Cincuenta años y un día
El diario de papel fue tan imprescindible como Internet cuando no existía Internet. Es muy difícil entenderlo ahora, en su ocaso, pero antes era imposible vivir sin diarios. Incluso cuando llegó la competencia de otros medios, en la segunda mitad del siglo XX, eran los diarios los que aportaban la noticia segura, probada, que confirmaba o desmentía los datos azarosos salpicados aquí y allá por la televisión y la radio.
No solo nos proveían de información política, económica o deportiva, también eran vehículo de incontables servicios. Solo a través del diario se podía saber cuándo llegaba el barco de Europa, a qué hora salía un avión, cuánto había subido o bajado la Bolsa, el precio de la soja y el trigo, las farmacias de turno, la dirección del hospital más cercano y el pronóstico meteorológico para el resto de la semana. En cuanto al tiempo libre, ningún programa se podía resolver sin el auxilio de los diarios, que traían las listas completas de conciertos y recitales, las conferencias del día, la agenda de los cines y teatros con sus respectivos horarios, las galerías de arte, los museos y la grilla de los canales de TV. Para comprar o vender una casa o un auto había que recurrir a los avisos clasificados, que ocupaban muchísimas páginas y servían, entre otras cosas, para encontrar empleo, vender instrumentos musicales en desuso, contratar personal doméstico, conseguir pareja en los rubros de solos y solas, intercambiar colecciones de sellos postales o comprarse un perro de raza. Las secciones Sociales y Avisos Fúnebres cubrían las funciones de Facebook: al menos para un sector de la sociedad, no nacía, no se casaba ni se moría uno si no se consignaban estos sucesos en las letras de molde. Para ser alguien, había que salir en el diario, aunque más no fuera en tres líneas. Y, ya que no había juegos electrónicos, allí se imprimían también las palabras cruzadas, el criptograma literario y las aventuras de Trifón y Sisebuta en la página de las historietas.
Las redacciones de los viejos diarios tenían la majestad de un templo. En la de La Nación, cuando estaba en la calle San Martín, con entrada también por la muy céntrica Florida, las cabezas de los secretarios —es decir, las de los jefes principales— sobresalían apenas de sus elevados pupitres, lo que obligaba al visitante o al aprendiz que llegaba temblando con su modesto artículo a erguirse sobre las puntas de los pies para ser advertidos desde arriba. Más atrás, casi invisible para los mortales, estaba el secretario general de la Redacción, y más arriba, en un punto impreciso entre el cielo y el espacio infinito, se hallaba el director, con su cohorte de gerentes y arcángeles.
Cuando en 1980 La Nación se mudó cerca del Luna Park, en la calle Bouchard entre Tucumán y Lavalle, la estructura de la Redacción se volvió horizontal. Desaparecieron los estrados. Secretarios, jefes y redactores rasos quedaron todos al mismo nivel. No existían ya los compartimentos estancos detrás de cuyas puertas cerradas los integrantes de algunas secciones, como Deportes, Corrección o Espectáculos, podían aflojarse las corbatas y respirar un poco. Todos trabajaban ahora en una misma cuadra y las diferencias eran sutiles. En el cuarto piso, donde estaban los periodistas, al pasar por la doble puerta de vaivén uno se topaba todavía con el puesto de mando de los secretarios, con sus escritorios dispuestos en hilera y una visión panóptica que llegaba hasta los confines de la sala. Detrás de esa línea frontal había otro escritorio al que nadie osaba acercarse: el del secretario general de Redacción.
