Mi hijo está terminando preescolar y el paso siguiente es dar inicio a eso que todavía todos conocemos como primaria. Creemos que tenemos algo que elegir: en este caso, la institución educativa que lo va a albergar durante los próximos siete años de su vida. Podría ser distinto: hay familias que no pueden elegir y hay familias que no creen que sea algo a elegir, sino que irá a la institución que corresponda (por cercanía, por comuna, por credo religioso). No es nuestro caso.
Las opciones tampoco son infinitas: ubicación, propuesta educativa, precio –en el caso de que sean escuelas de gestión privada–, y una serie de variables más y menos confesables conforman un mapa mental acotado pero complejo. Y profunda y sorpresivamente absorbente: hace meses que creo que estoy tomando la decisión más importante de mi vida, con algunos destellos de lucidez que irrumpen con una imagen en sepia: la de mi propio pasado con guardapolvo blanco en el Once, en un colegio judío común y corriente, que fue elegido siguiendo las variables de la practicidad, la identidad comunitaria, el precio y algunas recomendaciones pedagógicas. La pasé bien, aprendí cosas, tuve docentes buenos, malos y muy buenos, nada del otro mundo: todos contentos.
Ahora da la sensación de que no es así. No sé si soy yo, mi generación, el mundo, pero un dato tengo: en ese mismo colegio al que yo iba con guardapolvo blanco ahora van con uniforme con el nombre del colegio y el logo. Nadie, ni mucho menos una escuela privada, quiere ser común y corriente. Más bien todo lo contrario.
Y algunos padres entramos en esa también, que no esconde una pátina mercantil: analizar caso por caso, pros y contras, olvidarnos de a ratos que hay un diseño curricular que comparten todas las escuelas por el solo hecho de que su teléfono empiece con 011. Ninguna escuela privada quiere ser común: todas quieren contarte lo que tienen de especial. Y yo también quiero escuchar eso: qué le vas a dar de especial a mi hijo que no pueda encontrar en la escuela que está allá a dos cuadras o en la escuela pública, si logro obtener en octubre la vacante para una opción de jornada doble que me quede cerca y tenga buenas referencias.
Con ese contrato social implícito, nos adentramos con mi marido a una serie de reuniones en escuelas, un género en el que nos hicimos expertos.
Llegamos a una que me recomendaron mucho: el lugar es precioso, hay luz natural hasta en la recepción, el video institucional muestra niños en situaciones que no asociamos a priori con una escuela. No hay pupitres, la autoridad docente es difícil de reconocer y las escenas muestran a grupos pequeños de niños alrededor de una mesa, en general realizando tareas artísticas. La escuela sigue un lineamiento pedagógico alternativo: hablan de que el aprendizaje se da mucho mejor cuando está basado sobre todo en los vínculos, mencionan que hoy los contenidos tienen un lugar distinto que en el pasado, aclaran que no hay evaluaciones hasta entrado tercer o cuarto grado y le otorgan un protagonismo significativo al interés que trae el niño en la construcción de su conocimiento.
–¿Pero cómo saben si aprenden? –pregunto yo.
Me responde una serie de cosas bastante convincentes que incluyen su propia evaluación, el hecho de que muchos de los alumnos van a secundarias que tienen exámenes de ingreso, que participan de olimpíadas de matemática y además que tienen evaluaciones formales.
Me parece que intuye a la perfección que somos el tipo de gente ligeramente desconfiados de las propuestas desestructuradas. De hecho, tengo dudas. Tiendo a desconfiar, por sesgo profesional, de los discursos que dicen que hoy la información está disponible en todos lados entonces hay que aprender otras cosas que nadie logra explicarme de un modo tan nítido como nítido es aprender las efemérides, la cursiva, contar hasta 200, hacer cuentas. Una amiga me hace un comentario sobre este colegio: “los chicos son muy felices ahí”. Mi primera reacción es despreciar ese dato, mi segunda reacción es pensar que es la variable más importante del mundo: un momento eureka. Después me acomodo en un punto medio: no es lo único importante, no sé si es lo más importante, pero definitivamente no es poco importante.
