El Festival de Cannes nunca dudó sobre qué postura tomar. Su primera decisión con respecto a la guerra en Ucrania fue prohibir a las delegaciones rusas, con la excepción del director ruso exiliado Kirill Serebrennikov. Luego, la programación –en la Competencia Oficial y en las secciones paralelas– se encargó de establecer esta edición como un necesario eco del conflicto. Así, aterrizaron en las pantallas películas hechas en la Ucrania más reciente, como Mariúpol 2, Pamfir, y la todavía no-estrenada Butterfly Vision, filmada en el Donbás.
Mariúpolis 2 era la película que el documentalista lituano Mantas KvedaraviÄius estaba filmando en Mariúpol antes de ser asesinado por el ejército ruso cuando intentaba escapar del sitio que las fuerzas armadas de Putin desplegaron sobre la ciudad portuaria. Antes de morir, KvedaraviÄius documentó la vida cotidiana en una iglesia rodeada por las ruinas de una ciudad que prácticamente ya no existe, y donde un grupo de personas buscó refugio de las bombas, esas que suenan omnipresentes durante toda la película. El documental fue rescatado y terminado hace unos pocos días por Hanna Bilobrova, novia y colaboradora del director. Probablemente por esa condición de trabajo interrumpido, Mariupolis 2 se siente más como una recopilación de material crudo que como un documental de observación, ya que si bien responde a ese formato específico del género, nunca termina de encontrar una estructura que realmente conecte esa serie de observaciones, y los momentos más claros que emergen son apenas dos o tres breves viñetas con algún personaje o situación, como un hombre que muestra el lugar donde estaba su casa bombardeada, ahora reducida a un cráter. “Trabajé toda mi vida, ahora no tengo nada”, dice en uno de los pocos momentos emotivos de un film donde los restos de una ciudad son los protagonistas. Nobleza obliga, no hay mucho más que observar cuando uno está rodeado de escombros y casas destruidas.
En Mariupolis 2, película que trajo de manera directa la guerra a las pantallas de la Croisette, el conflicto está, sin embargo, siempre fuera de campo. Lo vemos menos en las caras de los refugiados que en el estruendo de las bombas y el fuego antiaéreo que se escucha, en el humo lejano en el horizonte, en la sensación de que cualquier cosa puede pasar. La cámara nunca se aleja mucho de la iglesia, aventurándose de a poco primero desde las ventanas y los umbrales de la puerta, y progresivamente al patio, a las pocas construcciones aledañas, o al techo para filmar los destellos de artillería o el fuego de los edificios bombardeados en el horizonte. En la medida en que se trata de un grupo de personas que sobrevive escondiéndose de un peligro externo que acecha constantemente en el afuera, en esa imposibilidad de salir y esa necesidad de resguardo se respira una atmósfera de apocalipsis zombie: aislados y rodeados, los habitantes de Mariúpol no tienen dónde ir, la amenaza es parte de la vida cotidiana, y el ataque puede aparecer en cualquier momento.
La otra película ucraniana que se vio en el festival, en la Quincena de los Realizadores, fue Pamfir, ópera prima de Dmytro Sukholytkyy-Sobchu y un drama duro y violento sobre un hombre que se ve obligado a recaer en el crimen organizado para salvar a su familia. Ambientada en una frontera agreste de ese país con Rumania, donde el contrabando es una forma de ganarse la vida bastante generalizada, Pamfir cuenta la historia de Leonid (Oleksandr Yatsentyuk), un contrabandista que en sus años jóvenes se volvió leyenda, y que ahora regresa de su nuevo trabajo en Polonia para reencontrarse con su familia y llevar una vida más tranquila, pero una deuda lo obliga a trabajar para la policía mafiosa de una pequeña localidad donde todos se conocen.
La historia sigue una tónica bastante conocida: la del hombre con un pasado criminal que no logra escapar del delito y la corrupción y debe reincidir para poder mantener a salvo a su familia. Pero Pamfir trasciende la fórmula, en primer lugar por su poderoso protagonista , un tipo duro capaz de enfrentarse con diez matones al mismo tiempo, en una escena de una precisión seca y efectiva. Pero también y sobre todo, por una sólida fluidez visual hecha de movimientos de cámara que cambian sutileza por dinamismo, y una fotografía que va creciendo en complejidad hasta alcanzar, en las escenas finales donde la trama ya se vuelve bastante atrapante, unos picos de composición que sorprenden para ser una ópera prima, y hacen pensar en Pamfir como una firme candidata para la Cámara de Oro, el premio que Cannes otorga a los cineastas que debutan en el largometraje.
Un padre que vuelve de trabajar en el exterior para cuidar de su familia es la misma premisa que da inicio a R.M.N., lo último del rumano Cristian Mungiu, ganador de la Palma de Oro en 2007 con 4 meses, 3 semanas, 14 días. Y su protagonista, Matthias, es otro tipo duro y violento, que no duda en golpear a su jefe en el frigorífico alemán donde trabaja cuando lo llama “gitano vago” porque se tomó un descanso para atender una llamada de emergencia. La emergencia es que su hijo está en shock después de un encuentro misterioso en el bosque del pueblo rumano donde el niño vive con su exmujer y su padre está perdiendo lentamente la lucidez.
Mientras Matthias, trabajador que emigró en busca de sueldos más altos, regresa a este pueblo donde hay también una gran comunidad húngara, la panificadora local está tratando de conseguir un subsidio de la Unión Europea, para lo cual contrata a tres inmigrantes de Sri Lanka dispuestos a trabajar por sueldos que los rumanos no. Su integración, resistida de manera cada vez más violenta por el pueblo, detonará un conflicto social que Mungiu aprovecha para analizar las distintas capas del racismo de la sociedad rumana, del mismo modo – y sin mucha sutileza metafórica– que la resonancia magnética del padre de Matthias que vemos en varias ocasiones ilustra el deterioro progresivo de la mente del anciano. O los animales que acechan como esos peligros foráneos que tanto teme el pueblo. O las escopetas muy poco sutiles en su carga fálica.
La parquedad del rústico Matthias, que retoma una vieja relación amorosa con Csilla, la administradora de la fábrica de pan, le da a Mungiu la oportunidad de personificar en él las consecuencias de una postura indiferente frente a la intolerancia y la violencia social. Lo que termina generando, también, es que el protagonismo –y la atención– recaiga en Csilla, una mujer bastante más sofisticada que luchará por defender a los inmigrantes en un camino que la aleja más y más de su vínculo con Matthias. Mungiu maneja con destreza la superposición de conflictos, desde las relaciones de Matthias hasta la lucha de Csilla por cuidar a los panaderos o la relación entre el pueblo y sus autoridades, excepto cuando llega el núcleo del conflicto: una asamblea donde se decide si los ceilaneses pueden quedarse o no. A esa altura, R.M.N. ya decidió hacer foco cada vez más en el retrato de una tensión social, y la escena se extiende en un plano secuencia eterno, un desfile de todos los argumentos de la intolerancia, las contradicciones, y los resentimientos, que, por supuesto, termina a las piñas. Solo cuando al final Mungiu recupera el grip de sus recursos cinematográficos, la película vuelve a orientar el relato hacia Matthias en una intersección entre el deseo, el odio, y el miedo, en un final con mucho de simbólico que por suerte confía más en la capacidad de sus espectadores que en la ideología de sus personajes.
AM