amigos. Juntó, con la promesa de devolverlos pronto, unos 90 mil pesos. Tiró todo lo que pudo, incluso su colección de botellas y latas. Cargó sobre el lomo lo que el lomo le permitió. Le pidió la zorra al verdulero y llevó la heladera. Chicho se mudó en tandas a una pieza en la que entran, apenas, un tercio de sus pertenencias. La cama, la cama que era de sus padres, tuvo que dejarla.
Juan José, Chicho, es el hermano menor de Norberto, a quien llaman “Beto”, el padre de los hermanos Milei. Chicho y Beto son hijos del mismo padre, Francisco, pero no de la misma madre. La mamá de Chicho se llamaba Marcela Morlacca. De ellos heredó un departamento en Belgrano que vendió porque era demasiado grande para él solo y además porque necesitaba la guita. El último contacto que tuvieron los hermanos fue cuando el padre en común, Francisco, abuelo de Javier y Karina, murió. Beto se hizo cargo de los gastos del sepelio. Y luego, nunca más.
El mismo día en que publicamos la historia de Chicho, el 6 de enero, desde Casa Rosada me hicieron saber que el texto había llegado a la secretaria General de la Presidencia, Karina Milei. Destacaron el hallazgo de la historia (“es un notón”), celebraron que “haya periodistas jóvenes como vos” (o sea, yo, joven) y me vaticinaron un “gran futuro”. El mensaje que recibí, que se escribió desde bien adentro de Casa Rosada, era -y así lo leí- sincero y amoroso. Me quedé un rato mirando la pantalla del teléfono,, admito. No sabía bien qué pensar, qué responder. La Libertad Avanza es una cosa extraordinaria, un movimiento fuera de todo orden.
Chicho asegura que un abogado que lo representó en un juicio laboral terminó estafándolo y se quedó con su casa en concepto de “honorarios”. Entre que conté su historia en elDiarioAR, allá por enero, hasta que se exilió de sus dos ambientes sin ventanas, Chicho, 63 años, sumó changas: sigue repartiendo diarios por la mañana, hace delivery en su bicicleta para Pedidos Ya y ahora cumple horas como encargado en un edificio. En marzo volví a entrevistarlo y mostramos el departamento en el que vivía en Argentinos de bien, la columna que junto a Emilio Laszlo hacemos en Gelatina. La comunidad de Gelatina, conmovida por su historia, reclamó en el chat un CBU para depositarle plata directamente a él. “Gracias, chicos, con esto yo como dos semanas”, mandó a agradecer Chicho.
En estos ochos meses, Chicho intentó sin éxito hacer contacto con sus sobrinos, Javier y Karina Milei. No quería dinero, quería que lo escucharan. Hace unos días fui a Casa Rosada. Fue una visita profesional en la que después de varios idas y vueltas por WhatsApp pude contar personalmente en qué vengo trabajando desde hace unos meses. Aproveché para mencionar la situación de Chicho. Conté que había decidido mudarse. No me acuerdo si dije esto, que creo es importante: Chicho no quería móviles ni periodistas que se aprovecharan de la situación -un desalojo violento a un pariente de sangre del Presidente- para “pegarle” a su sobrino o al Gobierno. “Hace muchos años que no tienen contacto con él y no vamos a meternos en un tema familiar”, me dijeron. Hubo seguridad en el tono, pero sobre todo hubo amabilidad, lo que hace imposible -para mí- “pelear” algo. Y esa situación me hizo pensar en esto que viene ahora.
Escribí dos líneas arriba “pelear”. Quiero decir: pelear, negociar algo para un Otro que nada tiene que ver conmigo pero que ha sido, al menos dos veces, sujeto y objeto de (mi) trabajo. A Chicho lo encontré, lo entrevisté tres veces, chequeé que él fuera quien dice que és, traté de entender por qué estaba perdiendo su casa, pedí fotos, vi el expediente, pedí papeles que dieran cuenta de que no es un okupa sino una persona que dice ser estafada, le hice a Chicho la misma pregunta dos veces pero de maneras diferentes, para ver si lograba la misma respuesta (un artilugio periodístico para desarmar trucos o dar con discursos sólidos) y un par de cosas más… Y después escribí y después publiqué y después el texto siguió su camino, que es cuando ya nada está bajo el control de quien produce texto. Todo eso es mi trabajo. Pero, ¿y Chicho?
