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Bezos, Musk y Zuckerberg apuestan a una nueva versión de sí mismos, más parecida a los habituales magnates de medios

Mark Zuckerberg, Lauren Sánchez, Jeff Bezos, Sundar Pichai y Elon Musk, en la toma de posesión de Donald Trump el 20 de enero en Washington.

Natalí Schejtman

15 de marzo de 2025 00:00 h

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Hace unos años, una comedia muy graciosa sobre el mundo de las start-ups llamada Silicon Valley retrató con filo las distintas escenas de la nueva industria millonaria: oficinas que se parecían a hostels, gurúes brillantes y extravagantes, reunionismo con inversores, robos de ideas entre pares y una combinación novedosa entre lumpenaje y millones de dólares. En algún capítulo, mostraban un típico evento de presentación de productos para levantar inversores en el que absolutamente todas las empresas tenían el mismo leitmotiv como objetivo de su emprendimiento digital mientras apuntaban a romperla y eventualmente a ser vendidos por unos cientos de millones de dólares: making the world a better place, hacer del mundo un lugar mejor, entre otros lugares comunes de la industria. 

Esa frase –ya en su fase paródica– decía mucho del espíritu original de Silicon Valley y contenía los residuos del momento más utópico del comienzo de internet: horizontalidad, participación ciudadana, revolución. “Don’t be evil” (No seas malo) funcionó como slogan informal de Google hasta el 2015, cuando fue modificado por “Do the right thing” (haz lo correcto), mientras la academia se entusiasmaba pensando la plaza pública digital, una idea que tuvo cierto apogeo durante la primavera árabe, en la que parecía que las redes sociales podían ayudar a los ciudadanos a enfrentarse y organizarse contra regímenes autoritarios.

La mirada pública sobre Internet cambió progresivamente, mientras los empresarios de tecnología se acomodaban en los primeros puestos de las listas de Forbes y el estallido de escándalos como el de Cambridge Analytica llevaban a pensar en los algoritmos y las plataformas como agentes de extracción compulsiva de datos y manipulación.

El primer gobierno de Trump, pandemia incluida, fue un terremoto para estos empresarios y sus plataformas. Mientras que registraron, usufructuaron y/o promovieron una conversación pública cada vez más polarizada, empujaron, algunos con más entusiasmo que otros, una agenda de responsabilidad sobre determinados contenidos. Meta, propiedad de Zuckerberg dio pasos rimbombantes al respecto: primero creó una Corte de expertos para aconsejar sobre casos sensibles de moderación y durante la pandemia estableció una alianza con fact-checkers para bajarle la visibilidad a posteos con información falsa. 

La imagen de que se estaba ocupando de los contenidos que en su plataforma se publicaban atacaba uno de los puntos más sensibles de su definición misma: ¿son solo una bandeja de contenido ajeno o tienen responsabilidad en eso que publican? 

El segundo gobierno de Trump ya dio muestras de una nueva etapa explícita de magnates tecnológicos hiperpersonalistas y sentados en la primera fila del poder político, o incluso ocupando cargos. En algunos casos implica giros de 180 grados respecto de lo que habían pregonado estos mismos actores poco tiempo atrás y, curiosamente, los acerca, en algunos aspectos, a viejos y conocidos magnates de medios tradicionales de los que en general se querrían diferenciar. 

Hace unas semanas, Mark Zuckerberg anunció que Meta ya no confiaría en los verificadores de noticias en un video que es una perlita para graficar el clima de época 2025: en él, se planta en contra de la moderación, que es interpretada como una intervención censora, en contra de los verificadores externos, con reiteradas críticas a los medios de comunicación y sustentado una y otra vez por una idea de libertad de expresión muy vaga y naif. “Construí una red social para darle una voz a la gente”, dice, mesiánico. Cuando ejemplifica en qué contenidos no quiere que haya más restricciones pone los ejemplos de la inmigración y el género. Paradójicamente, mientras habla una y otra vez de volver a los orígenes, o del “sesgo político” de los verificadores, el video deja en claro cómo estos líderes tecnológicos tienen posicionamientos editoriales e ideológicos muy sensibles a la coyuntura cuando deciden avanzar o no con determinadas políticas internas. 