Mi marido intenta interesarse tanto como yo por las preguntas que nos despierta esta búsqueda, pero está muchísimo más interesado en responderlas. Y pronto: quiere que quede cerca, sea doble jornada y aprenda algo de inglés. Se deja tentar por escuelas que le muestran talleres de teatro de sombras, robótica a contraturno o un gabinete de ciencias para hacer experimentos, pero ese fueguito se disipa rápido cuando nota que no se ajustan a su santísima trinidad: doble jornada, cerca, inglés. O al menos a dos de esas tres. Él tiene su propia foto en sepia: escuela pública media jornada, tardes libres jugando a Mario Kart en su casa, al fútbol en la plaza o en un instituto de inglés. Eso suena ideal desde la perspectiva del niño, pero ahora pone el ojo en quién lo buscaba al mediodía para llevarlo a la casa, a fútbol o al instituto de inglés. Se esfuma su foto en sepia: cerca, doble jornada, inglés.
Con esas dudas y esas certezas, acudimos a una escuela que tiene nombre en inglés, es doble jornada y nos queda relativamente cerca. Es, además, más barata que la escuela de currícula enigmática y tiene un edificio amable con un lindo patio. Pero surge un problema no menor: si bien me la recomendaron algunas personas, conozco a tres personas que me la desrecomiendan. Han sacado a sus hijos de esa escuela: “la pasaba mal”, “era puro marketing”, “la escuela no supo resolver los conflictos que había en el aula”. Es imposible saber esto en una entrevista: no solamente si ahora no pasa, sino, más importante, si esos problemas son sistémicos de la institución o una mala experiencia individual, cosa que puede pasar. Es muy difícil tomar una decisión basándose en opiniones de otros, dudosos ratings en redes sociales, entrevistas.
En su libro Guía para criar hijos curiosos, en donde explora y profundiza sobre qué es el aprendizaje y el conocimiento y cómo despertar el interés y motivar a los niños hoy, Melina Furman le dedica un capítulo a la pregunta que nos convoca. Cómo elegir escuela para tus hijos. Después de aclarar que hay muchas familias que no puede elegir y que, además, muchas veces no hay opciones que se ajusten a lo que buscamos, hace una serie de muy buenas preguntas que uno debería incorporar como criterio a la hora de elegir. Transcribiría todas, pero me quedo con estas: “¿Qué priorizamos que aprendan nuestros hijos? ¿Que tengan buena cultura general?¿Que aprendan a pensar y resolver problemas?¿Que aprendan a trabajar con disciplina y desarrollen hábitos de estudio?”. También, otras sobre –muy importante– quiénes son nuestros hijos, qué les interesa más, si necesitan algún apoyo especial para aprender y qué ofrece la escuela de cara a esto. Entre muchas preguntas sobre las instalaciones, la gestión y los valores, también se detiene en la dimensión social: ¿buscamos escuelas en las que nuestros hijos tengan compañeros de familias social y culturalmente similares o preferimos que abran su círculo?. Aconseja hacer una tarea detectivesca: observar las paredes de las aulas, tratar de conseguir algún cuaderno de algún alumno para poder ver el tipo de actividades, ir a la salida. Una amiga lo está haciendo en las escuelas públicas de su barrio: quiere ver si los chicos salen contentos, escucha de qué hablan las personas que los esperan. Sabe que está buscando ver una película en donde solo puede encontrar fotos, pero igual va, mira, escucha. ¿Qué busca?¿Qué buscamos? Tampoco podría definirlo con certeza. Que aprendan, que vayan contentos, que hagan buenos amigos, que los acompañen de un modo firme y amoroso en el descubrimiento de este país y este mundo, que los ayuden a resolver los distintos conflictos que pueden ir surgiendo, que las aulas sean inclusivas, que sean exigentes con el certificado de vacunas. También, que sea económica si es de gestión privada y práctica dada la alta demanda laboral de los padres en cuanto a horarios y pedidos. Las preguntas sobre la escuela de nuestros hijos nos hace preguntarnos con sinceridad cosas que a veces es incómodo respondernos.
