El arte está en casa, 141 mujeres que dan testimonio
Sylvia Saitta
Crítica literaria y escritora
En mi casa hay un solo cuadro. No hay láminas, adornos, acuarelas o tapices. Hay un solo cuadro. Ese cuadro. Mi cuadro. Lo vi por primera vez hace muchos años, en la Galería Ruth Benzacar, a finales de 1988. No era para mí una exposición más sino la primera exposición a la que había sido invitada; la primera exposición en la que la joven de barrio que yo era conocería al artista que pulsó una de las modalidades del arte de la vanguardia política de la segunda mitad del siglo veinte. En ese vértigo de cuadros desmesuradamente grandes, de colores fuertes y figuras geométricas, de imágenes de un realismo exacerbado y expresionista, de bocetos, naturalezas muertas, jinetes, estrellas de cinco puntas, martillos, letras, formas abstractas, vi a ese cuadro, mi cuadro, por primera vez.
Poco tiempo después, nos reencontramos, mi cuadro y yo. No fue en una galería sino en una de las paredes del Club de Cultura Socialista; no en cualquier pared sino en la del salón principal, donde se sucedían las conferencias, las polémicas, los cursos, los debates, los ciclos de cine, las clases, los intercambios intelectuales. Por eso, ese cuadro, mi cuadro, es, también, un momento de la discusión política y cultural de izquierda en la Argentina de los años noventa.
Desde abril de 2017, Mediodía de plomo, de Juan Pablo Renzi, está en mi casa. Es ese cuadro, mi único cuadro. No se necesita nada más.
Diana Wechsler
Historiadora del arte, curadora y gestora cultural
Investigo. Pienso con imágenes, entre ellas, en su intersección, en sus tensiones. Dialogo. Pienso con y entre otros. Deseo. Pienso mirando, sintiendo, experimentando espacios, sonidos, sensaciones. Imagino. Sigo pensando.
Recuerdo entonces una pregunta que se convirtió en el detonante de un hermoso proyecto compartido: ¿cuál es la medida del deseo? Rápidamente Graciela Sacco la convirtió en sentencia/hipótesis de trabajo al decir: la medida del deseo no puede ser capturada.
Hay cosas que se nos escurren, que no se dejan “normalizar” pero que sin embargo se perciben (solo) en su vasta intensidad. Las artes constituyen uno de esos lugares de lo imaginario, del deseo y la intensidad, de aquello que se escapa a las regulaciones, que puede contener a su contrario y presentar un dilema ante quienes lo experimenten dejando el pensamiento en suspensión, activando preguntas que quedan latentes en un presente continuo, interpelándonos.
Silvia Hopenhayn
Escritora, crítica literaria y periodista
Tuve la suerte de colarme en la mirada de mis padres, desde muy pequeña. A los cinco o seis años me veo en sus iris, deleitándome con el David, dando vueltas a su alrededor, o replegándome en un rinconcito de sus almas, frente a los cuadros de Goya. Tengo sensaciones vívidas muy remotas de cuadros que ingresaron en mi historia como sueños perpetuos. En cuanto a la literatura, vino por el mismo camino: los ojos chispeantes; jamás olvidaré a mi padre riéndose a carcajadas frente al Quijote, todas las veces que volvía a leerlo, y a leérmelo de niña. Cuando por apetito propio me compré Alimentos terrestres, de André Gide -donde refiere al arte como principal alimento del espíritu-, comprendí que yo misma había recibido un buen balanceado.
Siempre me pareció extraño definirse por el “ser”. Soy escritora, soy artista… Sobre todo en un campo donde la obra se realiza en su lectura, o mediante la mirada del otro. Me gusta pensar que ser artista es una fantasía que se vuelve realidad desde el momento en que alguien te reconoce. Aunque sean unos pocos. Como decía Stendhal: “Escribo para personas desgraciadas (que han pasado por una desgracia amorosa de al menos seis meses), simpáticas y encantadoras, nada hipócritas, nada morales. Aunque sean cien. A ellos quisiera complacer con mi obra”. En cuanto a ser artista mujer, y en la Argentina, sin duda son estos tiempos mejores, desde el punto de vista de la manifestación y el reconocimiento, no por ello implica que sean mejores las obras o los artistas. Sin embargo, la visibilidad -esencial en el arte- es fundamental para que la mirada se renueve.
Gabriela Herbstein
Fotógrafa
Las mujeres tenemos características diferentes. Yo creo que es un equilibrio que sucede entre lo que puede ser la forma de ver del lado femenino y el masculino y se complementan. Sí creo que tenemos una sensibilidad mayor al hombre, creo que las mujeres tenemos esa característica diferencial, por un lado, más política, más romántica, más soñadora.
Cuando empecé a sacar fotos, había muy pocas fotógrafas mujeres trabajando, en fotografía. Durante mis estudios eran todos hombres. No era una profesión que se viese considerada para mujeres, algo que hoy es impensado. A mí no me importa que alguien pueda llegar a pensar algo sobre mi trabajo porque soy mujer. Muchas veces esa discriminación y esa diferenciación o grieta surge de las propias mujeres. No creo que haya diferencia por ser mujer. No me lo planteo, para mí es igual. Creo que en el arte es el resultado. Gusta o no gusta la obra.