Como mueble no era diferente del resto. La diferencia estaba en su dueño durante los tres lustros en los que José Claudio Escribano, de 1981 a 1995, ocupó ese lugar. Antes de ser secretario general de Redacción de La Nación, Escribano fue, con apenas 24 años, el jefe más joven de la sección Política, el primer corresponsal itinerante en América Latina y el columnista de opinión en la época más dramática de la historia argentina. Cuando dejó la secretaría general, a los 69 años, su influencia aumentó aún más, porque ascendió a la subdirección en tiempos en que la dirección del periódico se reservaba solo a alguien que ostentara el apellido del fundador, el general Bartolomé Mitre. Mucho después de su retiro, Escribano se mantenía activo en el ambiente periodístico. Tácitamente, se lo consideraba la encarnación del diario, y él mismo acentuaba esta impresión cuando decía, como si hablara de sí mismo en tercera persona: «La Nación piensa que…», o «Eso no es La Nación» o «La Nación no aprueba semejante punto de vista».
¿La encarnación del diario? «Eso es una brutalidad —dice Escribano—. No puedo dejar de aceptarlo, pero con la condición de que represento a una Nación idealizada por mí, que no necesariamente es La Nación de los dueños. Entonces sí lo acepto. Es el espacio donde trabajaron un bisabuelo, un abuelo, hermanos de mi madre, primos de mi madre. Desde 2006 no piso la Redacción. Me siguen preguntando, pero lo más insistente es eso: encarnás a La Nación. Y yo repito: si esto es así, es una Nación idealizada, que no tiene necesariamente por qué ser La Nación real. Es el paso de los años. Son sesenta y dos años de trabajar ahí. Les puedo decir esto con absoluta honestidad: he sido un privilegiado en La Nación. Mi mujer tiene sus reservas. Piensa que nada es gratuito en la vida. Vos lo diste todo, me dice, y lo que están haciendo es devolvértelo».
¿Cómo era esa Nación idealizada por Escribano? Para sus lectores, fue durante mucho tiempo la última barricada de una clase social que se sentía amenazada más por las insolencias del populismo peronista que por el avance del comunismo. Era la defensora del orden establecido y la difusora de la gran cultura europea, pero también la discreción, el tono contenido, la elegancia tanto para la alabanza como para la crítica, una preferencia por la regularidad de las instituciones y un liberalismo en materia de costumbres y gustos en la medida en que afectaran únicamente a los individuos. Para los detractores, en cambio, La Nación era, con Escribano como ideólogo, la abogada de los golpes militares, la que ocultaba o disimulaba los crímenes de la dictadura y el heraldo de las «buenas familias» que se despreocupaba casi siempre de las otras.
José Claudio Escribano firma sus papeles con solo las iniciales, «jce» —así, en minúscula—. Fuera de las funciones operativas, su trato personal es extremadamente cordial y cálido, pero en sus días de caudillo la tropa de la Redacción lo llamaba a sus espaldas El Hombre, o El Factor, abreviatura de El Factor Estresante, porque su sola presencia subía los niveles de adrenalina. Las animadas charlas de los redactores en la cena, después del cierre, se apagaban en el momento en que Escribano se sentaba a la mesa con ellos. Tal vez por eso rara vez lo hacía.
Los secretarios habían decidido comer los jueves en la Costanera, en el restaurante Happening, para no encontrárselo. «Pero, aunque Escribano no estuviera presente, muchas veces él era el tema», nos reconocieron dos de ellos.
Ese respeto tan parecido al temor se justificaba por el modo en que ejercía el poder. De las muchas entrevistas que tuvimos con quienes trabajaron con él, surgen algunas características de ese ejercicio: inteligencia y memoria fuera de lo común, rigurosa exigencia que se imponía a él mismo y trasladaba al resto, capacidad de influir sobre el contexto estratégicamente para que los hechos sucedieran según su voluntad sin dejar huella y, algo que nos costó entender, saberse capaz de administrar cierta arbitrariedad. Fue su recomendación a tres sucesores en la secretaría general de Redacción («Permítase ser arbitrario de vez en cuando»). Cuando se lo preguntamos, el propio Escribano le imprimió un leve matiz: «No arbitrariedad, sino discrecionalidad. Hay un margen muy no, como el malecón que da a un precipicio, un margen que concierne al poder para tomar la mejor decisión en función de todas las variables de un contexto».