Acá viene la parte en la que me convierto en el abuelo de los Simpson en ese meme hipersuficiente en el que Abraham, sentado en un tronco y blandiendo su bastón, cuenta algo frente a una ronda de niños:
“Mi tía que postea en Facebook”
Hace veinte años, cuando entré a cursar Periodismo en TEA, escuché de boca de casi todos los profesores que uno es periodista “para darle voz a los que no tienen voz”. Prueben con googlear esa frase: más repetida que anécdota de Cóppola. En esa época, dos décadas atrás, los que tenían plata andaban con mp3. Y los que tenían más plata, con celular. Ya habíamos pasado por el ICQ y por el MSN. Eran los tiempos de la cámara digital y los fotologs, de los floggers. Los tiempos en los que, presos de la nostalgia, “los adultos” se buscaban en Facebook y armaban esos encuentros acartonados de egresados diez años después. Un horror.
Cada vez que escuchaba en el aula la frase “darle voz a los que no la tienen” me bostezaba el cerebro. Es linda, sí, pero es de mediados del siglo pasado. Para 2005 entré en Clarín. Dos o tres años después el mismo medio que me empleaba (y los que competían con los que me empleaba) alentaron “el periodismo ciudadano”. La cosa era así: un vecino filmaba algo o le tomaba una foto a algo en tono de denuncia y lo enviaba al canal o al diario. Nosotros, los pasantes, los todavía alumnos de periodismo, empezábamos a competir con mi tía que posteaba en Facebook.
¿Para qué me necesitaba mi tía, que con un posteo en el feis me primereaba la noticia? ¿Mi tía era una lectora de diarios, una espectadora de tele o era, a partir de ese momento, productora y protagonista de la noticia? El medio ya no tenía que darle voz a mi tía. Mi tía tenía voz propia y encima trabajaba “gratis” para el medio.
Unos años después, Twitter copó las redacciones. Los años de la fiesta Eyeliner, del #FF y de los “viernes de tetas” o jueves o martes, qué importa. Para los periodistas, Twitter era cablera, bolsa de trabajo, avisos fúnebres y fuentes de primera mano. Ya no me necesitaba mi tía que posteaba en Facebook. ¿Me necesitaba el funcionario público que se encontraba con la posibilidad de comunicar sin intermediarios? Esta última pregunta se responde sola. Sin embargo nosotros, los redactores, no dejábamos de teclear nuestras notas del día. Escribíamos hoy como si fuese ayer algo que se publicaría mañana. Así funcionábamos.
En ese contexto, vuelvo a mi punto: ¿Y Chicho? Chicho a un año de jubilarse sin aportes ni obra social montado en su bici para hacer un mango con el miedo instalado en su voz, en cada audio que me manda: “Victoria, si pierdo esto voy a terminar viviendo abajo de un puente”. No puedo ayudarlo. No debo ayudarlo. Con nada. Mi alcance con el sujeto de la nota está limitado al hallazgo, el chequeo de datos, la escritura del texto y la publicación de la nota. Así lo indica mi manual de ética profesional. Aun cuando el medio que publica o transmite mi trabajo haya capitalizado al sujeto de la nota en visitas a su sitio.
Esto último podría ser el significado de la palabra “mercenario”. Me avergüenza. Pero es así, hermanos.
¿Qué será de la vida de Daniela?
Para el año 2015 viajé a Salta para cubrir “desnutrición infantil”. Lo pongo así, compacto, aunque es un tema largo y ancho. Cinco bebés habían muerto en el norte del país y los casos habían sido ocultados por el gobierno local. La consigna de mis editores, entonces de Clarín, fue la mejor de las consignas: “Andá y fijate qué encontrás”. La libertad de acción no me achica, todo lo contrario. Me puse una misión: encontrar a la mamá de alguno de esos cinco bebés. No tenía el nombre y mucho menos el apellido de alguno. Pero tenía un dato: el nombre de un barrio. Y con el nombre del barrio entré en una comisaría de Pichanal. Unas indicaciones vagas después, di con la… ¿casa? de la mamá.
