“Ladrillo con ladrillo en un diseño mágico”, canta Chico Buarque en la segunda estrofa. Todos los versos tienen 14 sílabas y todos terminan con palabras esdrújulas. Cuentan el día de un obrero desde que se despide de su mujer (“Amó aquella vez como si fuese la última”) hasta que cae de una obra en construcción: “Murió a contramano entorpeciendo el tránsito”. Esa línea es la única que rompe la regularidad, acentuada por la orquestación obsesiva, teatral. Cuatro cuartetos y esa línea final que luego se repetirán con las últimas palabras cambiadas de lugar (más alguna nueva). El diseño de los ladrillos será lógico y él morirá entorpeciendo al público. En una última repetición sólo habrá seis versos, más esa línea final, fatal, definitiva: “Murió a contramano entorpeciendo el sábado”.
“Construçâo”, una de las canciones más extraordinarias de la historia, fue grabada hace cincuenta años. Podría haber sido ayer. Nada ha cambiado demasiado en la vida de un obrero. Pero, sobre todo, el poder de la canción sigue siendo el mismo. Un poder que radica, claro, en su diseño mágico. “Construçào” es una construcción que se incluyó en un disco de larga duración con ese mismo título y que, desde ya, es otra construcción que la incluye en su interior. El primer lado abría con “Deus lhe pague” y cerraba con aquella canción. Pero el último verso se encadenaba con otro ladrillo (mágico, lógico) en la pared, la repetición coral, como distante, de la pieza que había comenzado el juego: “Por ese pan para comer, por ese suelo donde dormir/ Un certificado para nacer y una concesión para sonreír/ Por que me dejen respirar, porque me dejen existir/ Dios le pague”.
Chico Buarque de Hollanda había inventado un juego, el Ludopédio. Una especie de metegol con cartas. Larguísimo, imposible de jugar. Un fracaso comercial. Y había estudiado arquitectura. Sueña, contaba en una charla con este periodista, con ciudades. Sus pesadillas tienen que ver con puertas que faltan o que no están donde deberían. Los personajes de sus novelas tampoco están donde esperan. Viven, en Budapest, en una extraña ciudad donde los nombres de las plazas y calles son los de los jugadores de la selección de futbol de Hungría en el Mundial de 1954. O en Esa gente, su sexta novela, publicada el año pasado, transitan por un lugar casi inexistente, soñado (en pesadillas), donde esa gente festeja los linchamientos, donde nada tiene ni pies ni cabeza y un presidente de pacotilla, totalmente imaginario, se parece demasiado al que gobierna Brasil, ese país que, también parece imaginado. Chico Buarque, que corrigió el libro durante la pandemia, encerrado en una casa en las serranías vecinas a Río de Janeiro, vive también entre dos lugares, Río y París. Y allí, más que en su casa en un bar, en el extremo de la Ile StLouis, sobre el puente que la une con la ribera derecha del Sena y con la Ile de la Cité. “Conservé una mirada extranjera sobre Río. Todavía tengo una relación de deslumbramiento con la ciudad. En Río está mi origen como compositor; es la fuente de mi música. La música brasileña que yo aprendí a disfrutar venía de Río: el samba, los carnavales, los programas de Radio Nacional”, decía en un documental que formaba parte de una trilogía y donde hablaba de sí mismo a partir de sus tres ciudades (la otra es Roma, donde vivió de niño y luego exiliado durante más de un año). Como el protagonista de Budapest, cultiva la fascinación del que siente a cada ciudad como propia y se siente siempre en una ciudad ajena.
“En ‘Construção’, la emoción estaba en el juego de palabras”, explicaba en una entrevista publicada por le revista Status en 1973. “Ahora, si uno mete una persona dentro de un juego de palabras, como si fuera un ladrillo, acaba jugando con la emoción de las personas. Pero hay una diferencia entre hacerlo con intención o, en mi caso, hacerlo sin estar preocupado por el significado. Si estuviera en una torre de marfil, aislado, tal vez se me ocurriera un juego de palabras con algo etéreo en el medio, la Patagonia, tal vez, que no tiene nada que ver con nada. No pondría en la letra un ser humano. Pero no vivo aislado. Me gusta entrar en un bodegón, jugar billar, oír las conversaciones de la calle, ir al fútbol. Todo entra en la cabeza en tumulto y sale en silencio. O sea que una canción es el resultado de una vivencia que no es solitaria, que es la contraparte del juego mental y garantiza tener los pies sobre la Tierra. La vivencia es el contrapeso de la soledad y viene de la solidaridad y del sentido social”.
