Un trabajo extraordinario: historias e ideas sobre maternidad y paternidad en Argentina es una exploración de lo que nos une y de lo que nos separa a los padres y madres que hoy, en un territorio tan vasto y desigual como el nuestro, contribuimos a la tarea titánica de criar a una persona. Un mapa de temas y problemas, un retrato de un estado de situación, un testimonio de las muchas formas en las que las personas atraviesan y se organizan para atender al desarrollo humano de los niños y las niñas.
Invitamos a los lectores y las lectoras a suscribirse a este newsletter y sumarse a esta exploración de los dilemas, las alegrías y las dificultades que convergen en el trabajo extraordinario que supone cuidar y criar hoy en Argentina.
Es mamá y acompaña en la vinculación de madres adolescentes con sus bebés: “Intento que no reproduzcan el maltrato que ellas sufrieron”
Marita hace malabares combinando la crianza en solitario de su bebé con un trabajo 24/7: el que implica ayudar en la vinculación de mamás adolescentes víctimas de violencia con sus bebés e hijos pequeños en el hogar Eva Duarte. En su historia aparece una pregunta generalmente pasada por alto: quién cuida a los hijos de las mujeres que trabajan en cuidados.
Si los ladrillos de la casa de Marita en Villa Ortúzar hablaran, podrían contar la historia de tres generaciones. Una mujer –su madre– que crió sola a sus dos hijos hasta que se puso en pareja con su gran amor y tuvieron al tercero; la muerte de ella a los 48 años por un cáncer de páncreas fulminante y la de él, muy poco tiempo después, y la reorganización familiar en medio de la tristeza y el desamparo: Marita, de 21, se hizo cargo legalmente de su hermana de 14, dejó la facultad de Psicología, se puso a trabajar limpiando casas y después como animadora de cumpleaños, además de jornadas part-time en una escuela de chicos con discapacidad. Mientras, su hermano se puso en pareja, tuvo un hijo, y trajo a su familia y la de su esposa a este mismo lugar. Pero un día, la mujer les cambió la cerradura y Marita, junto a su hermana que por entonces tenía 16, fue desalojada de su propia casa. Al poco tiempo, su hermana quedó embarazada, y ella aprendió y llevó a cabo una batalla para que no la echaran del colegio –decían que otras alumnas podían tomar “el mal ejemplo”– y pudiera terminarlo, cosa que logró: recibió su título secundario con 9 meses de embarazo.
Mientras resolvía múltiples problemáticas de su vida personal –recuperar su casa, lidiar con problemas de adicción de personas de su entorno cercano, reorganizar su vida ante la llegada de su sobrina–, Marita tenía cuatro trabajos pero todos los espacios de su vida tenían una raíz común: asistir a personas, especialmente niños, en situaciones de alto riesgo y precariedad. Eso incluía intervenir para que las instituciones los recibieran y pudieran retomar o empezar sus estudios, acompañar a víctimas de violencia, estimular a niños con desafíos en el neurodesarrollo en los primeros años de su vida.
Finalmente recuperó su casa, que prácticamente tuvo que reconstruir.
Todos esos obstáculos la hicieron retrasar su propia maternidad. Cuando tuvo tiempo y cabeza para darse cuenta de que era su deseo, tenía 40 años, no estaba en pareja y los datos duros no acompañaban: la médica le había dicho que era imposible que sucediera naturalmente porque tenía solo 2% de carga ovárica, por lo que empezó los trámites para realizar una fertilización in vitro con un donante. Pero una vez que estaba todo listo para dar el paso, sucedió lo “imposible”: Marita había quedado embarazada, para sorpresa de todos, especialmente de la doctora, de un chico que conoció una noche. Lo contactó por Facebook para darle aviso de que iba a continuar con el embarazo y él nunca apareció. Ella estaba feliz.
Antes y después de su embarazo, Marita trabajó en la central de la línea 144 de asistencia a víctimas de violencia de género (que arrancó en 2013 y que, en este momento, quedó notoriamente reducida en su ejecución presupuestaria y en su planta laboral), en hogares y en escuelas, terminó la tecnicatura sociocomunitaria en la Universidad Nacional de Avellaneda y certificaciones en violencia familiar y estimulación temprana. Hace once años empezó en el hogar Eva Duarte, de la ciudad de Buenos Aires, que atiende a una población específica: madres adolescentes, muchas veces víctimas de violencia, y sus hijos, en general bebés y niños menores de 5 años. Pero fue desde hace dos años que el trabajo adquirió una nueva pátina: su hija tiene una edad muy similar a los bebés a los que asiste todos los días.
