Nunca me pasó con una serie lo que me está pasando con la de Fito Páez.
La vi todo el tiempo con los ojos llorosos y, por momentos, llorando fuerte, a moco tendido. Pero no con los momentos trágicos, que son muchos, sino con los instantes de amor, de amistad, de relaciones familiares... Reminiscencia de nuestra juventud.
Pero la serie no es sobre Fito como pareciera. Es sobre el amor (los primeros), la amistad juvenil, la familia, viaje directo a nuestra amada adolescencia. Una verdadera explosión de nostalgia para los cuarentones como yo.
Confieso que la fui viendo de a poco, como si se tratara de un buen whisky que se saborea despacio.
Creo que una de las cosas que más conmueve son esos lazos y vínculos de amor y amistad que existían en esas épocas. Muy distintos a los actuales que se encuentran hegemonizados por la cultura del descarte y la inmediatez. El actual protocolo social de generar y mantener vínculos frágiles, que aparecen y desaparecen como si nada (fantasmagóricamente), donde hoy sí y mañana ni me acuerdo. Donde todo es cálculo y estrategia y nada de corazonada. Donde sólo importa el goce propio e inmediato aún si con eso se descuidan los afectos. Un gran desinterés por el otro, sin importar si le haces daño. Relaciones mediadas, hoy día, por pantallas y aplicaciones que contrastan con la presencia, los abrazos, las terrazas y las juntadas que se ven en la serie (con excepción de algún teléfono público, previo conseguir un cospel)
Y tiene detalles, muy pensados, que disparan recuerdos de nuestras infancias. El primer plano de los ravioles de la abuela, los autos, los cassettes, las veredas, la casa. Y un viaje directo a la secundaria, a las trasnochadas con amigos y amigas tirados en una cama escuchando música con las paredes llenas de posters de nuestros ídolos. Las complicidades juveniles para desafiar al mundo, los enamoramientos y decepciones. Por eso tenemos los ojos húmedos toda la serie. Emociones que estaban dormidas, se despiertan y te parten como un rayo.
Es que la serie, excepto por la singular genialidad de Fito, en realidad es como vernos a nosotros mismos retrospectivamente.
Las actuaciones son geniales. La de la actriz Micaela Riera, como Fabiana Cantilo, es deliciosa. La interpretación perfecta del amor juvenil que alguna vez nos atravesó: rebelde, salvaje, indomable, intenso. Y la de Martín Campilongo (Campi), haciendo del padre de Fito, es superlativa. Sin tener la personalidad de mi viejo, me llevó directo a él. En definitiva, ella interpretaba a un amor y él a un padre, y el enorme logro de ambos es llevarnos a cada uno de los nuestros, aunque sean bien distintos.
Por supuesto que ayuda para la fascinación que estén reflejados los super iconos del rock argentino. El casual encuentro con el Flaco Spinetta. La escena donde toca, en vivo, Virus dan ganas de un spin off sobre Federico Moura y su fascinante vida. Pero también me pregunto ¿cómo no hay una sobre Charly? Y con varias temporadas. Incluso una sobre el productor Daniel Grinbank, que las vivió todas. En realidad necesitamos una especie de Universo Marvel pero del rock argentino.
Fito fue la banda sonora de nuestras vidas. En realidad todo el rock nacional lo fue, por eso lo llevamos tan adentro del corazón. De eso no hay duda. Teníamos un tema musical para cada momento de nuestras vidas. Cuando andábamos de amores o de desamores, siempre había una canción que aparecía para ese instante de gloria o sufrimiento. Nuestro cable a tierra.
Es nuestra historia y es la que genera esa montaña rusa de sensaciones.