“Tengo mis dudas acerca de si las familias tienen en cuenta las múltiples variables que impactan en la educación de sus hijos a la hora de elegir una escuela. En la escuela se aprende mucho más que contenidos conceptuales, se aprende a convivir con otros, a establecer vínculos, a resolver dificultades, y cuando digo dificultades no sólo hablo de las de índole cognitiva, sino también dificultades propias del crecer junto a otros en sociedad”, me dice en un audio de WhatsApp Carla Secco, licenciada y profesora en Ciencias de la Educación y especialista en formación docente con quien mantengo una conversación continua sobre este tema. “Hay muchos aspectos que hacen a la educación emocional, a la formación de hábitos, a los modos de observar y comprender el mundo que son parte de la tarea de la educativa en el contexto escolar, pero que por momentos parecería que quedan bajo la sombra de la demanda por una educación bilingüe, robótica, entre otros imperativos de época. Son muchas las dimensiones que hacen a la formación integral de un sujeto. La pregunta es qué hacen las escuelas para llevar adelante esta tarea en compañía a la educación que cada familia brinda en su casa. Los pibes y las pibas terminan aprendiendo en la escuela un montón de cosas que no están en el diseño curricular, ni el Proyecto Institucional, que tienen que ver con actitudes, modos de hacer, hábitos, modos de responder ante la dificultad, ante los conflictos con pares. Pienso que es imposible anticipar en una entrevista cuál será la experiencia que van a vivir nuestros hijos en su paso por una institución escolar. Tenés que vivir la escuela para saber si realmente responde a tus expectativas, si vos y tu hijo se sentirán cómodos y alojados en ese proyecto”, concluye Carla.
La escuela con nombre en inglés me gusta. Tiene una buena combinación entre una estructura clásica y opciones un poco más innovadoras. Veo en la pared un cronograma semanal con las materias que tienen cada día. Lo entiendo. Pero no olvido el dato de las personas que explícitamente me dijeron “No lo mandes ahí”. Llamo a una mamá de una nena de quinto grado. No está contenta, pero después de una conversación larga concluye: “Tengo amigas con hijos en cinco colegios y ninguna está muy contenta. Quizás es este momento”.
No lo descarto. Tengo esa sensación: con algunas excepciones, nadie está demasiado contento con nada. Los que van a la escuela pública se quejan de las horas libres, a veces de la infraestructura, y de los paros. Los de la privada se quejan de la cuota, de la cuota y de la cuota y si queda tiempo después de hablar de la cuota encuentran problemas en la resolución de conflictos entre los niños, algún enfoque que no les gusta o el nivel educativo desilusionante teniendo en cuenta… la cuota.
Hay un grupito de entusiastas a mi alrededor. Casualmente o no, son los que tienen a sus hijos en Las Escuelas Que Están De Moda. Se trata de un grupo de escuelas públicas –cada época tiene las suyas– y privadas –algunas de ellas caras, otras no– que tienen décadas de trayectoria y en las que es muy difícil conseguir vacante. Curioso: algunas de ellas, cuando yo era chica, eran más bien de nicho: para gente de mucho dinero o gente muy fina o gente de familia de inmigrantes o diplomáticos o gente de familias tradicionales y conservadoras. Hoy son escuelas muy buenas, según escucho, a las que algunos de mis amigos llevan a sus hijos. Y las recomiendan con cierto fervor.