Los primeros años de vida, un momento clave
En el centro de Chacarita, el Eva Duarte está escondido en los recovecos, en los márgenes de otro hogar enorme dedicado a adultos mayores. La escalera que desemboca ahí está precedida por cochecitos y la recepción, luminosa, aparece ilustrada por un mural con fondo verde, con una foto de Eva Perón hecha collage: su puño levantado tiene en la muñeca un pañuelo verde y de su cabeza sale una viñeta con la frase “Al patriarcado lo vamos a tirar!”. El mural se ve a medias: está tapado por varios tenders que se acumulan con ropita de bebé.
Pero además, en un contexto de precariedad social, la infancia está sufriendo particularmente. Según la octava ronda de la encuesta de Unicef sobre la situación de Niños, Niñas y Adolescentes en Argentina, el 82% de los hogares encuestados indicó que los ingresos no les alcanzaron para cubrir los gastos asociados a su manutención. El informe destaca que particularmente aparecen dificultades en afrontar gastos para comprar libros, hacer excursiones o salidas, el transporte, el calzado y la vestimenta. Según los datos más recientes publicados por el mismo organismo, un millón y medio de chicos tienen que saltearse una comida diaria por falta de dinero y un millón de niños y niñas se va a dormir sin cenar.
El hogar Eva Duarte, que está dentro del área de Violencia de Género del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y sufrió dos despidos a comienzo de año, tiene la particularidad de atender a menores de diferentes edades y en diferentes roles: adolescentes entre 14 y 18 años aproximadamente, y niños pequeños; madres e hijos.
–Uno muchas veces trabajando con las jóvenes ve que este hogar es la única impronta de hogar que han tenido“ cuenta Laura Da Re, jefa de las unidades convivenciales en el marco del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que trabaja en contacto con Marita y con todo el equipo de mujeres a cargo ”del Eva“, como le dicen de manera coloquial. ”En un momento tan complejo como es el proceso de embarazo o maternidad con un bebé chiquito, en donde hay poco de qué agarrarse, con redes protectoras que no existen, acompañamos procesos de muchísima vulnerabilidad“.
Las mujeres llegan embarazadas o con bebés muy chicos a través del Consejo de los derechos de niños, niñas y adolescentes, generalmente luego de una situación de violencia o abuso. A veces, es el jardín de infantes el que detecta que algo no está bien con el niño. Otras, desde los mismos hospitales en los que han parido que ven que la mujer y su bebé no tienen red. El ingreso es, de todos modos, voluntario, tanto como el egreso. En la actualidad, se establece que un hogar de estas características es una intervención solo para casos de alto riesgo.
En el Eva Duarte hay dos piezas y espacio para hasta 16 díadas, que viven ahí hasta los 18 años de la mamá, o hasta los 20 en algunos casos.
Cecilia Gabella, psicopedagoga del hogar, cuenta cómo es el día a día: “Trabajamos mucho en la vinculación de esa mamá con ese niño. Lo primero es conocer a esa jovencita que ingresa, cómo le puso el nombre al bebé, cómo llegó ese embarazo a su vida. Después, todo lo cotidiano: las primeras veces bañamos juntas al bebé, las vas observando, les vas sugiriendo: ‘quizás un juguete te ayuda’, ‘¿viste cómo le gustó eso que hiciste?’”. Las historias son variadas, y el equipo no da nunca por sentado nada: ni que las adolescentes saben leer o escribir, ni que saben que hay que ponerse champú en el pelo para lavarlo o que la temperatura del agua con la que bañan al bebé no debe estar ni muy caliente ni muy fría. “Pero también –agrega Gabella– partimos de la base de que ellas traen un saber y una historia y tienen su impronta: no buscamos que sean todas iguales sino que puedan desarrollar su modalidad de crianza singular”. Eso es uno de los desafíos, pero no el único.
“Las chicas reproducen los mandatos y los modos en los que fueron criadas. Modificar eso es el proceso más difícil”, agrega Da Re. “Quizás vos la acompañás y cuando te diste vuelta le está diciendo al nene ‘Salí de acá que me estás molestando’, entonces volvés otra vez a trabajar en el vínculo. Hay muchas veces que las mamás no les pueden dar a los hijos algunos cuidados, pero eso suele ser propio de ejercer la misma maternidad que la maternó a ellas o de ser una adolescente con una situación de abuso o que está luchando con esto de tener que interrumpir su adolescencia por convertirse en madre a esa edad”.