Renata Schussheim fue una gran influencia para mí. Gran. Fui a una muestra suya en el Centro Cultural Recoleta, cuando yo tenía dieciséis años, donde había fotografiado a Charly García y la música de la muestra la había hecho el propio Charly. Esa muestra en particular -y luego se lo dije a Renata, cuando tuve la oportunidad de trabajar con ella- fue un quiebre para mí, me voló la cabeza. Me pareció muy moderno, muy disruptivo. Esa fue mi primera influencia y sí, fue una mujer, está bueno.
Paula Comparatore
Cocinera y empresaria
La cocina fue siempre un espacio de afecto, en mi casa era el hilo conductor del hogar y de nuestras actividades. Mi madre era una gran cocinera: su cocina vibraba con las estaciones, los colores, los aromas… como una obra de arte. De allí nació mi amor; largo fue el camino para que, en una vuelta de la vida, esta pasión se convirtiera en el eje de mi vida.
Pero ser mujer en el mundo de la gastronomía es muy duro, es complicado porque la cocina profesional es tierra de hombres. Son muchas horas, mucho esfuerzo físico, las brigadas están formadas por hombres en su gran mayoría. Dirigir un grupo de hombres a veces es muy difícil. Encuentro un paralelismo entre las artistas plásticas, las músicas y las cocineras profesionales. La lucha de la mujer recién comienza, la exteriorización de nuestra problemática hoy solo nos pone en la vidriera. Las cosas no cambiaron aún, solo se empiezan a ver. Desafíos hay miles, pero el más importante para mí es que nos unamos para el reclamo en todos los ámbitos.
Por eso destaco lo que hace Mariela. Nos une la pasión por lo que hacemos, la sensibilidad, las luchas cotidianas, el amor que transmitimos en nuestra cotidianidad y por lo mágico de estar vivas y el buen vivir. Ella es colorida, mágica, juguetona, amorosa, siempre con una sonrisa luminosa y siempre tejiendo redes infinitas.
Anabella Maudet
Viajera
Los budistas me producen una admiración ilimitada por esa decisión, esa voluntad, de dejar que todo fluya sin retener nada. Esa práctica del desapego como moral, como ética y también como estética me es completamente ajena. No porque no lo entienda, sino porque -como aprendieron a decir mis nietos cuando hay pescado o brócoli para cenar- “no lo prefifiero”. Tal vez si creyera en la reencarnación podría tomarme las cosas con más tranquilidad, pero eso tampoco me fue dado. Como además le tengo espanto a perder la memoria, no me alcanza con recordar, así que fotografío. Creo que esa ansiedad se constituyó una mañana a comienzos de diciembre en Santiago de Chile. Los setenta estaban empezando, yo tenía trece años, Pink Floyd recién sacaba su lado oscuro de la luna y las cosas en Chile se habían puesto negrísimas. Mis viejos decidieron volver a Buenos Aires. Vendimos todo, absolutamente todo, salvo los libros, los cuadros, los discos de jazz y esas cosas que habíamos juntado a lo largo de los viajes y que solo tenían valor para nosotros: vasijas rusticas y hermosas de esa greda negra de Pomaire en la que los guisos salen más ricos y que viajaron envueltas en mantas peruanas, piedras coloridas del desierto de Atacama a donde íbamos a acampar en primavera, una estatuita que había vuelto con nosotros desde Creta, un cenicero que había sido tallado en un bloque de cristal de roca y que, cuando lo tocaba un rayo de sol, desplegaba luces de colores para todos lados. Papá lo llamaba “nuestro Aleph”. Con tal que esa mañana cargamos el auto con lo que nos llevábamos, mamá dijo “Chau, casa” con una voz rara, se puso los anteojos de sol a pesar de que no le harían falta por muchas horas más, y partimos. Era tan temprano que la cordillera todavía estaba violeta a pesar de que el cielo era pura claridad. Mi padre manejaba lentamente e íbamos en silencio por esa ciudad en la que había crecido. Yo miraba por la ventanilla abierta y pensaba: es la última vez que veo esto, si alguna vez vuelvo, la ciudad habrá cambiado; esta, así como es hoy, la estoy viendo por última vez… y me repetía: me tengo que acordar, me tengo que acordar. Volví a Santiago quince años después y efectivamente ya nada era igual.
Esa road movie que solo existe en mi memoria es la primera pieza importante de mi colección. En ella, Buenos Aires es el olor desconocido hasta ese entonces de la garrapiñada y el griterío de las chicharras en la casa de mis abuelos en Florida. Unos años más tarde empecé a sacar fotos, que son esas migas de pan con las que espero reencontrar mi camino a casa si es que la vejez me deja desmemoriada. Fotos de cosas ínfimas que son un código secreto que solo yo conozco y que abre la puerta a una emoción, a un instante, que no quiero perder.
En su infinita generosidad y con esa locura que es tan de ella, un día Mariela enmarcó dos pequeñas fotos que había sacado unos años antes. Viven en esa nave fantástica que es su casa como polizontes de contrabando: lo único que me salva de la vergüenza de encontrarlas entre su colección de arte es la ternura de saber que están ahí porque me quiere. Y los que tenemos la suerte de ser amigos de Mariela sabemos que ese es un privilegio.
Título: El arte está en casa, 141 mujeres que dan testimonio
Autor: Mariela Ivanier
Páginas: 264
Editorial Planeta
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