Los últimos kilómetros antes de entrar en territorio catamarqueño habían sido auspiciosos. La falta de uniformidad de los cultivos, la geometría amorfa del campo, más parecida al monte, y la diversidad de colores me sugirió que la frontera de agroquímicos no se extendía hacia el norte. Me obligué a creerlo, aunque era probable que la soja ya hubiera avanzado por todo el país.
Lo que seguía —una vez traspasado el imponente arco de adobe y piedra con la inscripción “Catamarca, un valle de energía verde”— era más bien deprimente. Los costados de la ruta eran extensiones ocres de arbustos y algunos pocos árboles, todo muy seco y carente de vida.
La reacción de Miguel, mi amigo catamarqueño, al mensaje (“qué hacés viejo, estoy llegando a Catamarca, necesito un lugar donde dormir, después te explico”), había sido funcional: “Dale. Mandame el número de tu patente. Pasado el se gundo check point dos motos de la policía te van a acompañar hasta el estacionamiento del Hotel Ancasti, a metros de la plaza central. Escribime cuando llegues”.
Como mi mensaje había sido práctico, no iba a cuestionar su respuesta, ni preguntarle por qué había check points en el ingreso a Catamarca, y por qué iba a ser escoltado por la policía.
Como sea, el primer puesto de control apareció pasados unos doscientos kilómetros del arco de bienvenida. Mi primera reacción fue de sorpresa y hasta de cierto entusiasmo. El orden y la parafernalia del dispositivo policial eran dignos de una potencia del primer mundo. Primero, una fila de conos colorados que se extendía a lo largo de unos quinientos metros, reductores de velocidad en forma de serruchos, carteles de velocidad eléctricos, y la presencia de dos hombres: uno con un chaleco amarillo que daba indicaciones con una suerte de garrote iluminado, y otro que portaba una ametralladora reluciente, y parecía despreocupado por mi avance. Después, tres filas de motos policiales, y dos de 4x4 con faros encendidos sobre el techo, a cada lado de la ruta, y por último una barrera de paso custodiada por un hombre con chaleco amarillo y otro con ametralladora. Cerca de ellos, había una oficina desmontable de color blanco que se elevaba por sobre la tierra, y de cuyo techo emergía un pequeño mástil con una bandera que, estimé, sería la de la provincia. En el entorno, la más negra oscuridad.
Aminoré la marcha y bajé la ventanilla a la espera de dia logar con el hombre del chaleco amarillo, pero cuando falta ban unos veinte metros para alcanzar la barrera, se elevó de forma automática.
El segundo check point era igual de imponente, pero más grande y burocrático, como si la provincia recibiera una cantidad coNsiderable de personas por día. Crucé un ingreso similar al anterior, después del cual varios hombres con chalecos amarillos me condujeron hacia el estacionamiento de un edificio de dos plantas, de una extensión de unos cien metros, junto a una estación de servicio con un enorme cartel que decía “SÓLO ELÉCTRICOS”.
Apenas apagué el motor del auto una mujer se acercó a la ventanilla y dijo que me harían un “pequeño cuestionario de rutina” antes de ingresar a la provincia, que debían asentar en el sistema. Aunque no lo esperaba, respondí que bien, por supuesto, y ella agregó que en unos minutos vendría una compañera suya a concretar lo anunciado.
Me sentí algo extraviado, temeroso de dar un paso en falso, como si me encontrara en otro país, con otras leyes y costumbres; la situación era parecida a mis primeros viajes en Europa, cuando debía atravesar el sector de Aduana en los aeropuertos y aunque contaba con los documentos en regla me ponía nervioso y temía algún contratiempo.
—Buenas noches señor Novak —dijo ahora una mujer corpulenta con uniforme militar, aunque no tenía logos de Gendarmería ni de las Fuerzas Armadas.
—Buenas noches, qué tal.
—Primero necesito tomarle una foto —dijo, y preparó un smartphone para fotografiarme ahí mismo.
—Sí, claro —dije, ahora sí más temeroso que cuando me enfrentaba al control de pasaporte en alguna capital europea.
—Bien. Me han dicho que no tiene claro por cuánto tiempo va a quedarse en la provincia, ¿tiene alguna idea? Con esa segunda pregunta comprendí que Miguel había dado mis datos, y por eso la mujer sabía mi apellido. —La verdad que no lo sé, pero quizás me quede algunos meses, entre tres y seis.
—Entendido —dijo la mujer, que no se esforzaba en ab soluto por ser cordial—. Dígame, ¿tiene algún propósito su visita a Catamarca?
—No. No en concreto, la verdad. Vengo a visitar a un amigo, y quizás viva unos meses acá.
—Entendido —repitió, y siguió más cortante—; ¿qué hace para vivir?
La pregunta me descolocó, se prestaba a muchas respuestas. —¿A qué se refiere? —pregunté.
—¿Cómo se gana el pan?
—Ahh, jaja… —me reí para intentar ser simpático— soy diseñador gráfico freelance.
—Entendido —dijo ella otra vez—. Puede marcharse por aquí atrás. Mis compañeros van a guiarlo al centro. Buenas noches. —Buenas noches —dije, y me apuré a mirar en la dirección que me había indicado para salir, donde ya esperaban dos po licías con sus motos encendidas.