Era una canción compleja. Complejísima. Estaba orquestada por Rogério Duprat, un ex alumno del compositor vanguardista Karlheinz Stockhausen que había sido parte de la psicodelia del fundante Tropicália: ou Panis et circensis, el disco con el que Caetano Veloso, Gilberto Gil, Tom Zé, Gal Costa y el grupo Os mutantes polemizaban con la bossa nova. Duraba 7 minutos cuando en la radio no se pasaba nada que durara más de 3. Pero fue un éxito radial. Se pasaba día y noche –Chico Buarque supo mucho después que gracias a las coimas pagadas por la grabadora–. Y vendió más de 140.000 copias en las primeras cuatro semanas. La revista Rolling Stone la eligió como la mejor canción brasileña de todos los tiempos y junto con “Aguas de março”, de Tom Jobim, integra la parte indiscutible del canon. La pieza de Jobim es un año posterior (fue editada por primera vez como complemento de una revista y se incluyó el notable álbum Matita Peré, de 1973). Eran años prolíficos en Brasil. “Oriente” de Gilberto Gil, “Agnus Sei” de Joâo Bosco y Aldir Blanc, “Travessía” y “Conversando no bar” de Milton Nascimento, no menos de una decena de Caetano y otras tantas del propio Chico –algunas, como “Cotidiano” o “Acalanto” incluidas también en el álbum Construçâo– podrían participar por derecho propio en cualquier antología. Buarque, no obstante, no dudaría: “Chega de saudade”. Como cuenta a Violeta Weinschelbaum en el libro Estación Brasil. Conversaciones con músicos brasileños (publicado por Norma en 2006): “Tengo la memoria visual de haber escuchado eso y haberme quedado totalmente embriagado. Me acuerdo de eso y de haberle pedido a mi papá que comprara el disco y, más tarde, me acuerdo de una tarde enterita escuchándolo, no sé cuántas veces seguidas. Solo esa canción. Después escuché un poco el otro lado, 'Bim Bom', y volví a 'Chega de saudade'. La debo haber escuchado unas 80 veces”. En otra parte de su diálogo con Weinschelbaum habla de su amor por la literatura rusa, de su afán por aprender el idioma. “Leí las ediciones en francés de La Pléiade, que tenía mi papá, pero quería saber ruso para leerlas. Aprendí el alfabeto cirílico. Aun lo sé. Pero abandoné el proyecto. Pasó por ahí Joâo Gilberto tocando la guitarra y me dije: yo voy para ese lado”.
La elección de Joào Gilberto no es extraña. Como tampoco su pasión por la chanson á texte francesa, en particular por George Brassens y Jacques Brel (aunque también Gilbert Bécaud y Aznavour, como se ocupaba de puntualizar) que se entroncaba con el gusto de su madre por Edith Piaf y una época de fascinación con la cultura francesa –el cine, la literatura– en que, además con sus amigos hablaba sólo en francés (“éramos unos snobs”, decía). En rigor, Buarque es el único gran autor brasileño de su generación en quien el rock y el pop norteamericano e inglés y el blues releído por ellos no hicieron mella en absoluto. Ni Dylan ni los Beatles están entre sus fuentes. Y mientras el tropicalismo o el Clube da esquina reinterpretaban a Lennon y McCartney él componía canciones con Tom Jobim (que, de paso, además de haber compuesto junto a Chico una de las canciones de Construçâo, “Olha Maria”, toca allí el piano) y Vinicius de Moraes.
“Abuela, me voy a Italia. Cuando vuelva, probablemente ya estés muerta. Pero no te preocupes. Voy a ser cantor de radio. Y si sintonizás la radio del cielo, me vas a escuchar”. La carta de despedida, escrita por Chico Buarque a los 8 años, es tal vez la primera muestra de su talento. “Cuando escuché ‘La banda’, estaba en Nueva York. Él estudiaba arquitectura. Dibujaba ciudades imaginarias, siempre con una fuente en una plaza. La noticia de que había ganado un festival de canciones me sorprendió. Supe que en ese momento él había dejado de ser mi hijo y yo había comenzado a ser su padre”, escribió el historiador Sérgio Buarque de Holanda, amigo de Vinicius de Moraes y esposo de la pianista amateur Maria Amélia Cesário Alvim. “Con ‘La banda’ había tenido éxito. Lo que era entonces el éxito”, contaba Chico. “Me compré un auto y un departamento chico. Seguía pensando, en ese entonces, que sería arquitecto. Antes de irme a Italia había grabado tres LPs y no me había ido mal. Cuando volví hice el primero para la Philips, al que le pusieron de título Chico Buarque 4. Pero era un disco de compromiso, por obligación. La Polygram me había adelantado un dinero mientras estaba en Italia y tenía que devolverlo”.
Después llegó Construçâo que, además, fue una gigantesca apuesta comercial del sello, cuyo director musical era Roberto Menescal, uno de los nombres claves de la bossa nova. “Llamamos a Duprat, que nos pidió una orquesta de más de 60 músicos. Perfecto, los contratamos. Teníamos además una consola de cuatro canales, toda una novedad para la época”, cuenta Menscal. “Pero nadie sabía manejarla demasiado bien y cuando la mezcla de ‘Construçâo’ estaba terminada alguien, ya no recuerdo quién, apretó el botón equivocado y borró todo. Pensamos regrabarla con guitarra y nada más. Si pedíamos más dinero a la Philips para hacer la grabación de nuevo nos mataban. Pero en ese momento tenía varias producciones importantes presupuestadas, de Elis (Regina) entre otras. Saqué un poco de plata de cada una y volvimos a llamar a los músicos”.
“No me sentí un músico verdadero hasta ese disco”, decía por su parte Chico. “Creo que fue el primer disco donde me sentí un profesional”. Además de Duprat el álbum incluía arreglos de Magro, uno de los fundadores del grupo MPB4 cuya formación original (él, Miltinho, Aquiles y Ruy Faria) acompañó a Buarque en sus grabaciones y presentaciones en vivo entre 1966 y 1974 (hasta el punto de que muchos llamaban al grupo MPB5). “”Construçâo“ fue creado y en muchos aspectos condicionado por el país en el que vivía. No me parece que fuera un disco de protesta –reflexionaba en una entrevista con Gerardo Leite publicada en 1989–. Pero existen canciones que refieren inmediatamente a la realidad que se estaba viviendo, a la realidad política del país. En todos los discos de esos años, la lucha contra la censura previa, la lucha por la libertad de expresión está muy presente”. Allí, a partir de esa canción y de ese disco, conceptual sin declamaciones, el niño políglota, el que había aprendido inglés en Roma y francés en Río, el inventor de juegos de cartas y de palabras, el antiguo estudiante de arquitectura construía su propia ciudad. Su mundo. Ladrillo con ladrillo.
DF