Hasta las primeras dos décadas del siglo XXI, fue más que un mero cronista de la historia argentina porque intervino como uno de sus protagonistas. Sus columnas políticas, con claroscuros y comentarios entre líneas, eran leídas con avidez durante el proceso militar. Escribano tuvo trato regular con los comandantes que después serían condenados por crímenes atroces. Ya en democracia, sus relaciones con dirigentes de distintas tendencias y sus extensas notas le permitieron incidir en los hechos políticos.
Una influencia así es inimaginable para las nuevas generaciones. Los diarios ya no tienen la última palabra desde que las redes sociales comenzaron a ganar espacio. Es difícil concebir que una persona singular, sin abolengo ni fortuna y solo por su conocimiento del ocio y por su personalidad, pueda haber gravitado en el campo social durante más de medio siglo.
Por sus orígenes, es un hombre de clase media, lo que refuerza su mérito de self-made man que por su esfuerzo supo llegar alto. Empezó en La Nación muy joven, a los 18 años, siguiendo los pasos de un tío que era redactor allí y al que admiraba más que a su propio padre: Andrés Durán.
«A los 15 años decidí que quería ser como él: abogado y periodista de La Nación», dice, con el cuidado con el que siempre elige sus palabras. Si se hubiera dedicado a la abogacía, podría haber trabajado para terceros o en su propio estudio jurídico. En cualquier parte. Pero es seguro que no hubiera abrazado la profesión a la que dedicó su vida de no haber sido en el diario fundado por Bartolomé Mitre. Entró por la puerta chica en 1956, llevando bajo el brazo unos bocetos de artículos que hoy califica de mamarrachos. Lo tomaron casi a regañadientes, como aspirante a cronista, y solo lo efectivizaron tras meses de pruebas que se iban extendiendo para ver «si el muchacho aprendería alguna vez». Antes de que pasara un año, ya corregía los originales de quien era su jefe en la sección Política, José Oscar «Pichín» Botana, un tigre para las noticias pero sin la misma fiereza con la pluma. Poco después, Escribano lo reemplazaría.
De ahí en más, su carrera fue imparable. Muy pronto se ganó la confianza de los Mitre, que sí venían de familias patricias. Cuando, a los 30, lo nombraron segundo jefe de Editoriales, el director y los accionistas principales ya consideraban que él expresaría y defendería mejor que nadie los puntos de vista de la «tribuna de doctrina», como se autodefinía el diario en su página principal. Después fue corresponsal viajero en América Latina, secretario general de Redacción y el subdirector que le cuidó las espaldas al director, tataranieto del fundador del diario.
Cuando estaba por cumplir medio siglo en la empresa, Escribano anunció que seguiría participando en el directorio del diario, pero que ya no volvería a la Redacción, el lugar donde había transcurrido toda su carrera. Cuando cumplió cincuenta años y un día, el 6 de marzo de 2006, hubo una multitudinaria despedida en el cuarto piso de la calle Bouchard. Subido a un escritorio, ante los redactores que se habían amontonado para grabar en la memoria aquel momento, el entonces secretario general Héctor D’Amico aportó en su discurso, entre toques de humor y guiños amistosos, algunas estadísticas: «Desde el ingreso de Escribano al diario y hasta la fecha, La Nación ha entregado a sus lectores 17 892 ediciones y por la Casa Rosada han pasado nada menos que 23 presidentes. Esta última cifra me permite inferir, apelando a una matemática muy simple, que en este país los presidentes pasan, no así Escribano».
Si bien la decisión de retirarse la había adoptado mucho antes, las circunstancias confirmaron que fue oportuna. Con la toma de control por parte de otra rama de la familia Mitre, los Saguier, vinieron nuevas tendencias y gustos en los consumos culturales y en el estilo de conducción. Escribano se adaptó a regañadientes a la era del marketing. Además, su desencuentro con el gobierno kirchnerista de 2003 dejó al diario en una línea de choque frontal con el poder, un lugar que pocas veces había elegido la empresa a lo largo de su historia. No lo había hecho ni aun bajo la férula del primer peronismo, que castigaba con la expropiación la rebeldía explícita de medios como La Prensa mientras mantenía —aunque con respirador, ya que le suministraba papel suficiente solo para seis páginas— la salida de La Nación a la calle.
