No hizo falta entrar en diciembre para darnos cuenta de que este año ya estaba terminado. En el último día de noviembre, la plataforma de streaming musical Spotify nos entregó su ya clásico resumen de fin de año, el wrapped 2022. Un compendio de datos, colorido y animado, para replicar en stories de Instagram, a través del cual se le informa a cada uno de los usuarios cuáles fueron sus artistas más escuchados, las canciones que más veces reprodujo, los géneros más transitados y algunas otras curiosidades que intentan configurar una radiografía del consumo musical de cada individuo. No es un ranking con lo más escuchado o lo más popular sino una suerte de espejo para que cada uno pueda ver su propio comportamiento como consumidor de música y compartirlo con el mundo a través de las redes.
Algún tiempo atrás, los medios especializados de música en Argentina -revistas y suplementos juveniles de los diarios- hacían para esta fecha sus ediciones de fin de año, sus anuarios para señalar qué había sido lo mejor de los últimos doce meses. A veces esas listas las confeccionaban los propios periodistas pero también se incluían encuestas para dar voz a los lectores y a los músicos, de modo que todos pudieran aportar su mirada. Así se llegaba a determinar lo más destacado: los discos, las canciones, los videoclips y también los recitales. Hoy parece ya no ser necesaria esa voz centralizada que nos permitía ir en busca de aquello que tal vez se nos había escapado, alegrarnos por lo bien que le había ido en el año a algún artista de nuestra preferencia o indignarnos por el modo en que el público abrazaba algún proyecto musical que no nos convencía.
La recapitulación anual que hace Spotify se aleja de esos mecanismos y entrega en su lugar una herramienta para que cada uno pueda hablar de sí mismo a través de la música. Apoyándose en el tan mentado algoritmo, la plataforma le muestra a cada usuario qué tan bien lo conoce y organiza sus gustos personales para que pueda exhibirlos ante el mundo con orgullo.
Unos pocos días antes de que llegara a los usuarios de Spotify este resumen, circuló en algunas redes sociales un experimento similar que utilizaba la misma información para la confección de un cartel de festival. Una imagen con el line up del festival de los sueños de cada uno. La aplicación Instafest le permitía a cada usuario visualizar cómo sería un festival hecho a su medida, donde se cruzaran todos sus artistas preferidos: los locales y los extranjeros, los que están en actividad y los que ya no tocan, los vivos y los muertos. Se le dio a los usuarios -otra vez- la posibilidad de hablar de su propio gusto musical, apelando en este caso a la idea aspiracional del festival, una de las formas más populares de consumir música en vivo en esta época. Si sos un usuario más o menos constante de redes sociales e hiciste de Spotify la base de tu consumo musical, probablemente esta semana que pasó hayas sido parte o testigo de esta experiencia. Si aún no lo hiciste y querés ver el cartel del festival hecho a tu medida, solo tenés que ingresar en instafest.app.
En el año que se está yendo tuvimos en Buenos Aires grandes festivales como el Lollapalooza, el Quilmes Rock y el Primavera Sound. La semana que viene llega una nueva edición del festival Music Wins con una cartelera que incluye a Metronomy, Devendra Banhart, The Blaze, Chet Faker y Magnetic Fields. Los festivales siguen siendo un punto de referencia y un objeto de deseo para jóvenes y adultos no solo por la propuesta musical que ofrece cada uno sino también por lo que representan como experiencia social, por la oportunidad que brindan de encontrarse con otros en un espacio común. Los festivales -y también los conciertos por fuera de los festivales- son una de las formas de consumo cultural que menos transformaciones ha sufrido en el siglo XXI.
El modo de ir a ver música en vivo que tenemos en la actualidad no dista mucho de lo que era en los años 60, 70 y 80. Sigue siendo, afortunadamente, un ritual en el que ponemos el cuerpo, nos acercamos a otros y -lo más importante- estamos probablemente dos horas concentrados en algo que está ocurriendo y no es mediado por pantallas. Probablemente lo más disruptivo de esa escena sea la presencia de los celulares levantados entre la multitud buscando capturar el momento para rememorar más tarde o como un modo de decir “yo estuve aquí” a los seguidores en Instagram. Más allá de ese detalle, el espacio de los recitales sigue manteniendo varios de sus rasgos esenciales y se convierte en un saludable escape para el cuerpo y la mente.
El ejercicio que propone Instafest -el sueño de ese bello festival hecho a medida del gusto musical de cada uno- parece inofensivo: nos regala una bella imagen que habla de quienes somos y nos invita a conocer el mix musical de nuestros contactos. Pero es finalmente un juego peligroso en tanto sugiere la posibilidad de hacer ingresar el algoritmo en una experiencia que aún se permite ser colectiva y en alguna medida diversa y abierta a lo inesperado. Parte del encanto de un festival es no saber de manera tan taxativa quiénes se van a presentar y la posibilidad de enfrentarse a lo desconocido, descubrir una banda o un solista que está fuera de nuestro radar. Aún siendo solamente un ejercicio visual y mental, el cartel que nos regala Instafest termina exponiendo la cara más cuestionable del modo de consumir música en la actualidad.
En Spotify todo está disponible. Toda la música que alguna vez soñamos tener, la tenemos. Pero esa accesibilidad ilimitada se volvió una trampa que nos aleja de la posibilidad de conocer música nueva o vieja por fuera de nuestros consumos habituales. Si algo tenemos para reprochar a Spotify es justamente el modo en que muchas veces nos encierra dentro de nuestro propio universo de canciones del momento, ese afán por darnos solamente lo que sabe que nos gusta hoy. El sistema de recomendaciones a través de playlists y los daily mixes que confecciona el algoritmo para cada usuario muchas veces termina construyendo un muro a nuestro alrededor, que posterga la posibilidad de alcanzar nuevos mundos y, lo que es aún peor, nos puede hacer odiar, por insistencia y repetición, la música que más amamos.
HS
No hizo falta entrar en diciembre para darnos cuenta de que este año ya estaba terminado. En el último día de noviembre, la plataforma de streaming musical Spotify nos entregó su ya clásico resumen de fin de año, el wrapped 2022. Un compendio de datos, colorido y animado, para replicar en stories de Instagram, a través del cual se le informa a cada uno de los usuarios cuáles fueron sus artistas más escuchados, las canciones que más veces reprodujo, los géneros más transitados y algunas otras curiosidades que intentan configurar una radiografía del consumo musical de cada individuo. No es un ranking con lo más escuchado o lo más popular sino una suerte de espejo para que cada uno pueda ver su propio comportamiento como consumidor de música y compartirlo con el mundo a través de las redes.
Algún tiempo atrás, los medios especializados de música en Argentina -revistas y suplementos juveniles de los diarios- hacían para esta fecha sus ediciones de fin de año, sus anuarios para señalar qué había sido lo mejor de los últimos doce meses. A veces esas listas las confeccionaban los propios periodistas pero también se incluían encuestas para dar voz a los lectores y a los músicos, de modo que todos pudieran aportar su mirada. Así se llegaba a determinar lo más destacado: los discos, las canciones, los videoclips y también los recitales. Hoy parece ya no ser necesaria esa voz centralizada que nos permitía ir en busca de aquello que tal vez se nos había escapado, alegrarnos por lo bien que le había ido en el año a algún artista de nuestra preferencia o indignarnos por el modo en que el público abrazaba algún proyecto musical que no nos convencía.