Hay consenso sobre pocas cosas. Que hace frío, por ejemplo. Que ayer, en Buenos Aires, el cielo era un tejido apretado y gris como un suéter. Todo esto es lógico y nada es noticia: estamos en invierno. Lo discutible es si este frío es “mucho” o “poco” o “regular”; o “hermoso” o “detestable”. Ahí es cuando opera la subjetividad.
Fui gestada en Río Grande, Tierra del Fuego, durante la Guerra de Malvinas. Mis padres me contaron sobre el “oscurecimiento”: debían cubrir las ventanas, ventanitas y ventiluces con plásticos negros para que no se filtrara la luz de los interiores de las casas, a ver si algún distraído arrojaba una bomba sobre la ciudad más cercana al epicentro del combate. Afuera el frío, el silencio. Y el viento en ráfagas, en jirones.
Con o sin Guerra, nuestro sonar nocturno en Río Grande era el viento. “La ciudad donde el viento canta”, dice (todavía) nuestro lema turístico. Es una forma amorosa de amigarnos con una geografía difícil. Difícil por lo chato, lo amarillo, lo inhóspito. No tenemos el esplendor de Ushuaia. Tenemos el viento, esa playlist infinita de sonido blanco que nos confirma en el sur del Sur.
El viento, insisto: rugido constante, aire violento. Y el frío. De aquel frío sé lo obvio. Que las estalactitas son flechas de hielo que penden de los techos. Que la mejor nieve es la que cae de madrugada, una alfombra virginal. Que esa nieve será una capa de hielo fino primero, escarcha y barro después, y que ahí perderá toda su belleza. Pero que jamás será noticia. Solo nevó.
Sé lo que es no aburrirse. Las infancias indoor son creativas. Mi hermana y yo éramos especialistas en el rescate de la princesa de la torre. Entrenadas en la simpleza virtuosa del DOS, azotábamos el teclado de la compu para que el Prince of Persia esquivara las trampas. Matábamos y resucitábamos al príncipe, y la tarde se iba.
Ah, la tarde. Una tarde podía ser cinco horas en invierno, entre las diez y las tres. O entre las cuatro de la mañana y las once de la noche en verano. Nunca vimos una aurora.
Sé cómo la calefacción seca la piel porque los jarritos con agua sobre las estufas no alcanzaban a humedecer los ambientes. Entonces no sabía que la humedad porteña puede convertir una cama en un monstruo baboso. Por eso me asustaba la textura de las sábanas cuando visitaba Buenos Aires.
Sé qué responder a las preguntas “¿vivías en un iglú?” o “¿sabés lo que es un televisor?”: no y sí. Quienes preguntaban nunca supieron mi extrañeza ante semejantes dudas.
Hace frío en Buenos Aires, hace frío en el país. Y todos y todas estamos de acuerdo. Para mí, criada hasta los doce años en la isla más austral, este frío porteño es cruel y triste. Pero ese consenso, este entendimiento popular que afirma que este frío es frío para todos, es mi abrigo. De eso se tratan los lugares comunes. Son como un living con un hogar encendido. La noche ha caído temprano y allí nos reunimos a contemplar el fuego.
VDM
Hay consenso sobre pocas cosas. Que hace frío, por ejemplo. Que ayer, en Buenos Aires, el cielo era un tejido apretado y gris como un suéter. Todo esto es lógico y nada es noticia: estamos en invierno. Lo discutible es si este frío es “mucho” o “poco” o “regular”; o “hermoso” o “detestable”. Ahí es cuando opera la subjetividad.
Fui gestada en Río Grande, Tierra del Fuego, durante la Guerra de Malvinas. Mis padres me contaron sobre el “oscurecimiento”: debían cubrir las ventanas, ventanitas y ventiluces con plásticos negros para que no se filtrara la luz de los interiores de las casas, a ver si algún distraído arrojaba una bomba sobre la ciudad más cercana al epicentro del combate. Afuera el frío, el silencio. Y el viento en ráfagas, en jirones.