Gobernar la utopía
El año 2019 dio inicio a un ciclo de protestas que remeció el paisaje social y político en Latinoamérica. La abrumadora realidad de desigualdad extrema, injusticia social, violencia estatal y sufrimiento socioecológico agrietó el consenso neoliberal de las últimas tres décadas, llevando manifestaciones masivas a las calles y plazas de la región. Pese a las particularidades de cada territorio, la demanda ha sido clara y unívoca: redistribución de la riqueza y democratización del poder político y económico.
Posteriormente, la pandemia global del coronavirus no solamente exacerbó, sino que hizo aún más visibles las profundas dislocaciones —de clase, raza, ecológicas y de género— que ha hecho posible el neoliberalismo en su fase tardía. El oficialismo de izquierda, por su parte, ha sido incapaz de ofrecer un proyecto de transformación que sea viable y sostenible en el tiempo. Los esquemas redistributivos implementados por las diversas administraciones progresistas de la región han dejado intacto un régimen primario-exportador que ha demostrado ser desastroso en lo ecológico e inviable en lo fiscal.
Los incendios que en 2019 devoraban cientos de kilómetros de bosques tropicales y plantaciones agroexportadoras tanto en la Amazonía de Evo Morales como en la de Jair Bolsonaro simbolizan una verdad abrumadora: el orden dominante es incapaz de ofrecer una alternativa concreta al mundo que el capital ha creado a su propia imagen.
Mientras tanto, la revuelta social abre caminos en las calles y la pandemia abre portales en ollas populares, en hospitales, en viviendas. En esta multiplicidad de espacios de encuentro, de cooperación y de cuidado se imaginan y fraguan mundos distintos, mundos cuya realización concreta se ve directamente amenazada por la inercia institucional del orden liberal. ¿Qué hacer, entonces, cuando se extingan las llamas del radicalismo popular y las urgencias de la crisis y se emprenda un regreso a la supuesta «normalidad»? ¿De qué manera esta sucesión de momentos constituyentes podría desbordar un registro agonístico-adversarial, y ensanchar el espectro de lo que es posible, o incluso de lo que es imaginable?
El presente exige con urgencia formas de intervenir en la realidad que puedan superar el cerco de lo que el crítico cultural Mark Fisher denominó realismo capitalista: la aceptación generalizada —tanto explícita como tácita— de que el capitalismo es el único sistema político y económico viable y que por lo tanto es imposible imaginar cualquier alternativa coherente. La economía emocional que ha predominado en las últimas décadas, de acuerdo con Fisher, es la de una «melancolía de izquierda» de intelectuales y organizaciones políticas que se sienten a gusto en su marginalidad y en su derrota, y que por ende se limitan a una orientación meramente defensiva, contestataria o de denuncia frente a los excesos del sistema.
No se puede esperar que una situación posrevolucionaria o catastrófica, por sí sola, pueda llevar automáticamente a un sistema socioeconómico distinto. En el «Manifiesto por una política aceleracionista», Alex Williams y Nick Srnicek afirman que una transición poscapitalista requiere de un ejercicio consciente de planificación que además de desarrollar un mapa cognitivo del sistema actual, también pueda confeccionar una posible imagen o representación del sistema económico futuro.
Las prácticas alternativas de consumo, por sí mismas, son incapaces de propiciar una reforma agraria significativa que pueda fracturar el poder de concentración de cadenas transnacionales de supermercado, de laboratorios y de grandes monocultivos industriales; cambiar el automóvil por la bicicleta puede ser un acto individual importante, pero insuficiente para emprender una transición energética profunda que permita un desmantelamiento real de las industrias fósiles y el florecimiento de las energías limpias y comunitarias; las marchas y protestas contra la desigualdad, por multitudinarias que puedan llegar a ser, no podrán surtir un verdadero efecto si no se transforman en reformas fiscales que puedan controlar las pulsiones evasoras del gran capital y recuperar la riqueza socialmente generada para redistribuirla de manera equitativa.
