El martes no había arrancado bien para nadie. Eran las nueve de la mañana y nos tocaba encarar un día entero cargando el peso de una derrota inesperada. Estábamos ya entregados al modo mundial, pusimos en pausa la contingencia de la vida de cada uno para dar paso a un nuevo estado de emociones y sensaciones colectivas. Y así nos tuvimos que tragar todos juntos, al mismo tiempo, con el desayuno a medio tomar, la caída ante Arabia Saudita en Qatar. Nada que empieza a las siete de la mañana puede terminar bien, decían en Twitter. Pero para algunos de nosotros ese día podía llegar a remontar. Sabíamos que a la noche teníamos una cita que se había hecho esperar bastante con una de las figuras musicales más relevantes de esta época. C. Tangana, el músico y rapero español también conocido como El madrileño -tal como se llama el disco que lo puso en boca de todos a partir del 2021- daría finalmente su concierto en Buenos Aires.
El nombre de la gira “Sin cantar ni afinar” está tomado de la letra de una de las canciones del disco en la que el artista se jacta de todo lo que ha logrado dentro de la industria musical sin más herramientas vocales que las de un rapero promedio. Hasta la salida de este álbum, no había antecedentes de un rapero de habla hispana que haya logrado saltar el cerco de su género y acercarse no solo a los más respetados referentes de la canción moderna como Jorge Drexler y Andrés Calamaro sino también ir a las fuentes y colaborar con leyendas de los géneros tradicionales como Kiko Veneno, José Feliciano, Elíades Ochoa, Toquinho y Gipsy Kings. La construcción de esos puentes fue la clave para que muchos que poco tenemos que ver con el rap llegáramos a C. Tangana. En mi caso, llegué por medio de Calamaro y Drexler. Si ellos dos, a quienes les sigo los pasos desde hace años, estaban merodeando el mundo de este joven artista, compartiendo con él largas jornadas de estudio y los créditos de canciones, claramente había allí algo a lo que prestar atención.
Para fines de 2021, cuando Spotify mandó el resumen de lo que cada uno escuchó durante el año, los cinco primeros puestos de mi ranking eran de C.Tangana. Puede que me haya obsesionado, lo admito. Pero en realidad, lo que evidenciaba ese informe era que C.Tangana también me había devuelto a la costumbre de escuchar un disco completo hasta gastarlo. El Madrileño apareció ante mí, en esos días de confinamiento, como un verdadero refugio. Me instalé durante largos meses en ese universo, donde la música hispana más tradicional se podía transformar en otra cosa gracias a los modos de producción de este tiempo de música urbana. El disco de C Tangana abrió al medio géneros como la rumba flamenca, la bachata, la salsa y el bolero. Mezcló el nuevo y el viejo mundo de la música como nadie lo había hecho antes.
Llegamos al Movistar Arena abatidos por la derrota de la mañana. En ese estado generalizado de decepción, con lo que quedaba de ilusión, se pudieron entonar algunas canciones a favor de la selección y de Messi en la espera previa al concierto. Pero fue recién cuando cayó el telón que nos volvieron las ganas de vivir. La puesta en escena del show era literalmente de película. Lo que se podía ver en el escenario era una gran sobremesa de un restaurante elegante, pero copado por un treintena de personas que van revelando sus cualidades musicales con el correr de la noche y los tragos. Todos los que acompañan a C. Tangana cumplen alguna función musical -vientos, cuerdas, voces, guitarras, percusión- salvo uno de ellos, quien finalmente resulta ser una pieza clave en el concierto: el mozo. Por primera vez, asistimos a un recital en el que el mozo, el que sirve los tragos, es parte de la banda, por no decir una parte esencial de la banda. Es el encargado de poner el combustible a cada una de las personas que forman parte del espectáculo.
La escena que propone C. Tangana es hermosa y delirante: música en vivo entre amigos y con las copas llenas, tal como ocurre históricamente en las peñas o en los tablaos flamencos, pero frente a una multitud que corea todas las canciones. Se lleva al extremo el concepto que habíamos visto en el Tiny Desk y se potencian los aspectos visuales gracias al minucioso trabajo que hacen las cámaras sobre el escenario, interactuando con toda la troupe. La pantalla (una sola en la parte superior del escenario, en lugar de dos a los costados) ya no está para regalar algún detalle a quienes ocupan las ubicaciones más alejadas, sino que viene a darle al show una impronta cinematográfica pocas veces vista en un recital. Aún teniendo buena perspectiva del escenario, vale la pena quedarse con los ojos puestos en las pantallas y disfrutarlo como si fuera una película. Como en el show de Rosalía que vimos hace un par de meses en Buenos Aires, lo que ocurre en el escenario también puede entenderse como el backstage de una filmación en tiempo real.
El impacto positivo de este show fue generalizado, por no decir unánime: todos quedamos encantados. En mi caso, lo único que me faltó fue el factor sorpresa. Los ansiosos solemos conspirar contra la posibilidad de sorprendernos. Yo no solo había visto en YouTube las imágenes de los primeros shows de la gira sino que también tuve la posibilidad de asistir a una función durante un viaje que hice a España en el mes de mayo. El concierto que vi en aquella oportunidad era prácticamente el mismo que se pudo disfrutar esta semana en el Movistar Arena, pero mi situación era bien diferente. En España había ido al concierto solo, sin compañía, y esta vez estaba rodeado de amigos, de varios grupos de amigos.
Pude compartir momentos del show con algunos de ellos y fue un placer ver las caras de todos a la salida e ir charlando sobre lo fuera de serie que fue este espectáculo mientras caminábamos por Corrientes hasta Jorge Newbery buscando algún lugar para comer. Todos habíamos empezado el día con una derrota, con una gran desilusión, y nos habíamos encontrado de golpe con un recital que era prácticamente un manifiesto de cómo disfrutar la vida. Nuestra realidad no era tan festiva, lamentablemente: era la noche de un martes, al día siguiente había que trabajar y hasta el entusiasmo irracional que trae un mundial parecía escaparse de nuestras manos mucho antes de lo pensado. Por suerte encontramos un lugar abierto, dispuesto a darnos algo de comer y tomar. Juntamos mesas para que entraran todos y por un instante nos sentimos en ese estado de gracia que proponía el concierto de Tangana. Cantamos, comimos y brindamos por haber vivido juntos uno de esos recitales que no se olvidan fácilmente.
HS