Escribano se jubiló, pero siguió gravitando sobre el diario. Hasta bastante después de haber cumplido los 80, mantuvo su oficina en el nuevo edificio de Vicente López, que tiene una estética cool y una escenografía opuesta en todo a las columnas de mármol, la fina boiserie, los grandes escritorios de roble y las estatuas solemnes de las anteriores sedes de Florida y Bouchard. Sigue siendo un referente, el destinatario de innidad de dudas y consultas cotidianas y el elegido como representante de La Nación en la Asociación de Entidades Periodísticas de la Argentina (Adepa) para realizar gestiones por las regulaciones del Estado. Ahora, además, preside la Asociación de Amigos del Museo Mitre.
José Claudio Escribano fue la expresión fiel del medio al que le consagró su vida. Perteneció a aquella estirpe de capitanes que conducían el barco en la tormenta con mano firme, de modo vertical y a su propio criterio. Corporizó el apogeo y la decadencia de los diarios impresos y su propio ciclo vital coincidió con ese proceso.
Escribano sabe que los diarios, los de aquí y los del mundo, están en serios problemas financieros y que enfrentan el riesgo de desaparecer, pero no quiere que llegue ese momento. Cuando aparecieron las versiones digitales, los periodistas se dividieron entre «los del papel» y «los del online». Los que estaban del lado de la tinta se quedaban con el prestigio y miraban por encima del hombro a los advenedizos de las redes, pero eran estos los destinados a derrotarlos en el corto plazo. Escribano es hombre del papel, porque representa las cualidades de lo permanente, cuando el rigor se imponía a la urgencia y se tipeaba la primera versión de la Historia. Todavía hoy necesita mantener el contacto sensual de los dedos dando vuelta las páginas. Y es también hombre de papel, en cierto modo frágil desde que el poder del diario dejó de ser omnímodo.
Con La Nación como estandarte, Escribano obtuvo muchos reconocimientos y premios. Tiene los trofeos a la vista en su escritorio, pero no propició que se los difundiera en las páginas del diario que él editaba. Los más destacados son el Premio Internacional de Periodismo Rey de España de 1981, por el mejor trabajo informativo iberoamericano; tres Konex consecutivos de platino (1987, 1997 y 2007) y las tres grandes condecoraciones europeas: la Orden de Isabel la Católica de España, en grado de comendador; la Orden de Caballero de Italia y la Orden de la Legión de Honor de Francia. ¿Qué otro secretario general de Redacción pudo reunir una colección equivalente?
El papel del secretario general de Redacción cambió radicalmente en lo que va del siglo XXI. La isla central de los editores en el nuevo edificio de La Nación en Vicente López es circular. A simple vista, no se adivina dónde está el comandante. Lo mismo que en el fútbol, no hay ya un número 10 que reparta el juego. Muchas pantallas funcionan, a la manera del Gran Hermano de Orwell: ellas reflejan la posición cambiante de las notas más consultadas en la edición online de cada día. Los redactores deben tomar en cuenta los gustos que revelan, puesto que así lo pide el público. En el mismo espacio se encuentra el estudio en el que se producen los programas para el canal de televisión. José del Río, el joven sucesor de Escribano en la secretaría general, tiene a su cargo personal la conducción de un par de esos programas.
Antes, en los días de esplendor del papel, los secretarios generales de Redacción eran grandes personajes a los que se les franqueaban todas las puertas. Presidentes, ministros y jueces se sentían honrados cuando hombres como Escribano aceptaban una invitación a sus casas. La palabra firmada del secretario general de Redacción tenía el efecto de una bomba. Salirle al cruce a su opinión escrita era como retar a duelo a los guardianes del universo desde la insignificancia de un planeta pequeño. Aunque no fuera conocido por el gran público, una minoría de enterados murmuraba ante un artículo sin firma: «Esto es de Escribano».