Apenas dejé el estacionamiento los agentes motorizados se ubicaron en los laterales, y luego, al ingresar en la ruta, se ubicaron uno adelante y otro atrás. El que iba atrás, que podía ver por el espejo retrovisor, me pareció asiático, por los ojos achinados y la forma aplastada de su nariz, aunque también podía ser un descendiente de aborígenes; tampoco sabía si en Catamarca existía inmigración asiática o si hubo una mezcla profunda con los originarios, nunca me interesó.
Después de atravesar unos pocos kilómetros por una ruta en mal estado y con numerosos parches de asfalto la ciudad mostraba un paisaje de viviendas precarias y comercios olvidados, y lo primero que llamó mi atención fue un gran cartel de propaganda política, eléctrico y animado, de estilo futurista, con una prédica algo desconcertante: “Catamarca, más que una provincia”; y otro, ubicado unas cuadras más adelante sobre la avenida que nos llevaba a la plaza del centro: “Catamarca avanza por sí sola”.
El hotel al que me condujeron los policías, por suerte, era parecido a cualquier otro hotel de tres estrellas de los que había visto en el resto del país, y el personal que me atendió no parecía tan tosco como los de los controles para entrar a la provincia. Lo único inesperado fue que ya conocían el tiempo de mi estadía: “Según tengo entendido, señor Novak, va a quedarse en el hotel una noche”, me dijo una morocha bajita y amable. Supuse que Miguel habría resuelto también este tema, y dije que sí.
Cuando subía en el ascensor sentí que un cansancio amontonado caía sobre mis hombros; a eso se le sumaba una pérdida repentina de la ubicación física y temporal.
El quiebre radical de mi rutina no estaba siendo bien procesado por mi mente.
Pensé en buscar alguna serie en la televisión, pero el control remoto no tenía botones y estuve varios minutos tratan do de entenderlo. Al final entré a un sector de aplicaciones entre las que se encontraba una app llamada Chin Zhou, que no conocía, y un canal de música folklórica. Me harté de no lograr entenderlo y recordé que en la mochila guardaba medio porro del día anterior. Caminar unos pasos por la plaza catamarqueña y fumar algunas pitadas podía venirme bien.
La calle estaba prácticamente vacía, y los comercios —de zapatos, productos artesanales, y carcazas de teléfonos celulares— estaban cerrados. Casi no había gente deambulando, y sí algunos pocos autos. No sé qué temperatura hacía, pero cuando el viento soplaba (despacio, no el zonda al que solía hacer referencia Miguel), arrastraba una ligera corriente templada.
Cuando llegué a la esquina de la plaza principal me encontré de frente con la Catedral imponente, de un rosa avejentado, frente a un pasaje de adoquines con farolas. Casi sobre el perímetro del lugar, cuando concluía el adoquinado, encontré un banco y me senté a fumar.
La noche estaba solitaria y deprimente (la luz de las faro las contrastaba con una plaza sumida en la oscuridad entre árboles de gran follaje). A lo lejos se oía una cumbia, y la posibilidad de que esa fuera la música de un bar o una cervecería me hizo recordar esos locales nefastos con cerveza artesanal y conos de papas fritas que se expandían como una plaga en Buenos Aires.
Antes de que el faso me dejara fuera de combate saqué el teléfono y le escribí a Miguel para avisarle que estaba instalado. Su respuesta llegó casi enseguida y fue igual de concreta que su mensaje anterior: “Mañana a las 8 desayunamos en el café que está frente al hotel”.
Antes de guardar el teléfono pensé en llamar a Laura y dejarla hablar, que me contara algo, cualquier cosa que me hiciera sentir igual que cualquier día anterior. Pero el porro había empezado a hacer lo suyo, y me fui dejando llevar por los detalles de la gran iglesia: la imagen de una virgen de pequeños mosaicos sobre la puerta principal; el reloj de agujas, en aparente funcionamiento, el campanario doble... Estaba por fin relajado, depresivo y relajado para ser más preciso, hasta que una voz robotizada rompió mi calma, y tuve que incorporarme asustado sobre el banco.
—Señor Novak, el consumo de marihuana en la vía pública está penado por ley provincial. Esta acción podría restarle créditos sociales.
Frente a mí había un robot de forma circular con una plataforma de ruedas, que al hablar irradiaba una cinta de luz verde eléctrico sobre una pequeña pantalla frontal; el aparato parecía mirarme.
Me quedé perplejo, sin poder entender qué hacía un robot ahí, y cómo era posible que supiera quién era yo y qué estaba fumando. Miré a un lado y a otro pero no había nadie, nadie que pudiese sorprenderse como me había sorprendido yo, o que pudiera darme una explicación.
El robot seguía a un metro de distancia, como si me analizara en silencio.
—Señor Novak, de persistir en su infracción deberé comu nicarme con la policía... —dijo el aparato antes de emitir otros sonidos en una lengua extranjera, un par de expresiones indescifrables que me alteraron aún más.
Me puse de pie, tiré lo que quedaba del porro y me alejé apurado, volviéndome cada tanto para ver qué hacía el robot (parecía aspirar la tuca como una aspiradora).
Cuando atravesé la recepción del hotel pensé en preguntarle a la morochita por la existencia de ese aparato extraño, pero las flores habían sido tan potentes que preferí seguir de largo a la habitación.
Una vez adentro tomé agua, le di un par de bocados a un salamín que había comprado a la salida de La Falda, y me metí en la cama. Antes de dormirme abracé la almohada casi temiendo que en medio de la noche un tsunami incontrolable arrasara a la pequeña ciudad, y a mí con ella.
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AF