Cada vez hay más estudios sobre cómo la adversidad en la etapa infantil afecta no solamente la posición subjetiva de esos niños sino también sus cerebros y sus cuerpos. Quienes estudian este impacto incluyen como adversidad el maltrato, el descuido y la inestabilidad familiar. La violencia de género contra la cuidadora principal puede ser una de las situaciones que componen esta inestabilidad. A la vez, se sabe que las intervenciones tempranas en niños pequeños tienen efectos decisivos en su desarrollo, mucho más allá de los 5 años. Pero además, como señala Carolina Maldonado Carreño, especialista en educación de la Universidad de los Andes, “el desarrollo infantil es un proceso individual de cambio que tiene lugar en la interacción con otros y en la participación en las prácticas y los contextos que son culturalmente relevantes en los que transcurren la vida de los niños”.
Marita trabaja hace once años con las mamás y los bebés. Una de las cosas que observa es que muchos nenes son “poco hablados”, algo en lo que coincide todo el equipo. “A veces una mamá le está cambiando el pañal y hay mucho silencio… Entonces nosotras acompañamos ese momento nombrando las partes del cuerpo por ejemplo para ayudar al desarrollo de ese bebé”, explica Gabella. Hay evidencia sostenida sobre lo importante que es el ida y vuelta entre los cuidadores y los bebés, incluso cuando todavía no hablan o balbucean. Esas interacciones, cuando el adulto puede responder con su mirada, contacto y palabras a las quejas o expresiones de un bebé, tienen efecto no solamente en el habla sino en las conexiones neuronales y el desarrollo de su cerebro.
El objetivo de las mujeres que conforman este equipo es estimular a los nenes, la mirada de sus mamás hacia ellos y su “empoderamiento”: que sepan que ellas pueden maternar, que aprendan a confiar en ellas mismas.
“El tiempo de hogar tiene que ser el menor tiempo posible”, señala Gabella. “Pero nosotras tratamos de que las mamás entiendan que tienen que aprovecharlo para terminar sus estudios secundarios y para estar más tranquilas. A veces las familias están tan devastadas que no habían tenido esa oportunidad antes”.
Quién cuida a quién
Marita recuerda cómo hace poco uno de los nenes de 3 años del hogar empezó a hacer “no” con el dedo por primera vez. Y después de esa alegría tomó conciencia de algo que la amargó un poco: no tiene ni idea de cuándo su propia hija empezó a hacerlo. Seguramente fue en el jardín.
Es que combinar un trabajo de cuidado con las tareas de cuidado y crianza de su propia hija de un año y medio estando sola no es fácil. No lo es para nadie, pero en alguien que trabaja con bebés de la misma edad de su hija, el cruce genera preguntas logísticas para las cuales los sistemas no suelen dar respuestas suficientes. La OIT habla de un “círculo” en el que el trabajo de cuidados no remunerado, el trabajo remunerado y el trabajo de cuidados remunerado se influencian entre sí. Eleonor Faur, experta pionera en estudios del cuidado, agrega una parada más a este círculo: cómo influye en la calidad del cuidado no remunerado de estas trabajadoras a sus propios hijos el hecho de trabajar en el área de cuidados.
La hija de Marita va al jardín 6 horas y ella corre: la deja y sale apurada a la parada, ultimando arreglos de planes o cuestiones logísticas con otras madres en movimiento; pelea para que le dejen terminar antes la eterna adaptación a principio de año y se estresa cuando observa que, por ejemplo, no hay propuesta de colonia de verano o invierno públicas para personas que trabajan por la tarde.
Su trabajo es, además, “24/7”: hay situaciones que exigen su intervención o conversación en cualquier horario y contexto, o tareas administrativas que muchas veces termina resolviendo desde su casa, mientras intenta que su hija no intervenga con los deditos llenos de banana sobre el teclado. Su hermana menor, cuyos hijos ya son más grandes, la ayuda. Y Marita cuando fue mamá dejó otros dos trabajos con los que complementaba este: una guardia nocturna y una escuela de integración por la mañana. “Era cambiar plata. Y yo a mi hija la tuve para tenerla, que está conmigo. Me acomodé para que vaya al jardín en el horario que yo trabajo, salgo la paso a buscar y vengo”.
También, reconoce, ser madre le dio una perspectiva distinta para encarar sus diversos trabajos: “Me volví más sensible. Este trabajo te endurece”. Marita pone de ejemplo ese borde complejo entre intervenir o no intervenir cuando, por ejemplo, ve a un nene que necesita un cambio de pañal, pero la mamá no lo está viendo. Ahí es cuando usa su propio ejemplo como mamá como para generar una conversación. “Antes, desde el libro, hubiera repetido cosas que sonaban hermosas. Ahora puedo ser un poco más empática con el deseo del otro o con el cansancio. De verdad, realmente, si no hay deseo de maternar no sale. Las chicas que pasaron por este hogar a veces ni siquiera tuvieron pañales cuando eran bebés. O te dicen: ‘yo dormía en el piso’”.
Sus reflexiones sobre crianza cruzan su trabajo, su presente y también su biografía, la forma en la que ella fue criada.