Pocos en todo el mundo conservan hoy en día un peso equivalente. Cada vez son más los periodistas que opinan, incluso con pasión y con furia, pero la opinión perdió su antigua jerarquía. En una columna de mediados de 2019, el publisher y principal accionista de The New York Times, Arthur G. Sulzberger, dijo que quienes administran el flujo informativo deben asumir públicamente su condición de líderes. «Eso es particularmente cierto —escribió Sulzberger— cuando hablamos de gigantes tecnológicos como Facebook, Twitter, Google y Apple. Su historial de oponerse a los gobiernos es irregular, en el mejor de los casos. A menudo han ignorado la desinformación y a veces han permitido la eliminación del periodismo auténtico. Sin embargo, en vista de que incursionan cada vez más en la creación, la distribución y los encargos periodísticos, también tienen la responsabilidad de defender el periodismo».
El propio The New York Times echó por la borda días después el magnífico alegato de Sulzberger. En agosto de 2019, el diario modificó su título de tapa debido a la presión de los lectores digitales. El primer titular era muy enunciativo, pero no les gustó a los que se oponen a Donald Trump, que son mayoría entre el público del Times: «Trump llama a la unidad contra el racismo». La decisión del editor había sido impecable, porque era exactamente lo que el presidente había dicho. Pero en la versión online muchos comentaristas espontáneos, disgustados porque el diario lo había hecho quedar bien, amenazaron con cancelar las suscripciones. Se hizo imprimir entonces, a las apuradas, una segunda edición: «Trump critica el odio, pero no las armas», en alusión a la facilidad con que se pueden comprar ametralladoras y revólveres en el país del Norte. En todo título, la preposición adversativa del incidental sirve, más que para relativizar, para desmentir la afirmación con la que comienza la frase. Dean Baquet, el editor ejecutivo que resolvió sobre las dos tapas distintas, admitió que no le habían prestado suficiente atención al tema la primera vez. «La edición en papel no está más en el centro de nuestra redacción. No me ocupo más de la tapa. No elijo sus temas. No creo que ese sea más mi trabajo», dijo.
Qué pena, porque ese fue exactamente el trabajo de Escribano durante toda su vida. La tapa y cada página.
Un año después, The New York Times volvió a ser foco de las noticias. El diario estadounidense despidió al editor de la sección Opinión James Bennet porque había publicado una columna de un senador conservador que defendía la intervención militar contra los manifestantes que repudiaban el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de la policía de Minneapolis. A raíz de ese artículo, las críticas de los lectores fueron lapidarias y bajaron las suscripciones digitales. Escribano eligió ese tema para aclarar en un artículo que, si bien consideraba que «la más drástica, la más dolorosa de las sanciones es la pérdida de los lectores», defendía el derecho del Times a publicar lo que considerara de interés: «Renovamos nuestra creencia en que la línea de un diario de tradiciones históricas mal puede rendirse a la presión de una turba o al requerimiento de que someta sus decisiones a una votación ajena a la voluntad de quienes lo conducen». Lo que no le perdonó al editor del diario norteamericano, en cambio, es que no hubiera leído la nota antes de publicarla, como él mismo confesó. «Es como si el piloto estuviera en uno de los asientos de atrás de la cabina en el momento del accidente. Y ahí, sí, hubo un imperdonable paso en falso de Bennet. Una de esas distracciones que llevan irremediablemente a un periodista al abismo».
* * *
Este libro es algo más que la biografía de un periodista y la historia del diario que condujo. Tiene un ingrediente especial, y es que, cuando comenzamos a entrevistarlo una vez por semana durante dos años, ya conocíamos muy bien al personaje. Habíamos aprendido de él y también muchas veces lo habíamos sufrido, porque fue nuestro jefe en la Redacción de La Nación, y podía ser un jefe exigente y molesto. Fue bueno y enriquecedor estar del otro lado del mostrador una vez en la vida.