Las Escuelas Que Están De Moda privadas, en general, no dan entrevistas individuales y muestran una seductora indolencia frente a los planteos personalísimos del tipo: “A Pepito le gusta mucho jugar con masa, ¿podrían armar un taller a contraturno de alfarería?”. En algunas hay un sorteo para entrar que es todo un hito familiar y a continuación se generan unas dramáticas listas de espera que solo las hacen más y más irresistiblemente deseables.
Hace varios años, cuando buscaba jardín, fui a una reunión grupal de una escuela que en ese momento estaba de moda y no conseguí sentarme en un asiento por la cantidad de gente que había. La directora, después de contar la propuesta –muy atractiva, por cierto–, tuvo una frontalidad desconcertante: “De todos modos, lamentablemente la mayoría de ustedes no va a poder entrar”.
Me seduce un par de Escuelas Que Están de Moda, aunque me quede más lejos que otras y aunque su propuesta horaria y cuota me condenen a malabares de todo tipo. Pero mi hijo tiene un padre que ante la sola mención de que avancemos con estas opciones encadena una serie de comentarios muy razonables e inteligentes que les traduzco de esta manera:
–No nos quedan cerca, no tienen buen inglés, no son del todo doble jornada.
La gente que tiene las cosas tan claras es resolutiva, pero genera conversaciones demasiado cortas. Por eso hablo mucho más de la posible educación de mis hijos con desconocidos con los que comparto esta obsesión circunstancial que con gente de mi más absoluta intimidad. En una reunión laboral, me encontré intercambiando fervorosamente opiniones sobre colegios con un señor que había conocido dos días antes pero que había recorrido como padre las instituciones que yo estaba investigando. La conversación, apasionada, nos llevó a cometer la grosería de dejar afuera a alguien que estaba en nuestra misma mesa. Le pedimos disculpas por estar hablando de algo que claramente no le interesaba, amén de que no tenía hijos. Nos sorprendió: “Igual ya sé a qué colegio los voy a mandar cuando los tenga: soy cristiano evangélico y hay una escuela que tiene desde jardín hasta secundario y ahí van todos mis sobrinos”.
Melina Furman termina su capítulo sobre cómo encontrar escuela con un recordatorio: “En la medida en que seamos conscientes de que no existe el colegio ideal, el que cumpla con todas nuestras expectativas y concuerde con todas nuestras aspiraciones, va a ser más sencillo también poder aceptar algunas cosas de la escuela con las que no acordemos, a sabiendas de que hay otros aspectos más importantes para nosotros que sí se cumplen”.
De a poco voy entendiendo que tal vez esta sea una búsqueda que no termine nunca o que dure años, incluso aunque encuentre un colegio que me guste la mayor parte del tiempo. Encuentro una cita interesante en un libro que publicaron en 2004 Laura Leibiker y Sandra Pugliesi que se llama, justamente, Cómo elegir la escuela de nuestros hijos. Las autoras –además de periodistas y editoras, madres en ese momento en búsqueda de escuela– recorren con profundidad una serie de tópicos a tener en cuenta sobre la organización educativa, las instituciones, las leyes y las prioridades de las familiares. El contexto de su investigación, comienzos de los 2000 en Argentina, huelga decir, también era uno en el que había pocas certezas y casi ninguna garantía de qué saberes o conocimientos se vinculaban al progreso o desarrollo de una persona. Entre otros especialistas, citan a Daniel López, con una frase que me gustó: “Un padre sólo puede aspirar a la satisfacción en el proceso, a valorar los aprendizajes y logros en su hijo, y no a una satisfacción total haciendo a su hijo objeto del proyecto propio”.
Pienso que esto podría aplicarse a todo en la crianza, incluyendo esta búsqueda que me quita el sueño –la variable de ajuste de la maternidad– pero me guía hacia preguntas interesantes e intimidantes. Preguntas sobre el aprendizaje, las habilidades y la amistad que, ya veo, no terminan con la elección de la escuela sino probablemente estén recién empezando.
NS