El caso de Jeff Bezos es de algún modo más clásico. Cuando compró el Washington Post en 2013 a US$250 millones, eso significó un alivio para una empresa centenaria que agonizaba y generó una curiosidad genuina: cómo iba a converger una industria pujante (las plataformas) con una agonizante (el periodismo). Martin Baron, celebridad periodística que cuenta con su propio personaje en Spotlight, ganadora de un Oscar, publicó el año pasado un libro sobre Bezos, Trump y el Washington Post, que lideró durante ocho años, que empieza describiendo cómo el fundador de Amazon fue castigado por la gestión Trump por no controlar editorialmente al WaPo. En su libro, Baron menciona sus intervenciones en el negocio en cuanto a profesionalizar las métricas, el muro de pago y toda una estrategia a mediano plazo, y remarca cuánto Trump había insistido directamente sobre Bezos, durante su primer mandato, para conseguir que controlara la línea editorial y cuánto Bezos lo había rechazado. No lo decía Baron con tanto detalle, pero seguramente como cabeza del staff estaba también contento con el upgrade en los eventos internos del Post, con langosta y bandas en vivo, como cuenta Nikki Usher en su libro News for the Rich, White and Blue cuando describe el salto de glamour que dio el diario centenario como una isla en un mar cada vez más precario y moribundo. Tal vez Baron haya sospechado que iba a tener que publicar una secuela de su libro radicalmente diferente cuando en noviembre del año pasado el dueño de Amazon sorprendió al mundo declarando por qué su diario no iba a apoyar públicamente a ningún candidato. En su justificación, Bezos mostraba que ideas sobre el periodismo no le faltan: “La mayoría de la gente cree que los medios de comunicación son parciales. Quien no lo vea está prestando poca atención a la realidad, y quienes luchan contra ella pierden”, dijo, defendiendo que el apoyo a determinado candidato iba a generar una percepción de sesgo en la audiencia.  Tiempo después posteó, orgulloso, que a partir de ese momento la sección de opinión solo publicaría a colaboradores que apoyaran ideas de “libertades personales y mercados libres”. 

Mientras que esta semana el nuevo editor a cargo dio pistas de la estrategia para recuperar suscriptores –“menos texto en total, más en impacto” y mayor foco en el mercado nacional–, la película The Apprentice –una biopic de Trump– fue adquirida por Amazon Prime video, su plataforma audiovisual. 

Tanto Zuckerberg como Bezos parecen haber sido alcanzados por el fervor y la crudeza de Elon Musk, el caso más extremo. Cuando compró Twitter por US$44.000 millones y echó a buena parte de los equipos de moderación, dejó en claro muy rápidamente que su influencia se iba a notar en los contenidos: no solo volvieron al feed cuentas que habían sido bloqueadas, sino que la suya propia empezó a ser omnipresente, esparciendo noticias falsas, ataques y retuits frenéticos y continuados. Entre otros blancos, su odio a los medios tradicionales –a los que acusa de propaganda y censura– es especialmente visible y enardecido, como analiza el libro Control de caracteres: Cómo Elon Musk destruyó Twitter, de Kate Conger y Ryan Mac, según este extenso análisis de la relación entre Musk, X y los medios.

Pero estas confluencias están llenas de novedades y recurrencias. Así como la llegada de Musk impactó en bajarle el volumen a los medios de comunicación tradicionales o periodísticos, la compra de Twitter busca cierto tipo de influencia para Musk en la opinión pública –aunque él lo haya dicho en los términos extravagantes de “ayudar a la humanidad”–, uno de los más viejos argumentos por los cuales los empresarios millonarios se han interesado en el periodismo. La explosión de BlueSky, especialmente visible luego de que Musk asumiera una posición trumpista más militante y luego como funcionario en el gobierno, sugiere que las audiencias parecen sumar preferencias ideológicas a la elección por una plataforma u otra.

Con el trasfondo de nuevos e inimaginables productos de la inteligencia artificial y la guerra comercial con China, después de estrategias más discretas, los gigantes tecnológicos estadounidenses pasaron a una etapa públicamente explícita en cuanto a su influencia real y potencial y a la búsqueda de su propia definición de lo que es la libertad de expresión. Eso incluye en todos los casos una congregación ambiciosa entre infraestructura y contenidos, ilustrando con una obviedad sin precedentes cómo las plataformas pueden tener una línea editorial aún si se basan en contenidos escritos por otros, algo históricamente evidente para los magnates del periodismo pero más discutido para los tecnológicos. A este ritmo, no sería descabellado que una próxima película sobre Silicon Valley no sea una comedia indie con protagonistas desgarbados y neuróticos, sino una superproducción de Marvel, con corporaciones todopoderosas, héroes y villanos temibles y armas hasta ahora desconocidas.

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