Las siguientes páginas reflejan solo una parte del copioso material que reunimos. Tuvimos para ello tres grandes fuentes:
• Hablamos con sus familiares más cercanos, su mujer y sus hijos, para imaginar cómo había sido en la intimidad mientras iba labrando su carrera. También entrevistamos a quienes lo trataron en términos profesionales. Entre ellos, colegas, su el secretaria, un misterioso psicólogo de empresas que prestaba sus servicios a La Nación y Héctor Magnetto, el alma máter de Clarín, el diario rival.
• Escribano nos acercó un tesoro inesperado: nos prestó más de 40 carpetas con sus archivos personales. Gracias a estos documentos, pudimos saber más de la personalidad de un hombre que nunca antes había hablado tanto de sí mismo. Las carpetas incluyen no solo mensajes de trabajo, sino también cartas del padre y de la madre y dibujos de sus hijos cuando eran pequeños, en los que sutilmente reclaman más presencia de un papá que solía relegarlos a un segundo plano en favor de sus compromisos laborales.
• La columna vertebral de este libro es la síntesis de las 45 largas entrevistas que mantuvimos con Escribano. Si bien no podríamos decir que nos abrió su alma, ya que le gusta guardarse ases en la manga, en ellas habló, casi, de todo. No eludió ningún tema conflictivo, ni el caso Papel Prensa, ni la actitud del diario ante las violaciones militares de los derechos humanos, ni sus encuentros y desencuentros con el ex presidente Néstor Kirchner y con el presidente Alberto Fernández. Además, dio su opinión sobre los nuevos medios, la falta de control en la edición online, la «nueva normalidad» y la aparición sistemática de noticias falsas. En los encuentros se habló de historia, geografía, ciencia, religión, siempre de política y de muchísimas personas. Su discurso nunca perdió el ritmo. Tuvo pocas lagunas.
Nuestra rutina de cada martes era subir al piso 14 de su departamento de la avenida Callao, recibir en el hall la bandeja ya lista con una jarra de agua, tres vasos, un termo con café, tres tacitas y un budín cortado en trozos, y subirla por la escalerita de caracol, reducida en su anchura por las pilas de libros que hay en cada escalón. Sobre el hueco de la escalera cuelgan algunos de los premios recibidos en su carrera. En la pared curva, se comba uno de los tantos mapamundis de la casa. Es una debilidad de Escribano: le gusta tener siempre presente el mundo y saber de qué lado del planisferio está parado. Por eso hay otro en su escritorio.
Tres cuadros dominan la escena: una pintura grande desde la cual sonríe su madre, con un collar de perlas y un vestido de gala azul; una foto en blanco y negro del padre, con delantal, que mira a la cámara con aire socarrón, apoyado en la puerta de su consultorio de odontólogo en Caballito, y otra foto, más chica, donde una versión jovencísima pero identificable de nuestro hombre aparece mezclada entre los señorones de la Convención Constituyente de 1957 en Santa Fe.
Los libros están por todas partes, también sobre la barra que da a la escalera y sobre el importante escritorio, que ocupa una cuarta parte del ambiente. Arriba, siempre lista, espera una computadora portátil. Los libros del piso se acumulan en la secuencia en que van llegando, ya que Escribano sigue recibiendo ejemplares de las editoriales y otros que sus autores le envían con dedicatoria, lo que lo obliga moralmente a conservarlos aunque no le interesen. Los libros de las estanterías parecen estar acomodados con una lógica reservada solo a su dueño, a juzgar por la precisión con que se orienta para encontrar uno que acaba de citar o para recordar si está en alguna de sus otras dos bibliotecas, una en Pergamino y otra en Punta del Este. Sobre la pared más larga se abre un gran ventanal a un balcón amplio, que mira desde lo alto hacia la mano impar de Callao. Parado en esa atalaya, Escribano puede apuntar a casi cualquier edificio y mencionar a algún vecino ilustre que vive o haya vivido en él.