Conformar un poder democrático que permita desarticular la economía de mercado capitalista y transitar hacia modos más elevados de organizar la vida en común, entonces, no solamente requiere confrontar al establishment en las calles y en las urnas. Durante las últimas décadas, sin embargo, hemos visto cómo la pregunta acerca de la forma de un Estado que pueda hacer posible una transición hacia una sociedad alternativa ha sido desplazada por un nuevo consenso que rechaza de plano las instituciones y entiende a los movimientos sociales, por sí mismos, como el único sujeto posible de cambio. El orden neoliberal y su ejército de tecnócratas y economistas, mientras tanto, se adentran cada vez más en las insondables abstracciones técnicas de la regulación, secuestrando el aparato estatal para favorecer a pequeñas élites. La planificación económica está de vuelta, y opera a una escala sin precedentes.
Durante muchos años, el consenso general en la teoría económica y en los espacios de toma de decisiones ha consistido en la idea de que el mercado constituye el instrumento más sofisticado y completo para recopilar información dispersa en la economía; una superinteligencia difusa y más-que-humana que traduce esta información en «señales» que luego alimentarán diseños institucionales y de política. El mercado, por ende, ha sido comprendido como el medio más eficaz para solucionar cualquier problema colectivo de asignación y gestión de recursos. Este sentido común o doxa se remonta al famoso «debate sobre el cálculo socialista» de las décadas de 1920 y 1930, en el que Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises (filósofos y economistas de la Escuela de Austria) cuestionaron la capacidad de las agencias nacionales de planificación para movilizar este tipo de información de sistemas complejos, como lo son las economías nacionales.
La tesis de la imposibilidad del cálculo socialista, bajo el anterior entendido, consiste entonces en la impugnación de la factibilidad técnica (no política o incluso moral) de una economía conscientemente planificada, principalmente desde dos derivas teóricas: en primer lugar, las corrientes neoclásicas han cuestionado su viabilidad práctica por los problemas de cómputo y contabilidad que suscitaría la gestión de una economía extensa. En segundo lugar, las tradiciones austriacas han conjeturado su inviabilidad lógica por la incapacidad que una economía de esta naturaleza tendría para recopilar la información necesaria para un cálculo racional del proceso general de reproducción socioeconómica.
La figura del individuo racional maximizador de utilidades —célula elemental de este sujeto colectivo difuso llamado «mercado»— ha sido desde entonces tan hegemónica como símbolo de anticolectivismo que, como lo señala Jodi Dean, incluso se ha extrapolado al imaginario de una izquierda que considera las prácticas individuales y micropolíticas como un foco de acción más importante que los movimientos organizados de masas y de gran escala (como sindicatos, partidos políticos, cuadros técnicos y, por supuesto, organismos de planificación).
La sucesión de crisis globales que inició con el estallido de la burbuja de hipotecas basura (subprime) en los Estados Unidos durante 2008 y que llegó a su punto más álgido en la pandemia global del coronavirus en 2020 ha puesto en entredicho aquel consenso. Primero que todo, ha demostrado que la «catalaxia» (término que Hayek empleó para describir la naturaleza supuestamente autoorganizativa del mercado) de la economía neoliberal, es de hecho una práctica de gobierno; su existencia es inconcebible sin una vasta diversidad de mecanismos de intervencionismo político y de coordinación interempresa.
El auge de megacorporaciones como Amazon, Facebook y Walmart, por su parte, también ha sido posible gracias a ambiciosos esquemas de planificación estratégica al interior de las firmas mismas. Haciendo un guiño a Gosplan (la agencia de planificación central de la Unión Soviética bajo el estalinismo) algunos analistas sugieren que las prácticas de coordinación de este tipo de actores monopólicos han dado origen a una suerte de «Gosplan 2.0» o «Gosplan de Google».
Si esta planificación del poder oligárquico nos ha llevado a una era de extinciones masivas y desigualdad extrema, ¿por qué no volver a disputar el diseño y ejecución de los planes, e incluso el significado mismo de la planificación?
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