–Mi mamá era bastante sobreprotectora. Ahora trato de hacerla bastante más independiente a mi hija. Hay una parte en la que cuando hacen las cosas por vos empezás a sentir que no estás capacitada para hacerlo, aunque sea desde el amor. Yo cuando se murió no sabía ni cómo se pagaban las cuentas. En el hogar me he cruzado con nenes que quizás eran “demasiado” autónomos. Por un lado decís está perfecto porque van a estar preparados para resolver problemas, pero por otro ¡déjame sostenerte la mamadera, relájate! Tienen un año u 8 meses y ya se sostienen la mamadera. O no lloran. Algunas madres reproducen esa idea de “si lo tengo mucho en brazos lo voy a malcriar”. Tratar de desarmar esos conceptos cuesta mucho. Lo mismo sucede con el maltrato que ellas sufrieron. Hay nenes que he conocido que venían de situaciones de violencia y se tapaban con sábanas cuando se acercaba la mamá. Por eso yo siempre festejo cuando los nenes gritan, corren, se expresan. Ellos son criados en un contexto de amor. Un nene de cinco años que fue alimentado, no fue castigado, tuvo abrigo, juego, alegría y gente, que no estaba solo… Eso va a ser que el día de mañana elijan también otro contexto. Y se rompe un poco el círculo de violencia.
Cuando hace un recuento de su vida y su vocación, encuentra que en muchas de las situaciones que vivió hubiera necesitado “una Marita”, alguien la la asistiera o que al menos le indicara dónde podía golpear una puerta para reconstruir sus costados rotos: “En uno de mis trabajos hacíamos recorridos nocturnos y muchas veces hablabas con gente viviendo en la calle y yo pensaba: es gente con muchos recursos, solamente necesitaban un contexto, las redes y una mano”.
Pocas cosas le dan más alegría que ver a las mamás y a los nenes que ella conoció como trabajadora social creciendo de manera saludable, continuando sus estudios. A veces la contactan por Facebook y a veces la visitan. En otros casos, dice, hay mujeres que “no pudieron sostener el empoderamiento” y vuelven a caer en relaciones violentas. Otras veces, la continuidad de esas mamás y esos niños sigue siendo muy precaria, sin amparo por parte de ninguna red familiar ni estatal.
El trabajo la enfrenta a Marita cotidianamente con una de las facetas más duras de la desigualdad y la vulnerabilidad: el desamparo de niños y niñas que nacen en contextos críticos y están atravesados por violencias varias. En ese contexto, las personas que trabajan en el cuidado más y menos institucionalizado hacen una diferencia fundamental.
–Este trabajo es como la maternidad: sin deseo no lo podés llevar a cabo.
*Para realizar esta nota, su autora recibió una beca en el marco de la iniciativa Periodismo sobre Primera Infancia del Dart Center for Journalism and Trauma (Universidad de Columbia)
NS/MG
Si los ladrillos de la casa de Marita en Villa Ortúzar hablaran, podrían contar la historia de tres generaciones. Una mujer –su madre– que crió sola a sus dos hijos hasta que se puso en pareja con su gran amor y tuvieron al tercero; la muerte de ella a los 48 años por un cáncer de páncreas fulminante y la de él, muy poco tiempo después, y la reorganización familiar en medio de la tristeza y el desamparo: Marita, de 21, se hizo cargo legalmente de su hermana de 14, dejó la facultad de Psicología, se puso a trabajar limpiando casas y después como animadora de cumpleaños, además de jornadas part-time en una escuela de chicos con discapacidad. Mientras, su hermano se puso en pareja, tuvo un hijo, y trajo a su familia y la de su esposa a este mismo lugar. Pero un día, la mujer les cambió la cerradura y Marita, junto a su hermana que por entonces tenía 16, fue desalojada de su propia casa. Al poco tiempo, su hermana quedó embarazada, y ella aprendió y llevó a cabo una batalla para que no la echaran del colegio –decían que otras alumnas podían tomar “el mal ejemplo”– y pudiera terminarlo, cosa que logró: recibió su título secundario con 9 meses de embarazo.
Mientras resolvía múltiples problemáticas de su vida personal –recuperar su casa, lidiar con problemas de adicción de personas de su entorno cercano, reorganizar su vida ante la llegada de su sobrina–, Marita tenía cuatro trabajos pero todos los espacios de su vida tenían una raíz común: asistir a personas, especialmente niños, en situaciones de alto riesgo y precariedad. Eso incluía intervenir para que las instituciones los recibieran y pudieran retomar o empezar sus estudios, acompañar a víctimas de violencia, estimular a niños con desafíos en el neurodesarrollo en los primeros años de su vida.