En el escritorio del altillo, hay dos silloncitos que Escribano ubicaba, cada vez que lo visitamos, frente al sillón de dos cuerpos, blanco, que da la espalda al ventanal. Sobre el sillón yace un almohadón con el rostro perplejo de Woody Allen. Ese almohadón fue un regalo de su hija María Cecilia cuando cumplió 80 años. Al hablar con nosotros, Escribano suele abrazarlo: a pesar de su imagen de hombre serio y formal, admira mucho el ingenio irreverente de Allen. Ve todas sus películas apenas se estrenan. A la última, «Un día lluvioso en Nueva York», le hubiera puesto cinco estrellas, aunque los críticos del diario le hayan dado nada más que tres. No tiene nada para decir, incluso, sobre los cargos que le han hecho al comediante a raíz de su conducta sexual. El almohadón, entonces, fue el regalo perfecto, incluso por el negocio en el que fue comprado: el tradicional bazar Wright, de Callao y Guido, en la misma cuadra de su casa.
A veces nos recibió engripado, con la boca dolorida por un implante o bien días después de una operación de cataratas. Lo vimos bromeando con su esposa, atendiendo llamadas telefónicas y disponiendo la mesa para un almuerzo frugal en la cocina de su departamento. Muy pocas veces llamó para cancelar un encuentro. «Lo importante es la disciplina», repetía. A pesar de la confianza que inevitablemente fuimos ganando, nunca dejamos de tratarlo de usted ni de llegar a la hora señalada a cada cita. Nos sentíamos mal cuando debíamos decirle que no, perdón, que no podríamos cambiar el encuentro semanal para un domingo de primavera a las 9 de la mañana. Dudábamos si no era mejor suspender planes familiares y asados bajo los primeros soles tibios que someternos al lacónico: «Bueno, será hasta el martes», que nos llegaba por WhatsApp.
Escribano es la primera víctima de su pasión por el control y la disciplina. La fuerza de voluntad contra viento y marea es lo suyo. Con un esfuerzo sobrehumano, incluso fue capaz de contener ataques de tos ante nosotros, como si estuviera en el Teatro Colón y no en su propio departamento. Sufría cuando se olvidaba un nombre o un dato. De vacaciones, contó, se suele llevar el Quijote, las memorias de Guy de Maupassant o algún tratado político a modo de lectura «distendida». Tiene un corte perfecto de pelo —siempre el mismo desde la juventud—, uñas al ras y ropa inmaculada. Termina sus actividades cotidianas estrictamente a las 11.40, ni a las 11.30 ni a las 12. No se excede en las comidas. No toma alcohol jamás antes de que oscurezca. Si hay que levantar la copa en un almuerzo con amigos, brinda con agua.
Jamás nos preguntó qué escribiríamos. Ni siquiera quiso revisar el resumen que hicimos de sus carpetas, aunque no recordara qué había en ellas. Así como las sacaba del mueble para prestárnoslas, las volvía a guardar. Solo nos pidió que se las numeráramos.
Sus memorias trazan una historia oblicua del país, una versión de primera mano de las últimas décadas visto desde la atalaya del diario tradicional más influyente de la Argentina. En los «años altos de la vida», como él llama a la vejez, Escribano todavía pugna por preservar el orden y las jerarquías del pasado, aun al precio de aceptar ciertos cambios cuando estos se vuelven inevitables. Se ha transformado en un gatopardista de las nuevas tendencias. Aprendió con esfuerzo a usar el teléfono celular para intercambiar mensajes, fotos, videos y documentos, a leer diariamente el Financial Times y el Washington Post en la pantalla, y a mantener reuniones por videoconferencia. Llegó a hacerlo con bastante naturalidad, para un hombre que suele mofarse de sí mismo por la torpeza de sus manos y la resistencia que invariablemente le presentan los aparatos mecánicos.