El título de la nota fue este: “Mi bebecito me lloraba de hambre y ni lo pude enterrar”. Googleo la nota, la encuentro, leo. La nota arranca así: “Martín Delgado fue el tercero de tres varones. Lo parió Daniela, una mujer de 22 años que apenas sabe leer y escribir, que no tiene trabajo y que vive apretada en una casilla de madera y piso de tierra”. Sigo leyendo, me topo con este textual de la madre del bebé: “Me lloraba de hambre y yo lo alimentaba con agua dulce y arroz. O le hacía chuño, un preparado con agua y maicena. Y así. No tengo fotos de él”. Leo un poco más, doy con otro textual de Daniela, la mamá: “El bebé estaba durmiendo con mi mamá, boca abajo. El papá piensa que yo le hice algo. Pero él no sabe. Él me pegaba embarazada y no embarazada, me dejaba desnuda en la calle. Ni lo pude enterrar. No le pude sepultar a mi bebecito. Le hice una cajita y lo dejé sobre otra tumba, en un nicho prestado porque en el cementerio no había lugar”.
Ahora que vuelvo a esa nota, que me visualizo a mí diez años atrás envuelta en el calor seco de nuestro norte patrio, pienso en dos, tres, cosas:
1. Cómo carajo hice para preguntarle por su bebé, un bebé que murió antes de gatear, qué máscara me puse, cuál fue el tono menos porteño y clasista que ensayé.
2. Una cuestión más personal que profesional: ¿cuántas capas llevo dentro, cuánto sedimento vengo juntando para seguir haciendo esto que hago, para seguir eligiendo este trabajo?
3. La más importante: ¿Qué voz le dí yo a Daniela? ¿La ayudé contando su historia, exponiendo su situación en el diario de más alcance, una nota que ella leería a tientas? ¿La habrá leído? Alfredo Leuco sí, la leyó entera en su programa de Radio Mitre. Yo regresé a Buenos Aires. A los días el tema “desnutrición infantil” había desaparecido de la agenda pública. ¿Qué será de la vida de Daniela?
Es martes, llueve. Cae audio de Chicho: que está bien, que en la pieza ya tiene la tele y la radio, que aunque hoy llueva el sale a repartir en la bici, que justo en el hotel vive la chica de la panadería, que el lugar es tranquilo. Lleva una semana en la pieza del hotel. El desalojo, por lo pronto, no se concretó. No hubo hasta ahora ningún “lanzamiento de la fuerza pública”. Así que, todos los días, Chicho sale del hotel y camina hasta el edificio. Sube, mete la llave -su llave- y entra en el departamento que dejó. Se queda a veces hasta las once de la noche. Ya no hay latas ni botellas, no hay fotos. Solo están los muebles que no pudo llevarse. La soga donde colgaba su ropa sigue ahí, inútil. Juan José Milei, Chicho, espera el golpe en la puerta sentado en una silla. Habita lo único de lo que todavía es dueño: su voz, que hace eco en el departamento vacío.
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Dedicado a mi amiga Ana Clara Benda, autora de la frase (genial) “mi tía que postea en Facebook”.
Juan José Milei, Chicho, el tío del Presidente, está viviendo en una pensión. Dejó el departamento que heredó de sus padres porque el 11 de julio recibió una notificación de desalojo. El papel dice “¡Último aviso!”. Dos palabras encerradas en signos de exclamación hechos con un sello, dos palabras definitivas estampadas en tinta roja. El mensaje sigue así: “Comunícole que en virtud de órdenes impartidas por el Juzgado Civil N°48 deberá desalojar su domicilio indefectiblemente el día 30 de julio; bajo apercibimiento de ser lanzado por la fuerza pública”. La nota está firmada por un oficial de Justicia.
Chicho no quiso “ser lanzado por la fuerza pública” -un dispositivo que implica policías, ambulancias, bomberos, y una vergüenza y bronca atroces, además una puerta volteada a patadas en caso de que el residente se resista- así que le pidió plata prestada a los amigos. Juntó, con la promesa de devolverlos pronto, unos 90 mil pesos. Tiró todo lo que pudo, incluso su colección de botellas y latas. Cargó sobre el lomo lo que el lomo le permitió. Le pidió la zorra al verdulero y llevó la heladera. Chicho se mudó en tandas a una pieza en la que entran, apenas, un tercio de sus pertenencias. La cama, la cama que era de sus padres, tuvo que dejarla.